No puedo fijar con exactitud el año en que sucedió el siguiente caso. Sin embargo, sucedió antes de 1911.
Tenía yo gran admiración por el Coronel X., pues había oído a papá ensalzar muchas veces su carácter íntegro y recto y su sana justicia a favor de sus subalternos. Pues bien, todos los años, cuando se aproximaba la Fiesta del Divino Espíritu Santo, Patrón de Jaguarao, salía la Bandera del Divino (como decíamos popularmente) a recaudar donativos para la gran solemnidad. Y no había casa de rico o de pobre, establecimiento público o particular donde la querida Bandera no entrase para recibir el óbolo de los buenos y dejarles a cambio Su Bendición.
En casa era siempre yo quien la recibía, y después de haber puesto el óbolo que me daba papá, metía mis “níqueles”, furtivamente, pues me parecía que “mi óbolo” particular no debía faltar en la bandeja. Y la visita del “Divino” terminaba con mi beso en la linda “Palomita blanca”. La “Bandera” recorría siempre la ciudad y también los alrededores, durante tres días.
Llegó el día en que la “Bandera” debía hacer su visita al cuartel, que estaba situado en un gran terreno cuadrado y con césped, en la “Plaza del Cuartel”. Cuando la “Bandera”, dirigiéndose hacia allá estaba ya en la plaza, el Coronel X. mandó al cabo ordenanza con el recado de “que la ‘Bandera’ se volviese, que no iba a ser recibida en el cuartel”. La noticia de tal acción se extendió rápidamente y también en casa escuché la narración y el comentario del hecho. Por primera vez tuvo papá que reprobar una acción de su amigo.
En cuanto a mí, quedé impresionadísima con el hecho y no podía comprender cómo el Coronel X. “podía haber obrado mal”. No se iba de mi imaginación la triste escena: ¡La santa “Bandera del Divino”, despachada del cuartel! Sentía tan gran pesar, tanta pena, que siempre estaba pensando cómo podría “alegrar” de nuevo al Divino Espíritu Santo, tan maltratado. ¡Y además, los pobres soldados se quedarían privados de darle su limosna y del beso a la Palomita!, lo que para mí era la privación de una bendición del cielo.
Pasé los días siguientes en un gran pesar y más de una vez, por la noche, lloré en la cama sentidamente de “pena por el Divino Espíritu Santo”, al que habían despachado del cuartel. Los días pasaban y mi ansia aumentaba, porque se aproximaba la fiesta y yo, aunque discurría, no hallaba un medio para alegrar al Divino Espíritu Santo, en su gran fiesta. Faltaba apenas una semana y aún no se me había ocurrido una buena idea. ¡No dejaba de rezar por esa intención, pero nada, nada!
Una noche, ya en la cama, después de apagada la luz, me invadió de nuevo el alma “la gran pena por el Divino Espíritu Santo, que había sido expulsado”. Me senté en la cama y lloré, lloré tanto que no pude contener ni sofocar los sollozos. Era realmente un gran dolor, dolor de niña, sí, pero bien profundo. Creo que si, en aquel momento, me hubiesen dicho: “Sólo darás alegría al Divino Espíritu Santo, en su fiesta, si quieres morir de un modo muy cruel”, me parece que no hubiera retrocedido, tan fuerte era mi deseo de hacer algo para “alegrarlo”, reparando así la ofensa que Le habían hecho. Y cuando lloraba, sin consuelo, la santa mano de mi “Nuevo Amigo”, que hasta entonces no había dicho nada, se posó sobre mi cabeza con una suavidad celeste, como prometiéndome ayuda.
Las lágrimas cesaron, como por encanto, y aquella “dulzura” me alegraba en el alma, haciéndome olvidar que estaba en la tierra y creer que ya vivía en el cielo. En breves instantes me dormí. Vino el día siguiente, y ahora urgía hacer algo para alegrar al Divino Espíritu, pues, con el consuelo de mi “Nuevo Amigo” no había desaparecido la pena por el Divino Espíritu a quien tanto deseaba alegrar. Jamás me hubiera imaginado lo que mi “Nuevo Amigo” iba a exigirle a su amiguita aquel día (tres días antes de la fiesta).
Ya por la mañana, cuando tomaba café, la santa mano se posó suavemente sobre mi cabeza, como para acariciarme. En el mismo instante, percibo como el susurro de una voz que me insinúa (era, como me sucedía muchas veces, un pensamiento, pero un pensamiento muy distinto de los que yo tenía normalmente; era un pensamiento que me parecía más una voz que un pensamiento propiamente dicho): “Los pobres soldados, en su fe simple, han sido privados del placer de darle su limosna y de recibir, con su visita, la bendición del Divino Espíritu Santo”.
