domingo, 15 de marzo de 2020

Bajo las alas de un ángel - Índice


Este blog se limita a transcribir el libro de Cecy (María Antonia) Cony, religiosa brasileña. Es un blog cerrado. O sea, no hay más entradas que las que verá a continuación. ¿La razón?  Facilitar la lectura. Se publicaron los capítulos de manera tal que el primer capítulo quedó al comienzo.

(Para más libros en este formato, visite: https://librosenblogs.blogspot.com/2020/04/listado-de-libros.html).

Luego de esta introducción, tendrá el índice con los links correspondientes, por si quiere seguirlo desde esta primera entrada, y a continuación los datos necesarios de la publicación del libro para su consulta.

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Índice

Introducción a la primera edición
Preámbulo - El Padre del Cielo en el cuarto de mi querida madre
Cap 1 - Cuando el Padre del Cielo está contento
Cap 2 - El Padre del Cielo Crucificado y Su Santa Madre
Cap 3 - El primer gran dolor de mi alma
Cap 4 - Las cajas de dulce de la cómoda
Cap 5 - El Ángel
Cap 6 - El secreto de la cestita
Cap 7 - Lágrimas de sentimiento
Cap 8 - La Santa Hostia Blanca
Cap 9 - La espina punzante
Cap 10 - Los melocotones
Cap 11 - El vaso roto
Cap 12 - El poni
Cap 13 - El ramo de rosas blancas para Nuestra Señora
Cap 14 - La primera confesión
Cap 15 - La presencia viva de Jesús en el alma
Cap 16 - El juramento de fidelidad en el día de la Comunión
Cap 17 - El primer Rosario improvisado
Cap 18 - Cipriano, el viejecito del asilo
Cap 19 - El Rosario en el cenador
Cap 20 - La cajita con el elefante
Cap 21 - Bilac, el perro malvado
Cap 22 - La cesta de caramelos, abierta
Cap 23 - La muñeca con los ojos hundidos
Cap 24 - El hurto de las estampas
Cap 25 - En el carrusel
Cap 26 - El dueño del circo
Cap 27 - El broche perdido
Cap 28 - La agonía de Jesús en el Alma
Cap 29 - El camarón
Cap 30 - El autovelocípedo
Cap 31 - Madrina
Cap 32 - La manada de gansos
Cap 33 - Pequeños sacrificios para ser admitida en la Congregación Mariana
Cap 34 - El traje de baño. No quiero vestirme así
Cap 35 - El cine “Punto Chic”
Cap 36 - Esposa de Jesús
Cap 37 - Señorita, una limosna para la negra
Cap 38 - El estuche de clase
Cap 39 - Los patines sacrificados
Cap 40 - Le entregué el lirio a Nuestra Señora
Cap 41 - La Bate-bico
Cap 42 - La garrafa de queroseno
Cap 43 - La Bandera del Divino
Cap 44 - El “dominó negro”
Cap 45 - La guerra de Troya
Cap 46 - La almohada maravillosa
Cap 47 - En el teatro
Cap 48 - En el bar
Cap 49 - Rezar de rodillas
Cap 50 - El libro inconveniente
Cap 51 - ¡Tú hablas, yo te estrangulo!
Cap 52 - Miguel, el mozo de habitaciones del hotel
Cap 53 - Belleza deslumbrante
Cap 54 - La polca del bastón
Cap 55 - El placer insípido
Cap 56 - El llamamiento de Dios
Cap 57 - En la Tercera Orden de San Francisco
Cap 58 - La víctima
Cap 59 - Tarea cumplida

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Gaudete

Imprimatur

Por comisión especial del Excmo. y Rvdmo. Sr. Don Pedro da Cunha, obispo emérito de Petrópo-lis, con fecha de 15/4/1953.

Valoración del censor eclesiástico

En la lectura de las sencillas y encantadoras páginas de Devo narrar minha vida no he hallado na-da que desaconsejase su publicación.

Estoy de acuerdo con la opinión de Fray Pacífico O.F.M. Cap.: la vida íntima de la Hermana An-tonia, en esta época infestada por el espiritismo, podrá tener la finalidad providencial de reavivar la devoción al Santo Ángel de la Guarda.

Porto Alegre, 13/6/1948. Mons. Nicolau Marx


Protesta

Las revelaciones de los dones sobrenaturales y de las virtudes de la Hermana Antonia que contiene este libro se ofrecen sólo a la fe humana, en conformidad con el decreto del Papa Urbano VIII, y en entera sumisión al juicio infalible de la Santa Iglesia católica.

San Leopoldo, Fiesta de la Inmaculada Concepción de Santa María, 1946.

Padre. J. Batista Reus, S.J.

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(Para alguno que se pregunte sobre los derechos de autor, le indico que, según las leyes brasileñas, dichos derechos vencieron hace 10 años).







Introducción a la primera edición

A principios del año 1944 enfermé tan gravemente que juzgaron conveniente administrarme los últimos sacramentos. Durante algunos días continué enfermo, sin mejoras sensibles. El miércoles de la semana siguiente, comencé una novena en honor del Sagrado Corazón de Jesús y de Sor Antonia - Cecy Cony (1900-1939)-, que había fallecido unos años antes, en San Leopoldo, después de una vida virtuosa: Pedía el favor de poder explicar, el lunes de la semana siguiente, la lección de Liturgia, asignatura de la que era profesor. En el caso de conseguir la realización de mi deseo, lo atribuiría a un favor de Sor Antonia. A pesar de ello empeoré el jueves y el viernes, y temí haber sido temerario en mi confianza. Sin embargo, el sábado mejoré y le pedí permiso a mi superior para poder dictar la lección, el lunes a su hora. Él se rió y me dijo que para eso sería necesario un milagro. Aquella misma tarde le comuniqué mi intención al Padre encargado de los enfermos, que era médico titulado. “¡Eso no puede ser!”, me respondió, y sólo se tranquilizó cuando supo que el Padre Rector ya me había concedido la preceptiva licencia. Ninguno de mis dos superiores conocía nada sobre la novena.

El domingo, cerca de 40 “júniores” (estudiantes de filosofía) de la casa de formación rezaron por mi intención, y el lunes, acompañado por el rosario de los “júniores” y protegido por Nuestra Señora, fui a explicar mi lección académica. Después de terminar la clase, dije que era Sor Antonia la que me había ayudado en mi rápida curación. Apenas salí del aula, me rodearon los “teólogos” (estudiantes de teología) preguntándome: ¿Quién es esa Sor Antonia? ¿Dónde está? Les di las explicaciones convenientes, satisfaciendo así la curiosidad de mis alumnos.

Ésta es la persona de cuya vida trata el presente libro. Escribió los recuerdos de su vida, obligada por la obediencia, tal como venían a su memoria, con cierta repugnancia y pidiendo una ayuda especial a Nuestro Señor. En cuanto terminaba uno de los seis cuadernos de que se compone el manuscrito, lo entregaba inmediatamente a las Superioras y ya no preguntaba más por él. Murió antes de concluir su biografía, que sólo alcanza hasta los 21 años, y pudo presentarse ante Nuestro Señor con la belleza deslumbrante de la inocencia bautismal.

El manuscrito fue leído por algunas personas. Lo encontraron de tal belleza que solicitaron repetidas veces su publicación para el bien de muchas almas. Los hechos referidos merecen el crédito de cualquier persona prudente y versada en estos asuntos. Cecy era inteligente y tenía una formación esmerada. Los informes de calificaciones del colegio le asignaban siempre el 1° o el 2° lugar. Como docente fue una profesora habilísima y así lo atestiguan sus superioras. Humilde, extremadamente sincera e inocente, nunca en su vida profirió una mentira ni ofendió a Nuestro Señor “queriendo”. Esta expresión nos da la clave para enjuiciar ciertas fragilidades exteriores que algunas personas apreciaron en ella. Era incapaz de inventar hechos místicos. Ni por la lectura, ni por cualquier otro medio ordinario pudo conocer los fenómenos de esa naturaleza que con tanta nitidez describe. Casi al final de su vida, al saber que había almas que nunca experimentaban la presencia sensible de Nuestro Señor, al recibir la Sagrada Comunión, preguntó asustada: “¿Ni en la Primera Sagrada Comunión?” La respuesta negativa le hizo llorar amargamente. Y exclamó: “Estas almas, en esta vida, no han llegado a conocer a Nuestro Señor”.

La vida de la difunta Hermana fue muy apreciada por el Padre Francisco Javier Zartmann, S.J., fallecido en 1946. Su parecer es de gran valor: Él fue durante muchos años el Superior de la Provincia de Brasil Sur de la Compañía de Jesús, Instructor de la Tercera Probación, experimentado Director Espiritual y Predicador de Ejercicios para muchos sacerdotes y religiosas. Hombre de juicio recto y sereno, fue un óptimo conocedor de los fenómenos místicos.

Ha sido necesario omitir algunos pasajes del manuscrito, relativos a la vida interior o a personas que podrían ser identificadas. Se han añadido títulos a los episodios que se relatan. Las referencias a los años de su vida religiosa las debemos a informaciones de personas que gozaron de la amistad y la confianza de la Hermana. El editor del libro fue Director espiritual de la Hermana Antonia, en los últimos años de su vida religiosa.

No podríamos concluir mejor esta sumaria introducción que cediendo la palabra al filósofo y conocido conferenciante Fray Pacífico, O.F.M. Capuchino, que leyó esta autobiografía:

“He leído con suma atención y vivo interés las páginas ingenuas y sinceras de Sor Antonia. Son el eco de un alma bella que se encontraría muy cómoda al lado de los amigos de San Francisco, Fray Junípero y Fray León, la ovejita de Dios, como lo llamaba el Padre Seráfico. Impresiona la intervención santificadora del Ángel de la Guarda, en relación sensible y casi continua con el alma virginal de una niña privilegiada. ¿Tendremos aquí la señal de una misión providencial para reavivar la fe en el dogma, tan importante y tan olvidado, del Ángel de la Guarda? Creo que un día, en el momento oportuno, la Santa Iglesia esclarecerá este punto, por medio de sus representantes autorizados. La misión de Santa Teresita, enseñando ‘el camino de la infancia espiritual’, no fue comprendida inmediatamente, pero Dios habló por boca de sus Pontífices y todas las dudas se disiparon. ¿Quién sabe si no hablará también, un día, de la misión angélica de Sor Antonia? Creo que debemos dar a conocer esa misión santificadora, e hicieron muy bien al mandar a la amiguita del Ángel de la Guarda escribir sus impresionantes e instructivas relaciones con su angélico ‘Nuevo Amigo’. Por mi parte, deseo fervientemente que se escriba, con la misma simplicidad y lealtad, todo lo que se sabe de Sor Antonia, cómo fue su vida y su muerte en el convento. Sólo así tendremos una idea completa de lo que fue Cecy y eso nos ayudará a formarnos un juicio sobre una misión tan oportuna y santificadora como es la intervención del Santo Ángel de la Guarda en nuestra vida. Por la boca ‘de los inocentes, de los niños’ Jesús revela a los hombres los tesoros de su infinito amor. A mí me encantaron las páginas de esa feliz niña. Llenaron mi alma del deseo de recurrir más a menudo a mi Ángel de la Guarda.”

Padre Joao Batista Reus, S.J.

Profesor emérito de Ascética y Mística San Leopoldo, Colegio Cristo Rey, 8 de diciembre de 1946. 

Preámbulo - El Padre del Cielo en el cuarto de mi querida madre

Mi buen Jesús, quiero cumplir Tu santísima Voluntad. Que yo, Vuestra criatura, glorifique Vuestro Nombre y, reconociendo todo lo que hicisteis por mí, Os ame aún más, Dios mío.

Tengo que contar todo lo que recuerdo de mi vida. Voy a hacerlo como me salga del corazón.

Considero mi vida como dos corrientes que se juntan: una, la Gracia Divina; otra, la miseria de la criatura. Nací el 4 de abril de 1900, y guardo recuerdos de mi infancia desde los 4 años. Me acuerdo muy bien de mi pequeña ciudad natal, Santa Victoria del Palmar, con sus extensos palmares; de la casa de mis padres; de los niños con los que jugaba; y hasta de la tarde del 2 de febrero de 1904, cuando, sentada en un peldaño de la escalera que daba al patio y jugando con el osito de fieltro, papá vino a llamarme: “Dedé , ven a ver al nene que ha llegado dentro de una cestita; la garza grande se lo trajo en el pico a mamá”. Era mi hermano Jandir.

Me acuerdo también de que, en ese tiempo (1904), ya tenía alguna idea del buen Dios. Recuerdo el crucifijo de peana que siempre estaba encima de una cómoda muy alta y que para mirarlo, Acacia, la buena ama negra que cuidó de mí hasta los 10 u 11 años, me levantaba, alzándome en brazos. También de un cuadro grande que representaba a la Santísima Trinidad que estaba colgado en una pared del cuarto de mamá; así como de una benditera de loza que representaba a la Inmaculada Concepción. Y esto es todo.

Yo conocía al buen Dios por el nombre de Papá del Cielo, y me acuerdo de que quien me habló de Él fue papá.

Cap 1 - Cuando el Padre del Cielo está contento

Un día que había una gran tempestad, papá estaba sentado en el canapé, leyendo alguna cosa. Los truenos y los relámpagos se sucedían. Despavorida, fui a refugiarme en papá, metiéndome entre sus rodillas. Fue entonces cuando papá me dijo: “¿Está lloviendo? Es el Papá del Cielo que está enfadado con los niños y con los mayores que no quieren ser buenecitos. Y cuando las criaturas son buenecitas el Papá del Cielo está contento y manda el sol”.

Esto es lo que sucedió. Y así fue cómo adquirí la idea del buen Dios. Y desde ese día hasta los 6 años, todos los días, después de despertar, mi primera preocupación era saber si brillaba el sol o si llovía. Y si llovía sin truenos, me imaginaba que el Papá del Cielo estaba triste, sin estar enfadado. Y casi siempre, o siempre, encontraba en mí misma la causa de la tristeza del Papá del Cielo: porque había dejado que Acacia hiciera mis deberes y la había llamado fea; o había llorado con una rabieta, porque quería ver al soldado bañar a Congo, el gran caballo que montaba papá; o había tenido una pataleta al comer y había tirado comida al suelo con la cuchara. Aquel día, que enfadada tiré comida con la cuchara al suelo, llovió con truenos.

Siempre, sin embargo, después de mis travesuras, sentía un gran disgusto por haber entristecido al buen Dios. Corría entonces al cuarto de mamá y, mirando hacia el cuadro grande donde se veía a Dios Padre con unas grandes barbas blancas, intentaba descubrir, en su santo rostro, si todavía estaba enfadado o triste; pero nunca, nunca, durante los casi tres años en que repetí esta escena, descubrí que el santo rostro del Papá del Cielo estuviese aún enfadado.

Y fue así como comencé a amar, a tener cariño al buen Dios, pensando dentro de mí: El Papá del Cielo es muy bueno y me quiere mucho; cuando me porto mal, a Él no le gusta, sí, pero yo le digo que ya no lo haré más y el Papá del cielo es otra vez mi amigo.

Jamás conté a nadie estas escenitas, que día tras día se sucedían. Pocas veces oía hablar de Dios, y antes de los 5 años no sabía rezar; aprendí en el colegio. Sabía que el buen Dios estaba en el Cielo y que todo lo que es bonito y bueno lo había hecho Él.

Cap 2 - El Padre del Cielo Crucificado y Su Santa Madre

Hasta este momento sólo conocía al Papá del Cielo de grandes barbas blancas como el algodón. No había oído hablar nada sobre el crucifijo; y, en mi ignorancia, no me gustaba mirarlo, porque sentía una especie de horror y de pena “de aquel Hombre” a quien no conocía.

En aquel tiempo (1904) la familia Reis residía en Santa Victoria, donde la más joven de la familia, doña Gloria Reis, que todavía vive, abrió allí un colegio privado. A mis hermanas mayores las matricularon en él, y creo que de ahí arrancaron las relaciones de mis padres con esa familia.

Cierto día, doña Mimosa Reis (madre de doña Gloria) vino a nuestra casa. Mi hermanito Jandir, con pocos meses de vida, estaba enfermo y mamá llevó a doña Mimosa al cuarto. A mí me gustaba mucho esa señora y en cuanto sentía su presencia corría a su encuentro y ya no me apartaba de ella. Así sucedió ese día. Oí la voz de doña Mimosa y fui a encontrarme con ella. Me acomodé en sus rodillas y me quedé con ella.

Doña Mimosa estaba sentada enfrente de la gran cómoda donde se veía, en el centro, el crucifijo con la cruz negra y el Santo Cristo tomó el crucifijo y me preguntó: “¿Dedé sabe quién es?”

No supe qué responder. Me hizo la misma pregunta, tomando la benditera de loza de la Inmaculada Concepción, pero tampoco sabía yo nada; pero cuando señaló el cuadro de la Santísima Trinidad, ¡ah, ahí sí conocía al gran Papá del Cielo, a quien yo entonces ya quería tanto!

Me acuerdo perfectamente, como si fuera hoy, de la primera leccioncilla que recibí, a los cuatro años, de aquella buena y piadosa señora, cuyo recuerdo jamás se ha borrado de mi memoria. ¡Que el buen Dios le dé una justa recompensa por el inmenso bien que hizo a mi alma!

Cuando yo le dije que el Padre Eterno era el Papá del Cielo, doña Mimosa, señalando al crucifijo, comentó: “Éste también es el buen Papá del Cielo. Dedé se llama Cecy y el Papá del Cielo se llama Jesús. Jesús vivía en el Cielo, que Él había hecho tan bonito. Y también fue el Papá del Cielo el que hizo esta tierra, donde Dedé vive. Él lo hizo todo para toda la gente. Y el Papá del Cielo dijo: ‘Si toda la gente es buenecita voy a llevarlos a todos al Cielo bonito, para que vivan conmigo’. Pero casi nadie quiso ser bueno y, por eso, en vez de ir al Cielo bonito, por castigo, tuvieron que ir a lo profundo de la tierra, lleno de fuego, donde vive el diablo malo".

“El Papá del Cielo, que es tan bueno, se entristeció por esa gente mala; entonces Jesús vino a vivir aquí a la tierra para pedirle a aquella gente que se hiciese buenecita y sólo hiciese lo que el Papá del Cielo mandaba. Pero a la gente no le gustó el buen Jesús. Le golpearon, se burlaron de Él, mandaron a los soldados que le prendieran, que hicieran una cruz así, como esa, aunque más grande, y que con unos clavos bien afilados y un martillo grande, clavaran al buen Jesús en aquella cruz tan enorme. Jesús murió, después volvió a vivir y se volvió otra vez al Cielo".

“Pero Jesús es tan bueno y además quería tanto a aquella gente mala que les dijo: ‘No hagáis el mal; si toda la gente y también las niñas como Dedé quieren ser buenecitas, yo las llevaré al Cielo hermoso, lleno de angelitos, que pueden volar como las mariposas’”.

Y doña Mimosa, tomando la benditera, continuó: “Y esta moza guapa es la Madre del buen Jesús; Ella es buena como su Hijo, y como Él, también se fue al Cielo”. Aquí acabó la lección, la gran y profunda lección que tan vivamente se grabó en mi alma infantil y que durante tres años me debía servir de guía.

Cap 3 - El primer gran dolor de mi alma

Cuando doña Mimosa, teniéndome todavía en sus brazos, quiso volver al sitio donde estaba antes, me abracé a su cuello sollozando profundamente. Creo que mamá se asustó y también doña Mimosa, porque no comprendían la causa de mis lágrimas. Acacia lo vio y me llevó a ver a Congo, el gran caballo que tanto me gustaba.

Fue éste el primer gran dolor de mi almita de niña. Sentía una gran pena por el buen Papá del Cielo, a quien quise mucho más desde ese día y al que siempre quise agradar, aunque cometiese miles y miles de faltas; pero ni una sola vez fueron voluntarias, sobre todo a partir del día de aquella santa lección.

El “pobre Papá del Cielo”, clavado en la cruz negra, tuvo, desde entonces, una gran atracción e influencia sobre mí. Ahora Lo amaba mucho más; y cada día iba muchas veces a colocarme al pie de la cómoda, sobre todo al anochecer, para que el Papá del Cielo no se quedase solo y para que no tuviese miedo de que le fueran a maltratar los soldados.

Muchas veces Acacia me sacó de allí, sorprendida de mi atracción por la cómoda, sin comprender jamás la verdadera causa. Aquella cómoda me atraía, a pesar del gran miedo que se apoderaba de mí con la semioscuridad del cuarto y el silencio que allí reinaba, pues a aquella hora casi siempre estaban todos en la galería. En una ocasión fui injustamente acusada a causa de mi favorito puesto de guardia.

Cap 4 - Las cajas de dulce de la cómoda

En 1905 papá hizo un viaje a Río y a su regreso trajo unas cajas grandes de frutas confitadas. ¡Con qué gusto saboreaba, sentada en la mecedorita, grandes bananas azucaradas o un gajo grande de naranja que papá me daba! Y cuando un dulce me gustaba más que los otros o era desconocido para mí, pensaba, en mi ignorancia infantil, que había tenido que ser la Mamá del Cielo la que los había hecho y se los había mandado a sus hijos de la tierra, por medio de aquellos ángeles bonitos que pueden volar como las mariposas. (En casa del capitán Bezerra había visto un cuadro que representaba al santo Ángel de la Guarda atravesando un puente con dos niños pequeños).

Pues bien, mamá guardó las cajas encima de la cómoda grande. Muchas veces, antes de la llegada de las cajas, solía arrastrar hasta allí la sillita alta, en la que me sentaba para comer en la mesa y que siempre estaba en la sala contigua al cuarto. La arrastraba hasta la cómoda, me subía en ella y así podía ver más de cerca las manos y los pies del Papá del Cielo, con aquellos grandes clavos que Le causaban tanto dolor. Justamente al anochecer se me ocurrió la idea de ir allí y subir a la sillita, sin haber pensado en ningún momento en las cajas de frutas. Acacia me encontró allí e, indignada, me agarró con una mano y con la otra mano tomando la sillita, diciendo: “Muchachita golosa, vas a meter la mano en los dulces y después nos echarán la culpa a Concepción (la otra criada) o a mí. No te preocupes, que yo voy a contarlo todo”.

