En el santo día de mi Primera Comunión, 17 de octubre de 1906, después de haber vuelto a casa, teniendo conmigo no solamente a mi “Nuevo Amigo”, sino más íntimamente al Gran y Divino Huésped, deseé ardientemente encerrarme en mi habitación y quedarme allá con mi Dios; ¡tenía tantas cosas que decirle, que pedirle! ¡Quería abrirle mi corazón y hacerle tantas promesas, tantas declaraciones de amor! ¡Ah!, pero allí estaba ya Acacia para llevarme a casa del abuelito y de la madrina. Fui, sí, pero rápida, muy rápidamente estaba de vuelta. Después de que Acacia me quitara el vestido, el velo y la coronita de flores, a petición mía, me puso un vestidito de domingo, porque pensé: tengo una Gran Visita.
Rápida, corrí al cuarto y heme allí quietecita, seria, con mucho respeto, con modales delicados, sentada en la silla, para amar, para amar mucho, mucho a mi Dios. Me abrazaba a mí misma, pues dentro de mí abrazaba a Jesús. Le hice mil promesas de amor y de fidelidad en mi forma de hablar infantil, pero sabía que Jesús me comprendía muy bien, mejor que papá y que mamá.
Y yo sentía en mí muy vivamente a mi Dios, de un modo muy diferente al de mi “Nuevo Amigo”. Era como si yo misma fuera el buen Jesús. Él, mi Divino Huésped, me escuchaba sin cansarse. Y yo, sin oír su Santa Voz, escuchaba atenta y con mucho amor lo que Jesús quería de su pequeña sierva: “Que no cometiera nunca, nunca, un solo pecado, para que Él, Jesús, ni una sola vez, ni un solo minuto, pudiera separarse de mí”.
Y levantándome de la sillita, me puse de rodillas y, haciendo una cruz con los dos dedos índices, besé, con mi simplicidad de niña, esta cruz y con una firmísima resolución dije: “Querido y buen Jesús, yo te juro, Señor, que no quiero cometer nunca ni un solo pecado”. Fue mi primer juramento y el único que he hecho en este mundo. Tal vez no comprendía el inmenso compromiso que asumía, no lo sé. Sólo sé que lo hice movida de un gran deseo de no ofender jamás al buen Dios. Hasta hoy, he guardado este juramento en secreto, en mi corazón. Jamás se lo he revelado a nadie; lo hice con Jesús en mí y con mi “Nuevo Amigo” a mi lado. Lo desvelo en este momento. Jesús, el buen Jesús, aceptó y guardó en su Sacratísimo Corazón el juramento de una criaturita débil y ha cuidado con su Gracia que ese juramento jamás haya sido violado hasta la fecha presente.
Dios mío, continuad cuidando de vuestra pequeña esposa. Guardad encerrado, en Vuestro Sacratísimo Corazón, este juramento que Os hice con tanto amor y sinceridad, hasta mi último suspiro.
Por mi corta inteligencia, algunas veces comprendía al revés las explicaciones de las queridas Hermanas en las clases de religión. No sé cómo adquirí la convicción errónea de que, cuando recibíamos a Nuestro Señor en la Sagrada Comunión, manteníamos la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo en nosotros (esto quiere decir por la conservación de las especies, de la santa Hostia) hasta que cometíamos el primer pecado después de la recepción de la Sagrada Comunión. Esta convicción, a pesar de ser errónea, me hizo un inmenso bien, pues adquirí un mayor horror todavía al pecado, convencida como estaba, de que con un solo pecado perdería a mi Divino Huésped; ¡y perder a Jesús, jamás! Lo perdería todo, todo, hasta a papá y a mamá, que lo eran todo para mí, antes que a Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario