Se aproximaba el mes de octubre y no había obtenido permiso para hacer la Primera Santa Comunión. Varias veces sor Irene me mandó esperar a la buena Madre, después de las clases, para que me concediera la licencia anhelada. Sin embargo, la respuesta siempre era una evasiva.
Es verdad que mi aspecto exterior, digo, mi físico poco desarrollado, parecía el de una niña de unos 4 ó 5 años; creo, con todo, que la verdadera causa de esa prohibición era que yo no era casi nada, o incluso nada inteligente, o mejor todavía para decirlo franca y sinceramente, no era nada más que una “boba”. ¡Oh! Pero a pesar de todo ¡yo sabía tan bien Quién era la Santa Hostia blanca, y la quería tanto, tanto! ¡Si mi buena Madre Rafaela hubiese sabido que todas las noches, después de que la luz se apagaba, metía la cabeza bajo la almohada para que no se oyeran mis sollozos y lloraba con mucho sentimiento, porque no iba a recibir la visita de mi Gran Amigo, mi Papá del Cielo, el bondadoso Jesús, que había sido tan maltratado sólo para llevarme un día al bonito Cielo!
Y mi “Nuevo Amigo” era mi único confidente; allí estaba él, bien despierto, porque nunca tenía sueño, yo lo sabía; a cualquier hora de la noche en la que me despertase, allí estaba Él, a mi lado. Me sentaba entonces en la cama y le contaba el motivo de mis lágrimas y acababa suplicándole que intercediera por mí ante la buena Madre que ella, con certeza, haría todo lo que Él, el Santo Ángel, le pidiera. Y así, siempre en la dulce esperanza de que la buena Madre me daría el permiso, acababa por dormirme.
Una noche, cuando, ya en la cama, comencé a llorar, me senté, como acostumbraba, para confiar mi queja a mi “Nuevo Amigo” y pensé: “¡Ah!, ¿y por qué no le he pedido todavía nada a la Santa Madre del buen Jesús, a Nuestra Señora, como decía sor Irene, a la buena Madre del Cielo?” Ella se lo había de mandar a Madre Rafaela.
Al día siguiente, de mañana, después de despertar, salté de la cama y me fui a arrodillar al pie de la cómoda, que ya no estaba en el cuarto de mamá, sino en el cuarto contiguo al mío. Todavía no había crecido bastante como para llegar a la cómoda, pero no importaba, podía ver la benditera con Nuestra Señora. Todavía conservo en la memoria mi “improvisada oración”: “Querida y buena Señora Nuestra, tengo muchas ganas de que vuestro Hijo Jesús venga también a quedarse en mi corazón. Pero la Madre Rafaela no le quiere dejar, porque yo soy demasiado pequeña. Haga la Señora que yo crezca hoy un pedazo grande y mande a la Madre Rafaela que lo vea. Yo tengo en la hucha ocho “platitas” de mil reales que he ahorrado para comprar el muñequito negro que está en el escaparate de la ‘Tienda de las Chicas’. Si Madre Rafaela lo permite, yo ya no compraré el muñeco. Con todo el dinero compraré un ramo de grandes rosas blancas, allá en Artigas, para adornar vuestro altar en la iglesia. Amén”.
Mi “Nuevo Amigo” estaba allí conmigo y yo sabía muy bien que Él también quería que Nuestro Señor viniese a mi corazón. Después de haberle rezado así a Nuestra Señora, volví a mi cuarto y poco después vino Acacia. Fui al colegio. Me parece que ese día la Madre Rafaela no vio que “hubiera crecido”, porque no me dijo nada. (Yo estaba totalmente convencida de que Nuestra Señora me haría crecer).
Al día siguiente, la Madre Rafaela tampoco me dijo nada y pasó un día más, y otro, y otro. Por fin, decidí ir, otra vez, a pedírselo en persona a la buena Madre.
Al terminar las clases, fui a colocarme en la puerta por la que tenía que pasar. Mi corazón latía con tanta fuerza que creí que no conseguiría hablar. Pero allí estaba mi “Nuevo Amigo” para enseñarme a pedir.
No necesité hablar; la Madre Rafaela habló antes que yo y dijo: “Ya sé lo que quiere Cecy. Pues bien, si papá te da permiso, la Madre también te lo da”.
Si no hubiera sido por el gran respeto que me infundía mi querida Madre, creo que hubiera hecho como acostumbraba con papá, mamá o Acacia cuando satisfacían mis deseos: abrazarla y acariciarla de mil maneras. Pero a la Madre sólo podía decirle: “Sí, Señora, estoy muy agradecida”. Papá hacía todo lo que yo quería, esto lo sabía, y si papá quería, mamá también. Y así fue.
Aquel día, como ya era tarde, no pude ir a Artigas para comprar las rosas para Nuestra Señora. Entonces, me fui a la cómoda y le pedí a Nuestra Señora que esperara hasta “mañana”. Tomé la benditera y la besé muchas veces, como para expresarle con esto a la buena “Madre del Cielo” mi gratitud por haberme hecho crecer un pedazo tan grande. (No sé si crecí de verdad, sólo sé que estaba convencida de que había crecido y que, por eso, la Madre me había dado el permiso).
Al día siguiente cumplí mi promesa. Acacia me llevó a Artigas. Sólo le dije que quería comprar aquellas rosas grandes blancas para llevárselas a Nuestra Señora, a su altar de la iglesia. Abrí la hucha, que era un Arca de Noé, y todo el dinero que había dentro me lo metí al bolsillo.
¡Qué feliz me sentí, cuando a la vuelta, sentada en la barca con Acacia, atravesaba el río con el lindo ramo de rosas blancas! La dependienta de Artigas había dicho: “El ramo quedaría más bonito con “príncipe negro” y “reina de Persia”. Acacia era también del mismo parecer. “No, señora, yo sólo quiero rosas blancas”, le dije. (Es que yo le había prometido a María Santísima lindas rosas blancas, un ramo sólo de rosas blancas). Y así fue.
El Padre Domingo estaba en la Parroquia y colocó el ramo de rosas blancas para la Mamá del Cielo en un jarrón grande. Me sentía feliz, inmensamente feliz. A la noche, cuando ya me iba a acostar, me senté en la cama, ya no para quejarme a mi “Nuevo Amigo” de la Madre Rafaela, sino para preguntarle si a Nuestra Señora y a Él también les había gustado el ramo. El “Arca de Noé” estaba vacía y yo ya no tendría el lindo muñequito, negro como el carbón, que tanto deseaba. Comenzaría a juntar, de nuevo, las “platitas" que me diera papá. Entonces, le pedí a mi “Nuevo Amigo” que no permitiera que otra niña comprara el muñequito negro hasta que yo tuviera todo el dinero.
Pero, como la primera vez, cuando el “Arca de Noé” tenía una cierta cantidad de “platitas”, esta vez de nuevo se vació, no para eso, para comprar el muñequito, sino para comprar otra cosa, que me dejó tan feliz como el día de la compra de las rosas blancas. Este hecho lo relataré más adelante.
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