Y me llevó a papá, que dijo: “Ahora veo que mi hijita se porta como los ratoncillos feos que les gusta hurtar a escondidas”.

Me quedé desconcertada. Hasta entonces no sabía lo que era una mentira ni una injusticia; mi limitadísima y apocada inteligencia no podía comprender cómo Acacia había podido decir lo contrario de la realidad. Es que a la buena ama le había confundido la apariencia. Sin embargo, en poco tiempo se olvidó el caso de las frutas y continué en mi puesto haciendo fielmente la guardia al Papá del Cielo, a Quien no olvidaba ni siquiera durante mis descansos.

¡Cuántas y cuántas veces me escondía detrás de la puerta y lloraba con sentimiento, por el gran sufrimiento del Papá del Cielo clavado en la gran cruz en que murió!

En verano mis padres tenían la costumbre de hacer visitas por la noche y casi siempre les acompañábamos nosotros. Jamás me sentí feliz en esos paseos, a pesar de que solía haber niños con los que jugar. Es que me acordaba, entristecida, de que el Papá del Cielo se había quedado solo y que ciertamente    estaba con miedo de los malos soldados.

Cap 5 - El Ángel

Estamos todavía en el año 1905. Era una tarde de carnaval. Mamá, en esa época, acostumbraba a disfrazarnos y, con otros niños, íbamos a pasear a la plaza, acompañados de Acacia y de Concepción.

Yo tenía verdadero terror de los enmascarados, con aquellas horribles máscaras que yo creía que eran sus verdaderos rostros; me parecía que eran seres sobrenaturales que vivían en lo profundo de la tierra, lleno de fuego, en aquel lugar del que me había hablado doña Mimosa.

Creo que ése fue el primer año en que acompañé a mis hermanas. Aquel gran alboroto de la plaza me asustó. La multitud de enmascarados, grandes y pequeños, saltando y dando golpes en el suelo con aquellas enormes vejigas llenas de aire, atadas con una cuerda en la punta de una vara, podría, a no haber sido por el auxilio del buen Dios, haberme resultado fatal; tanto fue el terror que sentí. Me agarraba a las otras niñas, que parecía que se divertían contentas. Acacia y Concepción, distraídas con sus compañeras (las criadas que acompañaban a las otras niñas), no me prestaban atención.

Entonces me vino a la cabeza, desorientada ya por el terror, la idea de huir de allí y volver a casa. No sabía el camino, me iría por la puerta grande, era todo lo que sabía; no pensé en lo demás. De hecho, me aparté del grupo y me encontré perdida en aquella plaza pequeñita, sí, aunque para mí era un mundo sin fin. No lloré, creo que por el miedo que me tenía aprisionada.

Aterrada, me acordé del buen Papá del Cielo al que yo había dejado en casa solito, y sentí un gran pesar por no haberlo traído conmigo. Pero sabía que el Papá del Cielo lo ve y lo sabe todo y que, con certeza, me estaba viendo allí sólita. Fue cuando un enmascarado grandullón, con una máscara horrible, cuyos ojos chispeantes veo, aún hoy, en mi imaginación, se me aproximó y me tomó de la mano. En ese momento casi muero del susto.

Di algunos pasos aferrada por su gran mano, cuando sentí realmente, sin ver nada, al Ángel que había visto en el cuadro de la casa del Capitán Becerra. Lo sentí tan real como sentía a mi lado al enmascarado grandullón. El Papá del Cielo lo mandaba para quedarse conmigo y llevarme a casa. Lo sentía realmente, sin verlo, pero como si Lo viese; tenía la certeza real de que Él estaba en el lado opuesto al del enmascarado. El enmascarado me soltó, dándome un tirón, y no lo vi más; se perdió en medio de la multitud.

Al terror que me había poseído hasta hacía un instante, le sucedió una tranquilidad dulce y calmada, por la confianza en mi “Nuevo Amigo”. Ya tenía ante mis ojos la puerta de la plaza, cuando veo a Acacia correr hacia mí. Si la hubiera visto antes de la llegada de mi “Nuevo Amigo”, ciertamente hubiera corrido hacia ella con la misma ansiedad con que ella se dirigía hacia mí. Mi calma probablemente le tranquilizó y nunca, ni Acacia, ni papá, ni mamá se enteraron de este episodio, y ésta es la primera vez que lo cuento.

Desde ese día de febrero o de marzo de 1905, el “Nuevo Amigo” me acompañaba siempre, siempre, por todas las partes, y hacía guardia conmigo al Papá del Cielo, al pie de la cómoda grande. Ya no tenía miedo de la semioscuridad del cuarto, pues sentía la dulce y alentadora presencia de mi “Nuevo Amigo”, como lo llamaba siempre, hasta que, a los 6 años, supe que Él era el Santo Ángel de la Guarda. Comprendí esto perfectamente; Él me hablaba, pero nunca oía su santa voz.

¡Fiel guardián de mi infancia y de mi juventud, cuánta añoranza siento ahora de Ti, mi santo “Nuevo Amigo”! Déjame llorar, no hago nada malo. Estas lágrimas te las ofrezco a ti, mi Fiel Guardián, en prueba de mi gran amor y de la gran nostalgia que tengo de Ti. Después de 30 años, ¿cómo Te has separado de tu hermanita y amiga? Pero Tú estás todavía conmigo, yo lo creo, a pesar de no sentir ya tu presencia y compañía santas desde el pasado año 1935. ¡Que al recordar todo lo que hiciste por mí, Te ame todavía más! Si no hubieras estado Tú, mi Santo Guía, ¡quién sabe si no hubiese ofendido voluntaria y gravemente, millares de veces, al buen Dios! Tantas cuantas veces cedí a mis caprichos y mis inclinaciones, estaba dispuesta a obrar el mal, ¡pero tu santa advertencia llegaba siempre a tiempo, impidiendo mi caída!

Cap 6 - El secreto de la cestita

Después del carnaval, papá dijo una tarde que iríamos al mar. Al día siguiente vi a Acacia, a Concepción y también a mamá, muy atareadas preparando ropas y paquetes.

¡Íbamos al mar! Esto me encantó. Mi “Nuevo Amigo” vendría con nosotros, estaba segura. Irían todos los de la casa, toditos; hasta el buen Abelino, el soldado que bañaba a Congo, iría conduciendo el break; papá se hospedaría en el cuartel y la casa quedaría cerrada. Estaba pensando todo esto mientras en una cestita iba colocando el osito de fieltro que me había regalado doña Mimosa y la muñeca grande, que únicamente quería entrar en la cestita sentada.

De repente, mi gran alegría se tornó en amarga tristeza: iba a ir hasta el osito. ¡Sólo el querido Papá del Cielo, el que me había dado a mi “Nuevo Amigo” que riñó con el enmascarado, se iba a quedar solito en casa, allá en el cuarto bien cerrado y oscuro! De buen grado me quedaría con Él, pero mamá no me lo permitiría, lo sabía con certeza. ¿Y si, en vez de la muñeca y el osito llevara al Papá del Cielo? Acacia me dio la cestita para la muñeca y el osito, pero yo llevaría el Papá del Cielo, sin que mamá o Acacia tuvieran que saberlo.

Fui al cuarto, arrastré la sillita alta hasta la cómoda y cogí en brazos a mi Gran Amigo; fui al guardarropa, saqué la capita de capucha y en ella envolví la cruz que tanto quería. Y así fue como el Papá del Cielo fue también a los baños de mar. Durante todo el viaje no me separé de la cestita. Cuando llegamos, la coloqué al pie de mi camita.

Nos quedamos muchos días en el mar y el Papá del Cielo estuvo siempre en la cestita. Después volvió a la ciudad y sobre la cómoda, sin que mamá ni Acacia se enteraran.

Cap 7 - Lágrimas de sentimiento

Al final de 1905 o mediados de 1906, papá fue trasladado a la guarnición de Jaguarao. Creo que aquí comenzó la segunda etapa de mi vida. Después de la llegada nos matricularon en el Colegio Inmaculada Concepción.

Me acuerdo de mi primer día de clase. Nos llevó Concepción. Nos recibió la Hermana Eugenia, tan buena y cariñosa, que enseguida me gustó. Nos llevó a su clase y mis dos hermanas y yo nos sentamos en el primer banco.

La Hermana Eugenia nos preguntó muchas cosas. Yo estaba admirada, nunca había visto una Hermana y creo que no quedó nada en la Hermana Eugenia sin que yo no lo hubiese observado.

Y lo que más me llamó la atención fue la cruz de paño negro que llevaba en el pecho, pero sin el Papá del Cielo. ¡Ah! ¡Y en aquella sala, pendiente de una pared, había un gran Papá del Cielo, muy grande, clavado en una cruz de mi tamaño! ¡Sus manos y sus pies tenían sangre, y en su pecho una gran “pupa” abierta! ¡Pobre Papá del Cielo!

Sentí una gran pena en el alma y me eché a llorar. La Hermana Eugenia procuró consolarme, atribuyendo mis lágrimas a la ausencia de papá y mamá.

Las niñas comenzaban a llegar y todos aquellos bancos quedaron casi llenos de pequeñas completamente extrañas para mí. Momentos después, la Hermana Eugenia me llevó a otra clase. Mis hermanas se quedaron allí.

Allá estaba sentada en su silla otra “chica”, vestida como la que me había traído, y luego descubrí que ésta también tenía la cruz de paño en el pecho. ¡Y en la pared, también había otro Papá del Cielo, colgado de una gran cruz! Y, además, ¡qué alegría!, allí estaba mi “Nuevo Amigo”, en un cuadro grande, igual que el del Capitán Becerra.

La querida Madre Rafaela iba a ser mi profesora. Ella me sentó en el primer banco; aquél iba a ser mi sitio. Mi “Nuevo Amigo” estaba a mi lado; no necesitaba buscarlo. Tímida y retraída por naturaleza, me quedé quietecita todo el tiempo.

Me gustaron el colegio y las bondadosas “chicas”, a las que papá me dijo que no debía llamar “chicas”, sino “Hermanas”. En poco tiempo ya sabía hacer la señal de la cruz, rezar el Padre Nuestro, el Ave María, el Credo y la bonita oración a mi “Nuevo Amigo”. Fue la Hermana Paulina la que nos la enseñó. Y fue allí donde aprendí que mi “Nuevo Amigo” era el Santo Ángel de la Guarda. La Madre Rafaela nos habló mucho del buen Papá del Cielo, pero ella nunca Lo llamó así, lo que me sorprendió mucho, pues siempre decía el “buen Dios”. Comprendí: El Papá del Cielo se llamaba Dios. Aprendí también que la Mamá del Cielo se llamaba María Santísima.

La Madre Rafaela nos habló después del buen Jesús, cuyo santo Nombre ya conocía por doña Mimosa. Nos habló del alma, del pecado horrendo, del cielo, del infierno y del purgatorio.

Guardé todo lo que cabía en mi menguada inteligencia: del resto ya cuidaría mi “Nuevo Amigo”.

Cap 8 - La Santa Hostia Blanca

Lo que me impresionó sobremanera fue lo que nos dijo la buena Madre sobre la “Santa Hostiecita Blanca”: que era el mismo buen Dios, el mismo Jesús que vivió y murió aquí en nuestra tierra.

Luego pensé: “¡Si yo pudiera tener conmigo al buen Jesús escondido en la Hostiecita” ¡Ah! ¡Ahora yo cambiaría, sí, de buen grado, la Crucecita negra, con el Papá del Cielo clavado en ella, por la Santa Hostia blanca, que es el Papá del Cielo vivo, de verdad, mientras que el Papá del Cielo de la Crucecita es sólo su retrato!

Sé que amé mucho, mucho, a la Santa Hostia Blanca. Los domingos y fiestas de guardar me encantaban: iba con las Hermanas y las niñas a la iglesia, a rezar a la Santa Hostiecita.

Pasaron algunos meses. Ya sabía leer sólita. Un día apareció la Hermana Irene por nuestra clase y dijo: “Quien no haya hecho la Primera Comunión que levante el dedo”.

Me llené de gozo, ya había oído hablar a la buena Madre Rafaela de la Primera Comunión. ¡El buen Jesús se quedaría siempre, siempre conmigo en mi corazoncito! Fue lo que pensé en aquel momento. Y yo también levanté mi dedito.

La Madre Rafaela tomó mi dedito en el aire, sacudió la cabeza y habló con la Hermana Irene. Después, la Madre Rafaela, dirigiéndose a mí, dijo: “Cecy es todavía muy pequeña, todavía tiene que esperar hasta el año que viene; además, ¡papá no le va a dejar! ... Pero puedes ir con la Hermana Irene y las otras niñas, ¿lo has oído?” La Madre Rafaela sólo daba licencia para que yo asistiera al catecismo.

¡Qué gran decepción en el alma! ¡Quién sabe si tal vez no sentí un gran dolor! Me quedé triste y, por primera vez, me sentí infeliz. Pensé: “La Hermana Irene quería”. Después me di cuenta; ella incluso había dicho: “Tú, se lo pides a papá, ¿no?” ¡Sin embargo la Madre Rafaela, que era más amiga mía que la Hermana Irene, no me quería dar al buen Jesús!

Una queja bien dolorida salió de mi corazón a mi “Nuevo Amigo”, que estaba allí, quietecito, sin decir nada, pero viéndolo todo.

Mi querida Madre Rafaela, ésta es la queja que tuve de Usted, durante largos años. Queja injusta, es verdad, pero que nacía de un corazoncito que os quería mucho, que no comprendía vuestras santas intenciones y que amaba ya mucho a “la Santa Hostia blanca”, que Usted misma, mi buena Madre Rafaela, me enseñasteis a conocer y amar.

Cap 9 - La espina punzante

Fui al catecismo con la Hermana Irene. Cada día deseaba más al buen Jesús en mi corazón. Sentí un gran terror del pecado, que tanto disgustaba y entristecía al buen Dios. Todos los días, al levantarme, le decía a mi “Nuevo Amigo”: “Mi ‘Nuevo Amigo’, santo Ángel de la Guarda, ten mucho cuidado hoy conmigo y no me dejes disgustar al buen Dios. Amén”.

Esta oracioncilla la compuse yo misma y la he repetido durante toda mi vida, a partir de aquel tiempo del catecismo, desde el día en que sor Irene nos habló de que el buen Jesús murió por los pecados de todos los hombres. Y lo que más se grabó en mi alma de niña fue: “Cada pecado que la gente comete es una espina grande que la gente clava en la Santa Cabeza del buen Jesús”.

Cuando recibimos a Jesús en nuestro corazón, si después cometemos un pecado, echamos al buen Jesús de nuestro corazón a empujones, y dejamos que el demonio entre”.

Estas palabras, que se grabaron claramente en mi alma, despertaron en mí un verdadero horror al pecado. ¡Ah! Incontables veces estuve a punto de clavar una “espina grande” en la Santa Cabeza de Nuestro Señor, pero mi “Nuevo Amigo” llagaba siempre a tiempo de impedirlo; de ahí la dulce y segura confianza que en Él tenía.

Cap 10 - Los melocotones

Una tarde fuimos, con otras niñas, a pasear al campo con Acacia y Concepción. Acacia llevaba dinero para comprar frutas y nosotras llevábamos las cestitas. Íbamos a una casa de campo que conocía Abelino, el buen soldado que se trajo papá de Santa Victoria. Abelino le enseñó el camino a Acacia.

Llegamos a la casa de campo. Un hombre con una azada al hombro, nos indicó que entráramos. Inmediatamente corrimos con Abelino, Acacia y Concepción. Y mientras el hombre tomaba las frutas, sin que nuestros tres guías se apercibiesen, las niñas tomaban grandes melocotones y ciruelas y los metían en sus cestitas. Yo las vi; sus cestitas estaban casi llenas, sólo la mía estaba vacía.

¡Yo estaba justamente junto al tronco de un melocotonero!... ¡aquí un melocotón grande!... ¡allá otro!... ¡y otro más! ¡y todos al alcance de mi mano! ¿Por qué no podía yo también juntarlos? Alargué el brazo para tomar la fruta y mis dedos tocaban ya un melocotón grande aterciopelado, cuando noté la advertencia suavísima y tranquila de mi “Nuevo Amigo”. Mi brazo levantado fue bajado por una “Mano invisible”, sí, pero la sentí de forma tan real como si alguna de las personas que podía ver me hubiese tocado. Era la voz de mi “Nuevo Amigo”, la comprendía mejor y más claramente que cuando me hablaban Madre Rafaela, sor Paulina o sor Irene, a quienes yo veía.

Me arrepentí inmediata y dolorosamente, sí, del feo y gran pecado que estuve dispuesta a cometer y una inmensa pena por el buen Jesús me hería el corazón, como una gran espina que estuviese a medio clavar en su Santa Cabeza. De noche, en la cama, lloré amargamente, después de haber pedido perdón al buen Jesús, a Nuestra Señora y a mi “Nuevo Amigo”. (Este tratamiento de “Nuevo Amigo” lo seguí empleando hasta los 14 años).

En otra lección de catecismo, sor Irene nos había hablado de un niño pequeño que, al morir, fue al purgatorio porque mentía y se le apareció entonces a una hermana suya mayor, enseñándole la lengua acribillada de alfileres y, en cada uno de ellos, una culebrilla enroscada que continuamente le picaba la lengua. Hasta este momento ignoraba lo que era una mentira y, por eso, no comprendí el motivo del gran castigo de aquel niño pequeño. Aún así, pensé que el pobrecito había debido de cometer un gran pecado para ser castigado tan horriblemente. Sin embargo, mi “Nuevo Amigo” me dio la explicación.

Cap 11 - El vaso roto

Acostumbrábamos a ir todas las tardes, con Acacia y las niñas del vecindario, a un tambo a tomar leche. Cada una de nosotras llevaba su vaso envuelto en una servilleta. Yo tenía un vaso verde muy bonito adornado de estrellitas y con el asa dorada, que me había regalado el Capitán Barcelos.

A C., una de mis compañeras, le gustó mucho mi vasito y me dijo: “Dame tu vaso y toma la leche en el mío”. Acacia, sin embargo, intervino diciendo: “No, señora, cada una bebe en el suyo”. C. no dijo nada y hasta parecía que estaba de acuerdo.

Anduvimos todavía una manzana, más o menos, cuando C. se vuelve hacia mí y, dándome un fuerte tirón de la servilleta, consiguió que el vaso cayese al suelo y se hiciera añicos. Con la misma rapidez que hizo esto, corrió hacia Acacia, que entonces iba un poco apartada de nosotras por lo que no vio lo que había pasado, y le dijo: “Acacia, Cecy, de rabia, porque no le has dejado cambiar el vaso conmigo, lo ha tirado al suelo a propósito, y lo ha roto”.

Acacia, naturalmente, se enfadó y dijo: “Muy bonito, niñita descarada, pues ahora te quedas sin vaso y no tomas leche, sólo las otras tomarán y tú te chuparás el dedo".

Yo no comprendía la mentira de mi amiga y, en el mismo momento, pues todo sucedió tan rápido, una especie de indignación y de rebelión me empujaba a hacerle lo mismo que ella me había hecho, rompiendo también su vaso. Entonces, mi “Nuevo Amigo” entró en acción y detuvo mis pasos de la misma manera que había impedido el hurto de las frutas. Y vi claramente la santa advertencia de mi “Nuevo Amigo”: la pobre C. había cometido dos grandes pecados: el primero, no podía entenderlo (el romperme el vaso), el segundo, ¡ah! fue la mentira, el mismo pecado por el que fue castigado aquel niñito con los alfileres y las culebrillas en la lengua. C. había mentido a Acacia, y ésta creyó que la cosa sucedió como ella se lo había dicho.

Ahora sabía perfectamente lo que era una mentira. “Ya lo sé: yo rompo un vaso y después le digo a mamá que no fui yo”.

Llegamos al tambo y no sé por qué me olvidé de decirle a Acacia que yo no había sido la que rompió el vaso. Y es que mi “Nuevo Amigo” estaba allí y yo respetaba su presencia más, inmensamente más, de lo que respetaba la presencia de Madre Rafaela, sor Irene, sor Paulina, en fin, de todas la buenas Hermanas que eran para mí la suprema autoridad. De todos modos, Acacia siempre me trataba bien y me dio leche en el vasito de mi hermana.

Y fue así cómo mi “Nuevo Amigo” impidió que yo llevara a cabo aquella fea y baja venganza.

Mi Santo y Fiel Guardián, si yo fuese a contar todo lo que has hecho por mí, ¡ah!, no me bastaría un cuaderno grande y gordo.

Cap 12 - El poni

Si no hubiera sido por el gran respeto que me infundía la santa presencia de mi “Nuevo Amigo”, creo que hubiera adquirido, ya en mi infancia, modos poco convenientes, poco o nada modestos. Sabía perfectamente que, cuando estaba en presencia de las Hermanas o de personas extrañas a quienes respetaba, debía estar en postura correcta. Y, aunque lo hacía bien, todavía me esmeraba más en eso cuando estaba sola, pues me sentía más directamente observada por mi “Nuevo Amigo”. Hasta los 8 años, fue siempre Acacia la que me vestía, me bañaba, me peinaba, me acostaba y me levantaba, pero, como yo era poco hábil y mañosa, todavía a los 10 u 11 años no prescindía del todo de sus servicios. Muchas veces, sobre todo al levantarme, cuando al ponerme por ejemplo las medias, adoptaba una posición inconveniente o no me preocupaba de que el vestidito estuviese bien estirado, allí estaba siempre a tiempo la advertencia de mi “Nuevo Amigo”; y, sin haberlo visto jamás, sentía tan vivamente su presencia y su reprobación que, avergonzada, cerraba los ojos como si temiera ver su santo rostro mirándome con severidad.

Esta escena se repitió innumerables veces, estando sola o en las más interesantes diversiones. Con la gracia del buen Dios, no recuerdo haber desoído las advertencias santas de mi “Nuevo Amigo” ni una sola vez, a pesar de que muchísimas veces tuve necesidad, sin saberlo, de violentar mi naturaleza      rebelde y llena de malas inclinaciones.

En cierta ocasión, hubo una fiesta militar gaucha en la invernada, y papá nos llevó. Me quedé encantada cuando vi que allí se podía montar a caballo. Lo hacían las señoras y los niños. Nunca había montado a caballo, a no ser alguna que otra vez que papá me había sentado en Congo. Allá, en la fiesta, sin embargo, iba a pasear a caballo.

El Teniente P. se ocupó de mí y me trajo un bonito poni. Yo estaba en el colmo de la alegría. Él me montó en el poni como si fuera un niño y ya le había tirado de las riendas cuando escucho y percibo la advertencia de mi “Nuevo Amigo”, tan vivamente como oía y sentía al Teniente P.

Mi “Nuevo Amigo” reprobaba mi paseo. Sentí su brazo que me bajaba suavemente del caballo como había sentido, antes, al Teniente levantándome. Y ya en el suelo, le dije: “Ya no me apetece pasear”.

El Teniente se quedó admirado de mi “agilidad” y le contó la anécdota a papá quien me trató de miedosa y tontina. Me hubiera encantado pasear a caballo, sí, pero prefería más, mucho más, tener contento a mi “Nuevo Amigo”.

Cap 13 - El ramo de rosas blancas para Nuestra Señora

Se aproximaba el mes de octubre y no había obtenido permiso para hacer la Primera Santa Comunión. Varias veces sor Irene me mandó esperar a la buena Madre, después de las clases, para que me concediera la licencia anhelada. Sin embargo, la respuesta siempre era una evasiva.

Es verdad que mi aspecto exterior, digo, mi físico poco desarrollado, parecía el de una niña de unos 4 ó 5 años; creo, con todo, que la verdadera causa de esa prohibición era que yo no era casi nada, o incluso nada inteligente, o mejor todavía para decirlo franca y sinceramente, no era nada más que una “boba”. ¡Oh! Pero a pesar de todo ¡yo sabía tan bien Quién era la Santa Hostia blanca, y la quería tanto, tanto! ¡Si mi buena Madre Rafaela hubiese sabido que todas las noches, después de que la luz se apagaba, metía la cabeza bajo la almohada para que no se oyeran mis sollozos y lloraba con mucho sentimiento, porque no iba a recibir la visita de mi Gran Amigo, mi Papá del Cielo, el bondadoso Jesús, que había sido tan maltratado sólo para llevarme un día al bonito Cielo!

Y mi “Nuevo Amigo” era mi único confidente; allí estaba él, bien despierto, porque nunca tenía sueño, yo lo sabía; a cualquier hora de la noche en la que me despertase, allí estaba Él, a mi lado. Me sentaba entonces en la cama y le contaba el motivo de mis lágrimas y acababa suplicándole que intercediera por mí ante la buena Madre que ella, con certeza, haría todo lo que Él, el Santo Ángel, le pidiera. Y así, siempre en la dulce esperanza de que la buena Madre me daría el permiso, acababa por dormirme.

Una noche, cuando, ya en la cama, comencé a llorar, me senté, como acostumbraba, para confiar mi queja a mi “Nuevo Amigo” y pensé: “¡Ah!, ¿y por qué no le he pedido todavía nada a la Santa Madre del buen Jesús, a Nuestra Señora, como decía sor Irene, a la buena Madre del Cielo?” Ella se lo había de mandar a Madre Rafaela.

Al día siguiente, de mañana, después de despertar, salté de la cama y me fui a arrodillar al pie de la cómoda, que ya no estaba en el cuarto de mamá, sino en el cuarto contiguo al mío. Todavía no había crecido bastante como para llegar a la cómoda, pero no importaba, podía ver la benditera con Nuestra Señora. Todavía conservo en la memoria mi “improvisada oración”: “Querida y buena Señora Nuestra, tengo muchas ganas de que vuestro Hijo Jesús venga también a quedarse en mi corazón. Pero la Madre Rafaela no le quiere dejar, porque yo soy demasiado pequeña. Haga la Señora que yo crezca hoy un pedazo grande y mande a la Madre Rafaela que lo vea. Yo tengo en la hucha ocho “platitas”  de mil reales que he ahorrado para comprar el muñequito negro que está en el escaparate de la ‘Tienda de las Chicas’. Si Madre Rafaela lo permite, yo ya no compraré el muñeco. Con todo el dinero compraré un ramo de grandes rosas blancas, allá en Artigas, para adornar vuestro altar en la iglesia. Amén”.

Mi “Nuevo Amigo” estaba allí conmigo y yo sabía muy bien que Él también quería que Nuestro Señor viniese a mi corazón. Después de haberle rezado así a Nuestra Señora, volví a mi cuarto y poco después vino Acacia. Fui al colegio. Me parece que ese día la Madre Rafaela no vio que “hubiera crecido”, porque no me dijo nada. (Yo estaba totalmente convencida de que Nuestra Señora me haría crecer).

Al día siguiente, la Madre Rafaela tampoco me dijo nada y pasó un día más, y otro, y otro. Por fin, decidí ir, otra vez, a pedírselo en persona a la buena Madre.
Al terminar las clases, fui a colocarme en la puerta por la que tenía que pasar. Mi corazón latía con tanta fuerza que creí que no conseguiría hablar. Pero allí estaba mi “Nuevo Amigo” para enseñarme a pedir.

No necesité hablar; la Madre Rafaela habló antes que yo y dijo: “Ya sé lo que quiere Cecy. Pues bien, si papá te da permiso, la Madre también te lo da”.

Si no hubiera sido por el gran respeto que me infundía mi querida Madre, creo que hubiera hecho como acostumbraba con papá, mamá o Acacia cuando satisfacían mis deseos: abrazarla y acariciarla de mil maneras. Pero a la Madre sólo podía decirle: “Sí, Señora, estoy muy agradecida”. Papá hacía todo lo que yo quería, esto lo sabía, y si papá quería, mamá también. Y así fue.

Aquel día, como ya era tarde, no pude ir a Artigas para comprar las rosas para Nuestra Señora. Entonces, me fui a la cómoda y le pedí a Nuestra Señora que esperara hasta “mañana”. Tomé la benditera y la besé muchas veces, como para expresarle con esto a la buena “Madre del Cielo” mi gratitud por haberme hecho crecer un pedazo tan grande. (No sé si crecí de verdad, sólo sé que estaba convencida de que había crecido y que, por eso, la Madre me había dado el permiso).

Al día siguiente cumplí mi promesa. Acacia me llevó a Artigas. Sólo le dije que quería comprar aquellas rosas grandes blancas para llevárselas a Nuestra Señora, a su altar de la iglesia. Abrí la hucha, que era un Arca de Noé, y todo el dinero que había dentro me lo metí al bolsillo.

¡Qué feliz me sentí, cuando a la vuelta, sentada en la barca con Acacia, atravesaba el río con el lindo ramo de rosas blancas! La dependienta de Artigas había dicho: “El ramo quedaría más bonito con “príncipe negro” y “reina de Persia”. Acacia era también del mismo parecer. “No, señora, yo sólo quiero rosas blancas”, le dije. (Es que yo le había prometido a María Santísima lindas rosas blancas, un ramo sólo de rosas blancas). Y así fue.

El Padre Domingo estaba en la Parroquia y colocó el ramo de rosas blancas para la Mamá del Cielo en un jarrón grande. Me sentía feliz, inmensamente feliz. A la noche, cuando ya me iba a acostar, me senté en la cama, ya no para quejarme a mi “Nuevo Amigo” de la Madre Rafaela, sino para preguntarle si a Nuestra Señora y a Él también les había gustado el ramo. El “Arca de Noé” estaba vacía y yo ya no tendría el lindo muñequito, negro como el carbón, que tanto deseaba. Comenzaría a juntar, de nuevo, las “platitas" que me diera papá. Entonces, le pedí a mi “Nuevo Amigo” que no permitiera que otra niña comprara el muñequito negro hasta que yo tuviera todo el dinero.

Pero, como la primera vez, cuando el “Arca de Noé” tenía una cierta cantidad de “platitas”, esta vez de nuevo se vació, no para eso, para comprar el muñequito, sino para comprar otra cosa, que me dejó tan feliz como el día de la compra de las rosas blancas. Este hecho lo relataré más adelante.

Cap 14 - La primera confesión

Pasaron algunos días. Sabía, porque la Hermana Irene nos lo había enseñado, que debíamos preparar muy bien nuestro corazón y dejarlo muy hermoso para la visita del buen y tan querido Jesús. Ansiaba la primera confesión, para que mi corazón y mi alma quedaran más blancos que el lindo vestido blanco que mamá había mandado hacerme ya.

Al fin, llegó el día de nuestra primera confesión. Me confesé con el Rector del Liceo, el Padre Dr. Luis Lembrecht.

Ya la víspera, sor Irene, muy celosa, nos llevó a una sala vacía, nos dio un papel y nos dijo que, con el catecismo, podíamos buscar los pecados. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí, pero no me decía nada. Yo pensé: “me gustaría más estar sola con mi “Nuevo Amigo”. Lady, una de mis compañeras, estaba a mi lado, y no se quedaba quieta. Constantemente me preguntaba, apuntando con el dedo hacia uno de los pecados del catecismo: “¿Cecy, tú vas a escribir este pecado?” Yo le respondía siempre: “Sor Irene dice que la gente solamente dice los pecados al Padre, pero yo los voy a escribir, sí, así se recuerdan mejor”.

Me parece que sor Irene vio que Lady no paraba quieta y la llevó a otro banco. ¡Qué bien, me quedé sola en el banco con mi “Nuevo Amigo”! Pensaba y pensaba. Le pedí a mi “Nuevo Amigo” que me ayudara para hacer, bien hecha, mi confesión. Y, después de leer los pecados contra cada mandamiento, pensé: “Aquí hay muchos pecados, unos que yo he cometido, otros no sé si los he cometido, y otros no entiendo lo que quieren decir. ¡Qué cantidad de espinas clavadas en la cabeza del buen Jesús!” Sentí una pena muy grande del “buen Papá del Cielo” y, como quería consolarlo, Le prometí, esforzándome mucho para no llorar: “Nunca, nunca más seré mala, no quiero cometer ni un solo pecado más; yo siempre quiero cometer pecados, y es mi “Nuevo Amigo” el que no me deja y cuida de mí”.

La Hermana Irene, que lo observaba todo, se me aproximó y me dijo: “¡Pero Cecy, las otras están ya casi terminando y tú todavía no has comenzado!” Comencé, entonces, pero con la intención de escribir todos los pecados del catecismo. “Nuestro Señor sabe los pecados que he cometido y los que no he   cometido. Así no queda nada en mi corazón, ni una manchita, y mi alma queda blanca como la Santa Hostia blanca que yo voy a recibir”.

Cuando terminamos, la Hermana Irene nos dio un sobre, dobló el papel de cada una, lo metió en el sobre y lo cerró. Después escribimos nuestro nombre en él y la Hermana Irene los guardó todos para el día de la confesión. Me marché a casa, y apenas podía esperar hasta el día siguiente. La Hermana Irene había dicho: “Mañana, a las dos, vosotras haréis la primera confesión”. Y así fue.

