En 1918, papá fue trasladado a Río. Nosotros nos quedamos en Jaguarao. A pesar de tener ya 18 años, extrañaba inmensamente la ausencia de papá, mucho, mucho más que las otras veces. Y con toda convicción declaro aquí que si no hubiera sentido vivamente conmigo la presencia de Nuestro Señor y de mi “Nuevo Amigo”, principalmente en esas ocasiones, no sé si hubiera podido resistir la falta y la añoranza de papá.
Él era para mí un “segundo Nuevo Amigo”, bien visible. Cuando yo estaba enferma, si papá estaba en casa, no se apartaba de los pies de mi cama. Ponía el sofá al lado y allí permanecía mi “Nuevo Amigo visible”, para darme las medicinas y probar mis alimentos, para comprobar que realmente estaban bien hechos. De ahí la gran y casi insoportable falta que sentía por su ausencia.
Pues bien, el año 1918 llevó a papá a Río. Los primeros meses pasaron más o menos bien. En Río papá se hospedaba en un hotel. Sus cartas le llegaban puntualmente a mamá. Finalmente hubo una pausa llamativa en la correspondencia de papá, hasta que llegó un telegrama en el que decía que se encontraba un tanto enfermo, pero que no temiéramos nada. En esta ocasión, como tiempo atrás cuando el incendio en la Colonia Militar, de noche, después de que la luz se apagara, me levantaba y, de rodillas al pie de la cama, desgranaba el Santo Rosario, rezando el “Tercio” de Nuestra Señora, el de “Acordaos” y el de “Santo Ángel del Señor”, hasta que su santa mano, posándose sobre mi hombro, me indicaba que terminara.
Así, se repetía la escena invariablemente. Cuando comenzaba mi oración, le pedía a mi “Nuevo Amigo” que fuese a estar con papá. Y el santo y fidelísimo Amigo jamás se opuso a la petición de su pequeña amiga, y todas las noches iba a estar con papá, mientras yo me quedaba rezando, anunciándome su regreso al ponerme su mano sobre mi hombro. Y sólo entonces podía dormirme.
He aquí lo que le sucedió a papá. Cierta tarde regresaba al hotel. En el tranvía, comenzó a sentirse indispuesto. Al llegar al hotel, le indicó al mozo de habitaciones su estado y le mandó llamar al médico. Comenzaban a aparecer en Río los primeros casos de la terrible epidemia española hasta entonces desconocida, y papá fue una de las primeras víctimas. Estaba a las puertas de la muerte.
Los telegramas de mamá los respondía el mozo de habitaciones. Todavía, años después, papá no cesaba de recordar y proclamar la honradez, la dedicación y la fidelidad de un simple mozo de habitaciones de hotel, para el que papá era completamente extraño. He guardado hasta hoy su nombre en mi corazón: “Miguel”. No llegué a conocerlo, pero tengo la plena certeza de que mi “Nuevo Amigo” se sirvió de él. (Ahora veo, con santa alegría, que el buen mozo tenía el mismo nombre, Miguel, que mi “Nuevo Amigo”, cosa que entonces todavía ignoraba).
En la sección de habitaciones en que papá se hospedaba, se dieron 24 casos de muerte. Cuando la terrible peste se propagaba con todo el furor, los médicos escaseaban y a los enfermeros, escasísimos, se les pagaban enormes sumas por cada noche de trabajo. Todo aquel tiempo Miguel acompañó a papá con una dedicación más que filial. Jamás le faltó la más mínima cosa. Cuando el primer médico también fue atacado por el mal, el buen Miguel trajo a un segundo; y cuando éste también enfermó, Miguel trajo un tercero y, por fin, un cuarto y último. ¡Cómo me gustaba oír a papá ensalzar al buen Miguel!
Meses después papá comenzó su convalecencia. Ni siquiera podía sentarse solo en la cama. ¡Pero Miguel estaba allí! Después, ya un tanto repuesto, tenía que bajar al jardín para tomar el sol. Y allá estaba el brazo del nobilísimo Miguel para que papá se apoyara.
Pido disculpas si me extiendo demasiado en estos detalles, porque siento un santo entusiasmo al hablar de aquel buen joven. Cuando papá me hablaba de él, admiraba aquel alma de elegido y sentía en la mía un santo amor, un amor todo gratitud y admiración. Y cada vez que papá —a quien jamás vi llorar, ni siquiera cuando falleció mi hermana Dilza—, hablaba de Miguel, me parecía ver las lágrimas brillando en sus ojos.
Cuando papá estuvo completamente restablecido y en condiciones para viajar, se preparó para regresar a Jaguarao. Papá me dijo, me acuerdo muy bien: “¡Aquel mozo sencillo, de exterior tan humilde, ocultaba una gran alma, un corazón bondadoso y un carácter de temple! Y en mí, viejo soldado, que siempre luché por mantener la pureza de conciencia y ennoblecer mi carácter, la presencia de aquel mozo me infundía respeto y admiración. Jamás Miguel aceptó una recompensa. Le dije que mi fortuna se reducía al modesto sueldo de oficial del Ejército, pero que, en aquella ocasión, podía disponer de cierta cantidad. Miguel, con sencillez, la rechazó”.
Papá, conmovido, no dejó de demostrarle su gratitud; sacó su anillo del dedo y se lo ofreció a Miguel, pidiéndole con insistencia que no lo rechazase. Fue en vano. Miguel le dijo a papá: “Tienes familia, regálaselo a una de tus hijas y yo me consideraré doblemente recompensado”.
Fue lo que papá hizo en cuanto llegó. Me llamó y me puso el anillo en el dedo, diciendo: “Hija mía, quiero cumplir el deseo del mejor amigo que he encontrado en este mundo y del hombre más noble y honrado que jamás he visto en mi vida”. Y papá me contó los buenos y edificantes actos de Miguel, a quien aprecié de veras, a pesar de no conocerlo. Desde aquel momento quedé convencida de que el buen Miguel, ciertamente, tenía alguna relación con mi “Nuevo Amigo”.
En el momento en que escribo, estoy más convencida. El buen mozo se llamaba “Miguel” y hoy sé que mi “Nuevo Amigo” también se llama “Miguel”. Papá le escribió muchas veces a Miguel, sin embargo, nunca tuvo la gran alegría de recibir una respuesta. Papá me contó también que, en sus largos paseos por el jardín con Miguel, se dio cuenta de que se mostraba muy reservado y discreto, cuando papá se interesaba por él intentando saber algo sobre su persona, sobre sus cosas o su vida. No pudo saber nada sobre el joven, salvo su nombre. Cuando papá terminaba de contarme algo sobre Miguel, siempre añadía: “¡Alma elegida para grandes cosas!”. Sin embargo, nunca comprendí esta exclamación de papá. Amén.
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