¡Ah!, pensé, tengo que pedirle a cada soldado que me encuentre un poco de dinero de limosna y darle a besar mi medalla del Espíritu Santo, la que gané en la fiesta del año pasado. Pero le sucedió otro pensamiento: “¡Qué vergüenza! ¡Qué voy a parecer yo, asaltando a los soldados en la calle, pidiéndoles dinero!” Me respondí: “Debo, sí, aunque me cueste mucho, alegrar al Divino Espíritu Santo en su fiesta. Y hoy mismo tengo que comenzar. Si no, no hay tiempo para llevarle el dinero al vicario”. Por la tarde, después del café, le pedí permiso a mamá para ir yo misma a la tienda a traer los zapatos blancos que papá me había comprado para la fiesta. De este modo podría encontrarme muchos soldados, lo que en efecto sucedió.
Llegué a la esquina de una manzana y, en el otro extremo, ¡aparece el primer soldado! El corazón se me quería salir por la boca. Llegué a desear que el soldado desapareciese de allí. ¡Tan grande, era la vergüenza que sentía! Pero la santa mano se posó suavemente en mi hombro. Me alegró. Todo olvidado. Allí estaba yo, a tres pasos del primer soldado que la Santa “Palomita” me proporcionaba.
“Señor, soldado, permítame...” La cortesía del buen soldado me dio fuerzas para continuar mi discurso, bien preparado y estudiado de antemano. “Me ha producido mucha pena que el Coronel X. no dejara entrar en el cuartel la Bandera del Divino -observé la estupefacción pintada en el rostro del soldado, pero continué- y los pobres soldados no pudieran dar su limosna ni besar la Bandera. Pero yo les voy a pedir a todos los soldados que encuentre, sólo un ‘tostón’ y reunir muchos para llevárselos al vicario, antes de la fiesta”.
El buen soldado, sin pensarlo, se desabrocha la guerrera y saca una moneda diciendo: “Con mucho gusto, niña, aquí está”. Y me dio, no un “tostón”, sino una “platita” de 1.000 reales. Me alegré inmensamente y, en mi alegría, le di mi medalla al soldado caritativo; sólo después me di cuenta de que así los otros soldados no podrían besar la “Palomita”. Para concluir diré que, aquella tarde hice una “buena colecta”: 30.000 reales es poco, pero para mí era un inmenso capital, y ninguno de los buenos soldados me dio sólo un “tostón”, sino “platitas” y hasta billetes de 2.000 reales.
Al volver a casa guardé toda mi fortuna en la gaveta de la mesita de estudio. Era un montón de monedas. No me gustaban así, quería un billete nuevo y bonito, para ponerlo en un sobre y mandarlo para la gran fiesta del Divino. Al día siguiente, la antevíspera de la fiesta, me iría a la Oficina Cerqueira a cambiar las monedas. ¡Qué pena! Quería un billete solo, pero con 30.000 reales no había manera. ¡Qué bonito sería que fuera un billete de 50.000!
Me vino, entonces, la idea: “¿Y si yo renunciase a los zapatos blancos para la fiesta? Iría con los negros nuevos de pasear y así con los 20.000 reales que papa me había dado para comprarlos completaría los 50.000 reales. ¡Me darían un lindo billete para ponerlo en el sobre! ¡Ay!, pero no quedará bonito: ¡vestido blanco, calcetines blancos, todo blanco, con zapatos negros! No, el Divino Espíritu también se alegrará con sólo lo que los soldados han dado". Decidí: compraría los zapatos y los calcetines blancos.
Pero al abrir la gaveta para sacar el dinero y hacer el paquetito, ¡de nuevo sentí la santa mano posada en mi hombro! ¡Su santo rostro estaba esperando algo de mí! “¡Debo, sí, desistir de los lindos zapatitos blancos!”. Papá ya me había dado los 20.000 reales. Fui a estar con papá y le dije que ya no quería los zapatos blancos, y le pedí el dinero para mí. Papá me lo dio.
Fui a la Oficina Cerqueira y pedí un billete nuevecito de 50.000 reales. Todavía sobraban algunas monedas que echaría al cepillo de la puerta de la Parroquia. Vuelvo a casa. En seguida el billete estaba metido y cerrado en un sobre, con esta inscripción: “Un grupo de soldados lo manda para la fiesta del Divino Espíritu Santo”. Lo llevé yo misma a la Parroquia y, como no encontré al vicario ni al sacristán, dejé el sobre en la mesa de la sacristía.
La víspera de la fiesta, a la noche, en la lista de las ofrendas, tuve la gran alegría de leer: “¡Un grupo de soldados: 50.000 reales!" Pero nunca nadie descubrió mi “hazaña”. Fui a la fiesta con los zapatos negros. La recompensa que recibí fue la dulcísima visita de Nuestro Señor, que me mostró que estaba satisfechísimo con su amiguita, y que estaba más contento de mí con los zapatos negros que si hubiera ido con los blancos, aunque fueran más bonitos. Y durante la octava de la gran fiesta gocé de la Santa “dulzura” de mi “Nuevo Amigo”. Amén.
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