Llegó finalmente el gran momento. No sé cuántos sentimientos distintos experimenté. No fui la primera, la Hermana Irene era quien lo decidía. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí conmigo, e iría junto a mí. Repetidas veces recé el Acto de Contrición con mucha, con muchísima pena de haber sido tan mala con el Papá del Cielo.

Llegó mi turno; tenía un gran papel lleno de pecados, de las grandes espinas con que había herido la Santa Cabeza de Jesús. Y allí estaba yo en el confesonario, con el corazón latiendo frenéticamente. Ansiaba confesarme. Comencé a leer, a leer mis pecados. Pero, de repente, el Señor Padre me interrumpió y me pidió el papel. Se lo di. No me lo devolvió. Hice el resto de la confesión sin papel. El Padre iba repasando los pecados, y yo decía si los había cometido. Aún sin papel, que antes me parecía a mí que era indispensable, sé que hice una excelente confesión, pues sentí una felicidad tan grande como nunca hasta entonces había sentido.

Escuché, al salir del confesonario, que el Señor Padre se reía, y esto me alegró aún más porque pensé: también él está contento con mi felicidad. Sólo más tarde comprendí que, una vez más, había sido una bobita.

Al llegar a casa, a la tarde, no fui a jugar a la calle como de costumbre y tampoco quise ir al tambo, a donde tanto me gustaba ir. Y es que tenía miedo de echarme alguna manchita en el alma, ahora tan blanca y bonita como el velo, la guirnalda o el vestido blanco que ya estaban guardados en el armario. Me pasé todo el resto de la tarde sentada en la sillita mecedora, al pie de la gran cómoda, rezando el    acto de contrición. Nadie estuvo conmigo, sólo mi “Nuevo Amigo”, que tampoco quiso ir al tambo.

Acacia, al volver del tambo, dejó claro que no se había olvidado de mí: me trajo leche en mi tacita azul con una ovejita pintada, que mamá me había comprado después de que me rompieran el vaso.

Cap 15 - La presencia viva de Jesús en el alma

La gran fecha, el 17 de octubre, se aproximaba lentamente. Hicimos todavía una segunda confesión. Esta vez sor Irene me había dicho: “Mira, Cecy, la gente no se confiesa de todos los pecados que vienen en el catecismo, sino sólo de los que recuerda que realmente ha cometido”. Yo ya sabía esto, pero pensaba que sería mejor confesarse de todo; sin embargo, no le dije nada a la Hermana Irene. Ya    estábamos, finalmente, en la víspera del Santo Día. Sor Irene cuidó muy bien de nosotras. Y, cuando volví a casa, me quedé mucho tiempo al pie de la cómoda, sentada en la sillita mecedora, para preparar, como había dicho sor Irene, las oraciones que debíamos rezar en común antes y después de la visita de Nuestro Señor. Todavía no sabía leer con desenvoltura y sin señalar con el dedo la palabra que leía. Sor Irene quería que no lo hiciera. Y yo quería rezar muy bien para recibir a Nuestro Señor, sin equivocarme en una sola palabra.

¡Ah! y en el lindo librito “La Llave del Cielo”, todo de hojitas doradas, que me regaló mi querida Madre Rafaela, tenía escrito en la primera hoja con una letra muy bonita: “Recuerdo de tu amiga la Madre Rafaela”. Este librito lo conservé muchos años, hasta ya moza. Más tarde se lo regalé a mi hermana Adayl, después de haber copiado cuidadosamente la hoja de aquella dedicatoria que tanto me gustaba: ¡Madre Rafaela era mi amiga! ¡Cómo me agradaba este pensamiento! Y, como si la Madre hubiese adivinado la alegría que sentí, de pequeña, por tener una amiga santa, doce años más tarde, cuando ella dejó Jaguarao, le dio a su Cecy, ya con 18 años, una estampa con la misma dedicatoria. Esta estampa todavía la conservo, hasta hoy.

¡Mi buena y santa Madre, nunca he olvidado todo lo que le debo! El buen Dios le recompensará todo el inmenso bien que Usted hizo a mi alma.

Al fin llegó el 17 de octubre, la fecha santa, una fecha para mí infinitamente feliz, la fecha en que conocí de cerca, más que de cerca, en mí misma, a mi buen Jesús, el bondadoso Papá del Cielo, a quien, algunos meses antes, sólo conocía por el cuadro grande del cuarto de mamá y por el querido Crucifijo de la cómoda grande.

Mi buen Jesús, ¡cuánta añoranza siento de la pequeña “Dedé”, infinitamente feliz en aquel Santo Día! ¡Fue la primera vez, Dios mío, en la que sentí real y vivamente en mí misma Vuestra Santísima Presencia! Así era como yo Os esperaba, Jesús mío, y no me engañé. Sabía que Os sentiría en mí misma, no como sentía a mi “Nuevo Amigo”, sino como si Vos, Dios mío, fueseis yo misma y como si yo misma fuese Vos. Vos en mí y yo en Vos. ¡Vuestra alma en mi alma, Vuestro Corazón en mi corazón! ¡Dos almas en una sola! ¡Dos corazones, un solo corazón! ¡El Omnipotente Dios y su pequeña y miserable criatura! ¡Cómo Os amé en aquel santo momento, y cómo me amasteis Vos, Gran Dios, no lo acierto a describir! ¡Solamente nosotros, Jesús y su “Dedé”, lo podremos saber!
Bondadoso y fidelísimo Jesús, han pasado ya 30 largos años y todavía nos amamos mucho, hoy infinitamente más, ¿no es así, Dios mío? Desde aquel día he sentido siempre, siempre, vuestra Santísima Presencia en mí, hasta el año pasado, cuando dejasteis a vuestra pequeña sierva inmersa en el más doloroso abandono, en la más dolorosa soledad. Sin embargo, cúmplase en todo Vuestra Santísima Voluntad en vuestra criatura. Es verdad que ya en el noviciado Os escondíais algunas veces de mí, pero breve, mucho más brevemente, y yo os encontraba.

Cap 16 - El juramento de fidelidad en el día de la Comunión

En el santo día de mi Primera Comunión, 17 de octubre de 1906, después de haber vuelto a casa, teniendo conmigo no solamente a mi “Nuevo Amigo”, sino más íntimamente al Gran y Divino Huésped, deseé ardientemente encerrarme en mi habitación y quedarme allá con mi Dios; ¡tenía tantas cosas que decirle, que pedirle! ¡Quería abrirle mi corazón y hacerle tantas promesas, tantas declaraciones de amor! ¡Ah!, pero allí estaba ya Acacia para llevarme a casa del abuelito y de la madrina. Fui, sí, pero rápida, muy rápidamente estaba de vuelta. Después de que Acacia me quitara el vestido, el velo y la coronita de flores, a petición mía, me puso un vestidito de domingo, porque pensé: tengo una Gran Visita.

Rápida, corrí al cuarto y heme allí quietecita, seria, con mucho respeto, con modales delicados, sentada en la silla, para amar, para amar mucho, mucho a mi Dios. Me abrazaba a mí misma, pues dentro de mí abrazaba a Jesús. Le hice mil promesas de amor y de fidelidad en mi forma de hablar infantil, pero sabía que Jesús me comprendía muy bien, mejor que papá y que mamá.

Y yo sentía en mí muy vivamente a mi Dios, de un modo muy diferente al de mi “Nuevo Amigo”. Era como si yo misma fuera el buen Jesús. Él, mi Divino Huésped, me escuchaba sin cansarse. Y yo, sin oír su Santa Voz, escuchaba atenta y con mucho amor lo que Jesús quería de su pequeña sierva: “Que no cometiera nunca, nunca, un solo pecado, para que Él, Jesús, ni una sola vez, ni un solo minuto, pudiera separarse de mí”.

Y levantándome de la sillita, me puse de rodillas y, haciendo una cruz con los dos dedos índices, besé, con mi simplicidad de niña, esta cruz y con una firmísima resolución dije: “Querido y buen Jesús, yo te juro, Señor, que no quiero cometer nunca ni un solo pecado”. Fue mi primer juramento y el único que he hecho en este mundo. Tal vez no comprendía el inmenso compromiso que asumía, no lo sé. Sólo sé que lo hice movida de un gran deseo de no ofender jamás al buen Dios. Hasta hoy, he guardado este juramento en secreto, en mi corazón. Jamás se lo he revelado a nadie; lo hice con Jesús en mí y con mi “Nuevo Amigo” a mi lado. Lo desvelo en este momento. Jesús, el buen Jesús, aceptó y guardó en su Sacratísimo Corazón el juramento de una criaturita débil y ha cuidado con su Gracia que ese juramento jamás haya sido violado hasta la fecha presente.

Dios mío, continuad cuidando de vuestra pequeña esposa. Guardad encerrado, en Vuestro Sacratísimo Corazón, este juramento que Os hice con tanto amor y sinceridad, hasta mi último suspiro.

Por mi corta inteligencia, algunas veces comprendía al revés las explicaciones de las queridas Hermanas en las clases de religión. No sé cómo adquirí la convicción errónea de que, cuando recibíamos a Nuestro Señor en la Sagrada Comunión, manteníamos la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo en nosotros (esto quiere decir por la conservación de las especies, de la santa Hostia) hasta que cometíamos el primer pecado después de la recepción de la Sagrada Comunión. Esta convicción, a pesar de ser errónea, me hizo un inmenso bien, pues adquirí un mayor horror todavía al pecado, convencida como estaba, de que con un solo pecado perdería a mi Divino Huésped; ¡y perder a Jesús, jamás! Lo perdería todo, todo, hasta a papá y a mamá, que lo eran todo para mí, antes que a Jesús.

Cap 17 - El primer Rosario improvisado

Hasta entonces conocía poco a la Santa Madre de Jesús. Sin embargo, después del episodio de las “Rosas blancas” y de que Nuestra Señora abogara tan bondadosamente por mi causa para la Primera Comunión, ¡ah! y por una grandísima gracia del buen Dios, comencé a amarla más, mucho más. Después del Ave María, la segunda oración que aprendí con la Madre Rafaela fue:

“¡Acordaos de que os pertenezco,
Tierna Madre, Señora Nuestra!
¡Ah! Guardadme y defendedme 
Como propiedad Vuestra”.

Siempre he rezado esta oración, por la mañana y por la noche, hasta después de entrar en el convento. Aprendí también a hacer pequeños sacrificios por Nuestra Señora. Y sentí una gran alegría cuando la Madre Rafaela nos enseñó a rezar el Santo Rosario. Volví a casa radiante. “La Llave del Cielo”, el librito que me regaló la Madre Rafaela, decía claramente cómo se debía rezar. Los Padrenuestros, las Ave Marías, el Credo y la Salve los sabía de memoria, pero lo que cada uno debe pensar, ¡ah! esto no lo sabía, pero “La Llave del Cielo” lo enseñaba. “Qué bien -pensé yo, después de la lección de religión-, hoy, en casa voy a rezar el Rosario y también se lo voy a enseñar al ‘señor’ Cipriano (el buen viejecito paralítico del asilo)”.

Llegué a casa. Aquel día tenía mucha prisa para todo; Acacia me iba a dar un baño muy rápido y después papá me ayudaría a estudiar (lo que con tanta paciencia siempre hizo mi querido papá hasta los 9 ó 10 años). Y es que yo quería después rezar el Rosario sola, la primera vez. Pero ni papá ni Acacia estaban en ese momento a mi disposición: papá todavía no había venido del cuartel y Acacia no salía de la cocina hasta que papá llegase. Entonces decidí rezar el Rosario.

Tomo “La Llave del Cielo” y voy a arrodillarme junto a la cómoda grande para rezar delante de la benditera. Y allí sentí una gran decepción. Me acordé de que no tenía un rosario. Sin embargo, recordé que Acacia tenía un collar grande de cuentas azules, parecido a un rosario; rezaría con él. Corrí a buscarlo. Sólo faltaba la Crucecita; yo no tenía ninguna, Nuestra Señora conocía esto y no le había de importar. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí, Lo sentía observando todos mis movimientos y mis pensamientos. Nuestro Señor también.

Yo sabía que todas las estampas, los rosarios, las medallas deben ser bendecidos y concluí: el collar de Acacia no es santo, entonces no está bendecido. Me pongo de rodillas con mucha devoción, tomo el collar, lo pongo en la palma de mi mano y con la otra mano hago una cruz sobre el collar, diciendo con toda la sinceridad de mi corazón: “Yo te bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”.

Y fue así como recé mi primer “tercio”. Estoy totalmente convencida de que Nuestra Señora aceptó con mucho gusto éste mi primer rezo de su santo Rosario, con aquel collar de cuentas azules, que mi inocencia había improvisado como rosario. Mi “Nuevo Amigo” estaba conmigo y también Nuestro Señor, y no se opusieron. ¡Y qué cuidado y respeto tuve después con el 'collarcito’. Pensé: ahora Acacia ya no debe adornarse más con él, porque lo he bendecido. Voy a pedirle el collarcito para mí y le daré a Acacia las “platitas” que ya tengo en el “Arca de Noé”. La buena Acacia, sin embargo, no aceptó el intercambio y me dio el collar; sólo aceptó una caja de cigarros de chocolate que yo había comprado con una “platita” de mil reales.

Más tarde, al final del año, en la fiesta de fin de curso, recibí como premio una especie de bolsita de satén, a rombos blancos y azules, que tenía dentro un lindo rosario blanco, de verdad, y la buena Madre me dijo que estaba bendecido. Éste fue el primer rosario que tuve. Y luego, al día siguiente, ya en vacaciones, fui a enseñarle a rezar el Rosario al querido viejecito paralítico del asilo. Creo que estuve rezando con el collar unos dos meses, más o menos.

Ya había intentado ir al asilo dos veces a enseñarle al viejecito a rezar con el collar, pero, mi “Nuevo Amigo” se opuso las dos veces. Sin embargo, con el lindo rosarito blanco de verdad, Él, el Santo Ángel, no se opuso y me acompañó. Mi buen Jesús, Virgen Santísima y fidelísimo Santo Ángel, seguro que habéis perdonado, con mucho amor, la gran ignorancia de vuestra sierva y sólo mirasteis la voluntad y el gran amor de la tonta e ignorante Cecy.

Cap 18 - Cipriano, el viejecito del asilo

Creo que debo contar algo del buen viejecito paralítico del asilo.

Desde que llegamos de Santa Victoria, fuimos a vivir a una casa que quedaba frente al Asilo de Mendigos. Este asilo era una casa grande con un gran número de cuartos pequeños, y cada uno de ellos (por lo menos los de una fachada) tenía una ventana a la calle. La casa era de planta baja.

En uno de estos cuartos, cuya ventana estaba muy frente a nuestra casa, vivía un pobre viejecito paralítico, que sólo podía mover la cabeza y el brazo izquierdo. Nosotros, desde nuestra casa, y todos los que pasaban, podíamos ver, desde la mañana hasta el anochecer, al pobre viejecito, pues su cama estaba muy cerca de la ventana, que permanecía siempre abierta y el pobre enfermo semisentado y    recostado en unas almohadas. Mamá, compadecida, se encargó de darle las comidas diariamente al viejecito.

Una vez acompañé a Acacia al asilo. Sólo conocía al viejecito de lejos; apenas veía desde la ventana de nuestra casa su cabeza blanca como el algodón y sus largas barbas también blancas. Sin embargo, aquel día, lo vi de cerca. Acacia no me dejó entrar en el cuarto; la esperé en la puerta que quedaba a unos pocos pasos de la cama del viejecito. Lo observé atentamente. Las grandes barbas blancas como el algodón me trajeron a la mente el cuadro grande de la Santísima Trinidad, donde se veía a mi querido Papá del Cielo, también de largas barbas blancas como el algodón, y que nunca me miró enfadado, incluso cuando, después de haber cometido alguna travesura, corría a refugiarme en el cuarto de mamá.

¡Ah! ¡Y lo que me quedaba por descubrir en el pobre viejecito! Tenía sobre el pecho, colgado del cuello mediante un cordón, un Crucifijo de metal blanco, más grande que un palmo de mi mano. Pensé: "este viejecito me gusta ya mucho y voy a cuidarlo para que su alma y su corazón queden blancos para el buen Jesús". Y Acacia, después de haber puesto la comida sobre la mesita, habló algunas palabras con él, me tomó de la mano y volvimos a casa.

El resto de la tarde, mi pensamiento se ocupó varias veces del pobre enfermo; de noche, al acostarme, cuando rezaba le dije a mi “Nuevo Amigo”: “Mi ‘Nuevo Amigo’, mañana quiero ir a visitar al viejecito enfermo y a hablarle del Papá del Cielo. Te pido que vengas conmigo, no quiero ir con Acacia, porque siempre tiene mucha prisa para marcharse”.

Llevaba dos días de vacaciones. Por la mañana, después de que Acacia volvió del asilo, abrí la ventana de la sala y desde allí pude observar al viejecito. ¡Qué alegría! Estaba allá, como siempre, con la ventana abierta. Crucé la calle y me dirigí hacia allá. Me subí, con cierta dificultad, a la ventana y me senté. El viejecito me vio, parece que sorprendido de mi visita por la ventana. Pensé que se había asustado y le dije: “No se asuste usted, yo soy la niña que vio aquí ayer con Acacia, y vivo allí”.

El viejecito se quedó tan contento. Le pedí que me enseñara su bonita cruz, y se la quitó del cuello y me la dio.

Y en este momento repetí íntegramente, sin dejar un solo punto, la primera santa lección que recibí, dos años atrás, de mi querida doña Mimosa. El viejecito me escuchó, me escuchó sin interrumpirme una sola vez. Y cuando terminé la lección, el pobre viejecito también lloraba, como lloró la “pequeña Dedé” abrazada al cuello de doña Mimosa. Le mandé que besara a Nuestro Señor de su bonita cruz; él lo hizo y se la colgó de nuevo al cuello.

Le prometí volver al día siguiente por la mañana y traerle para que él la viera la benditera de loza con la santa Madre de Jesús. Mi “Nuevo Amigo” estuvo conmigo todo el tiempo, pero no sentado en la ventana como yo. Nunca vi a mi “Nuevo Amigo” sentado, creo que estaba siempre de pie a mi lado, porque muchísimas veces yo levantaba la cabeza, cuando todavía era muy pequeña, como para observar su santo rostro, pero sin haberlo visto nunca.

Al día siguiente cumplí mi promesa: bien de mañana, después del café (pues aún tenía un día de vacación), con la benditera de Nuestra Señora en la mano, me fui a sentar sobre la ventana del pobre viejecito. Le mostré a Nuestra Señora, diciendo que ella era la Madre de Jesús. Y en esta ocasión fue cuando le enseñé al viejecito a rezar el Ave María.

Le costó muchos días aprender la oración. Todos los días iba a sentarme a la ventana del asilo, siempre por la tarde, pues regresaba del colegio a las 4. Jamás falté a mis visitas que, yo lo sabía, alegraban tanto al viejecito. Y cuando en los días de lluvia o de mucho frío, en el invierno, no podía salir a la calle, ¡ah! entonces iba a observar a mi pobre amigo, desde la ventana de la sala de nuestra  casa. Realmente yo quería, con mi corazón de niña, a aquel pobre viejecito, y tenía la certeza de que el pobrecito también me quería muchísimo.

Así se pasaron los meses. El “señor” Cipriano finalmente aprendió a rezar el Ave María, el Padre Nuestro, la oracioncita al Santo Ángel de la Guarda y el “Acordaos” a Nuestra Señora. Hice mi Primera Comunión. Y cuando, al final del curso escolar, recibí de premio el lindo rosario blanco, lo antes que pude, corrí a enseñárselo a mi querido protegido y a enseñarle a rezar el Rosario a Nuestra Señora.

Esta vez, mi “Nuevo Amigo” no se opuso, como se había opuesto las veces que quise enseñarle al viejecito a rezar con el collar azul. El “señor” Cipriano sabía ya perfectamente rezar con las cuentas, el Credo, el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria al Padre. Pero no aprendió los misterios, porque su pequeña “catequista” tampoco los sabía. Por eso los leía yo en el librito, no sé cómo, pues todavía yo no leía con suficiente desenvoltura; y él, el pobrecito, pasaba las cuentas.

Muchas veces, mamá desde la ventana descubría mis visitas al viejecito y me llamaba. ¡Oh, cómo me hacía sufrir entonces!

Le dejaba el rosario al viejecito y acordaba con él: “Señor” Cipriano, hoy, cuando se encienda la luz (me refiero a la iluminación pública), usted comience a rezar con las cuentas, y yo en casa leeré, en “La Llave del Cielo”, lo que usted debe pensar. Nuestra Señora también lo sabe todo, lo oye todo y lo ve todo como su Hijo Jesús”. Al día siguiente iba a buscar el rosario.

Esto sucedió muchas veces. Reconozco aquí, en el momento en que escribo esto, el paternal cuidado de Nuestro Señor, pues en el contacto con aquel infeliz mendigo, naturalmente poco aseado -de lo que como niña no me daba cuenta- enfermo con sus males, si no hubiera sido por el cuidado del buen Dios ¿no podría haberme contagiado de sus enfermedades? Me acuerdo de que muchas veces besé a Nuestro Señor en el crucifijo de metal que el viejecito llevaba al cuello, después de haber hecho él lo mismo.

Buen Dios, os doy gracias por los paternales cuidados que prodigasteis a mi cuerpo y a mi alma. Dios mío, que lo que estoy escribiendo sea únicamente para vuestra gloria.

Cierta vez en la que leía en casa los misterios del santo Rosario y que el “señor” Cipriano rezaba con las cuentas de mi rosario blanco, me asaltó a la mente un pensamiento que por algunos instantes me nubló el alma: “La Madre Rafaela había dicho, en clase, que el que no estaba bautizado no podía entrar en el cielo”. Y como las lágrimas me salían a borbotones y me corrían por la cara, pensé: “Entonces, el ‘señor’ Cipriano, mi amigo, el pobrecito, no puede ir al cielo a vivir con el Señor y ver a Nuestra Señora, porque no está bautizado”.

Estaba tan perpleja que (lo mismo que cuando hacía alguna travesura) levantaba la cabeza intentando descubrir la Santa Cara de mi “Nuevo Amigo”. Él estaba allí, junto a mí, y sin que pudiera verlo con los ojos, ¡lo veía! y sin oír con mis oídos su santa voz, lo oía y entendía más claramente que a papá, mamá, la Madre Rafaela o Acacia. Luego mis lágrimas se detuvieron con un nuevo pensamiento que despejó mi alma: “Yo puedo bautizar al “señor” Cipriano; sé cómo se hace. La Madre Rafaela nos lo enseñó; sé bautizar sin equivocarme”.

Y reproduje en mi imaginación el acto que debía realizar. ¡Qué pena que fuera de noche! Estaba deseosa de que llegara el día siguiente para poder llevar al querido viejecito la buena noticia de su próximo bautismo.

Al día siguiente fui al colegio y, a la tarde, cuando terminé todo, corro al asilo, me subo a la ventana y le cuento al “señor” Cipriano lo que intentaba hacerle. El buen viejecito era dócil, dócilísimo y obediente a su pequeña “catequista”, y se mostraba siempre dispuesto y contento para hacer todo lo que yo le pedía. Y luego, cuando le dije que para entrar en el cielo a ver a Jesús y a Su Madre, era necesario que le bautizase, que yo sabía, porque la Madre Rafaela nos lo había enseñado y que yo lo podía hacer, el buen viejecito se alegró tanto, tanto, que de sus ojos nublados ya por la edad y el sufrimiento corrían unos grandes lagrimones. Le consolé como pude y le prometí que, si no lloraba más, al día siguiente le traería una estampa con la imagen de Nuestra Señora, que sor Eugenia me había dado.

Y el buen viejecito, dócilmente, sacó de debajo de la almohada un pañuelo grande a rayas rojas y se enjugó las lágrimas. Comencé “mi instrucción” para el santo Bautismo: “‘Señor’ Cipriano, Madre Rafaela dice que el Bautismo perdona todos los pecados de las personas mayores. Usted es mayor. Su alma va quedar blanca, como quedó la mía el día de mi Primera Comunión”. Y el viejecito comenzó de nuevo a llorar y sus lágrimas me daban mucha pena. Provocaba en mí tanta compasión que empleaba todas mis fuerzas para consolarlo y no llorar junto con él. Le dije: “Si Usted llora, entonces no se gana la estampa”. Y volvía otra vez al gran pañuelo a rayas rojas.

Señalé el día del bautismo para un domingo. Le dije: “El domingo es el día de Nuestro Señor; yo voy a Misa y entonces ya me quedo con el vestido bonito para su bautismo. Cualquier otro día que no es domingo, Acacia no me pone el vestido y los zapatos de pasear”. No recuerdo el día y el mes, únicamente sé que fue un domingo.

Preparé la “santa fiesta” de mi amigo el pobrecito. Los convidados seríamos mi “Nuevo Amigo” y yo. La víspera, sábado, sólo había clase de mañana.

Fui a mirar el “Arca de Noé”. ¡Ay!, faltaban solamente dos “platitas” para conseguir el precio del lindo bebé negro de la “Tienda de las Chicas”, que costaba doce mil reales. En aquel momento, cómo que se revolvió mi egoísmo y sentí pena de vaciar el cofrecito. Sin embargo mi “Nuevo Amigo” estaba allí. Levanté inmediatamente la cabeza para ver su santo rostro y, sin verlo, lo vi, pues reconocí al instante que Él desaprobaba “mi pena”: su santo rostro me miraba apenado.

Decididamente vacío en la falda las 10 “platitas”, nuevecitas, que papá había ido escogiendo para mí. Me parece que, entonces, nada en el mundo me hubiera hecho retroceder y, si me hubieran dicho: “Guarda tus “platitas”, quédate con ellas y además recibirás el lindo bebé negro”, que era mi mayor deseo, no hubiera retrocedido, pues mi “Nuevo Amigo” tenía sobre mi voluntad mayor influencia que el mundo entero. Y sin decir nada a nadie, ni siquiera a Acacia, metí las “platitas” en el monedero que me habían regalado en mi cumpleaños y me fui a la confitería del “señor” Carvalho.

Mi “Nuevo Amigo” ya no estaba triste con su amiguita. Y a la vuelta, con la bonita caja de bombones, cigarrillos de chocolate, libras y barritas plateadas debajo del brazo, me sentí tan feliz como el día en que con Acacia atravesaba el río trayendo el lindo ramo de rosas blancas para Nuestra Señora. Y más de una vez levanté la cabeza para ver el santo rostro de mi “Nuevo Amigo”, que ahora ya no estaba triste, y le decía: “Será todo para el ‘señor’ Cipriano, no tomaré para mí ni un solo cigarrillo. Es para festejar, el domingo, el bautizo del ‘señor’ Cipriano”.

Llegué a casa; nadie me vio ni me habían echado en falta. Todo lo hacía naturalmente, no sabía actuar a escondidas. Gracias a Dios Nuestro Señor, nunca nadie se dio cuenta de esas cosas.

“¿Qué falta más todavía?”, me pregunté a mí misma. Yo tengo todo nuevo y bonito: vestidito, zapatos, calcetines, cinta para el pelo, todo, todo. Y el “señor” Cipriano no tiene nada nuevo y bonito para su bautizo. Por un instante me quedé triste. Pero todo esto duró poco, pues en seguida lo resolví: “El “señor” Cipriano siempre está en la cama, le llevaré, para mañana, una camisa nueva y bonita de papá con puños y cuello almidonados, una camiseta de punto y agua de colonia para que se dé en las manos y en la cara”.

Y tal como lo pensé, lo hice. Y todo lo hice con mi mejor voluntad de niña. Ahora que estoy en el convento, cuando les conté estos hechos me preguntaron si tomé, con permiso de papá, la camisa y la camiseta; entonces caí en la cuenta, reconociendo que no había procedido justamente. Tal vez fuera porque estaba acostumbrada a obtener de papá todo lo que yo quería y sabía muy bien que él me lo iba a dar todo, incluso lo que necesitara para el pobre viejecito. Yo también me consideraba propietaria de lo que pertenecía a papá.

Todo estaba preparado. Después del baño, corrí al asilo con los dos grandes paquetes. No me escondí de nadie, pero nadie me vio. Subí con mucha dificultad a la ventana, a causa de los paquetes, se lo di todo al viejecito, indicándole lo que debía hacer: “Mañana póngase Usted la bonita camisa nueva y, debajo, la camiseta blanca, nuevecita y elástica. En este frasco he puesto agua de colonia para que mañana se dé Usted por las manos y por la cara, para que huela bien”. El pobre viejecito comenzó a llorar. Y para que se consolase, en mi sencillez de niña, le di además la caja de los chocolates, también para “mañana”. Y mi admiración fue grande porque el viejecito todavía lloraba más. Y es que yo no entendía que el pobrecito lloraba de gratitud o de emoción.

“No llore ‘señor’ Cipriano, porque tenemos que rezar para mañana”. Y ya no lloró más. Recé con él todo lo que sabía de memoria: el Credo, el Padre Nuestro, el Ave María, la Salve Regina, el Santo Ángel del Señor, el Acordaos a Nuestra Señora y el Acto de Contrición. Y, antes de marcharme, le recomendé que fuese muy bueno y que no mirase a la calle. Es que estaba imitando a la Hermana Irene, cuando hicimos la primera confesión: “Sed muy buenas y, en la calle, no andéis mirando para todos los lados”. El viejecito me prometió ser bueno.
Al día siguiente, domingo, fui a la Santa Misa y recé por el viejecito “casi toda la Llave del Cielo”. Con seguridad que Nuestro señor se rió de mí. Cuando volví de Misa, le pedí a Acacia que me dejase con el vestidito nuevo. Acacia era muy amiga mía y no se opuso.

Estaba yo tan identificada con el gran acto que iba realizar, que mi corazón latía apresuradamente. Fui a buscar la tacita que me compró mamá para ir al tambo y, aunque estaba limpia, porque estaba en el armario, la lavé otra vez, la llené de agua del aljibe y me dirigí hacia el asilo. Hubiera querido correr, pero la tacita llena de agua me lo impedía. La puse sobre la ventana y después subí.
¡Ay! Esperaba encontrar al “señor” Cipriano todo guapo con la camisa y la camiseta nuevas, ¡y él estaba con la suya! Es que no había pensado que el pobre viejecito no podía vestirse solo y no tenía quien le ayudase. Me resigné. Miré a mi “Nuevo Amigo”. Él estaba contento, así que podía bautizar al “señor” Cipriano con la camisa vieja, más limpita.

Recé otra vez con él el Acto de Contrición. Los dos, el viejecito y yo, estábamos muy compenetrados. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí. Le mandé al viejecito inclinar su cabeza blanca; y él lo hizo. Y yo, de rodillas sobre la ventana y con el corazón latiéndome con fuerza, derramé toda el agua de la tacita sobre la cabeza del viejecito, diciendo al mismo tiempo, como me había enseñado la Madre Rafaela, y cuidando que el cuero cabelludo quedase bien mojado: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Después le dije al viejecito: “Y ahora Usted se llama José, por san José”.
Es que yo encontraba, además, al viejecito muy parecido a San José, por las largas barbas blancas. El pobre viejecito lloraba otra vez y, poniendo su única mano libre sobre el crucifijo grande que le colgaba sobre el pecho, dijo: “¡Buen Dios! ¡Buen Dios! ¡Buen Dios!” Sucedió así, me acuerdo perfectamente.
Y yo sentía una felicidad muy parecida a la del día santo de mi Primera Comunión. Y mi “Nuevo Amigo” estaba contento conmigo, mucho, mucho. Me despedí del viejecito y le dije: “Su alma y su corazón están blancos como quedó mi alma el día de mi Primera Comunión". Ésta era la comparación que siempre utilizaba cuando quería expresar que una cosa era muy blanca.

¡Ay! No sabía yo lo que iba a suceder al día siguiente. Hoy reconozco que para el viejecito fue la suprema felicidad, pero entonces, siendo una niña, sólo me di cuenta del gran pesar que me causó la pérdida de mi pobrecito. Como siempre, a la mañana, Acacia fue a llevarle el café al viejecito. Momentos después, cuando todavía estábamos a la mesa, Acacia regresó con todo intacto y diciendo con la mayor tristeza: “¡Doña Antonina, el “señor” Cipriano amaneció muerto!” Mamá prorrumpió en exclamaciones de dolor.

Y yo... ¡Solamente el buen Dios puede saber el gran dolor que sentí! Lloré la pérdida de mi pobrecito y por mucho tiempo sentí su ausencia. Mamá no me dejó ir al asilo. No vi nada, ni sé cómo se lo llevaron. Y cuando, al mediodía, volví del colegio, ya no vi nada por la ventana de su pequeño cuarto. Durante muchos y muchos días la ventanita estuvo cerrada, hasta que vi allá un pobre nuevo. Durante mucho tiempo, con mucha añoranza, recé con mi nuevo rosarito blanco por el viejecito.

¡Buen “señor” Cipriano, tengo la certeza de que gozas de la posesión de tu Dios y mi Dios y de que ya conoces a su Santísima Madre! Tu pequeña “catequista” vive todavía en este mundo feo, pero tú eres ya, en este momento, uno de los convidados a su “Gran Fiesta”. Vivirás con mi Jesús.