En 1916, el Liceo Espíritu Santo cerró, trasladándose a Jaú, en el Estado de Sao Paulo. Inmediatamente sentí la ausencia del santo Padre Espiritual, el Canónigo Godofredo Evers. Estaba acostumbrada, desde hacía 10 años, a su dirección espiritual, y había sido él quien semanalmente me trazaba la ruta que debía seguir.
En el año 1917, mi vida entró en una nueva fase. Me surgieron dolorosos escrúpulos a causa de mi acción que me parecía erróneamente emprendida. Sufrí mucho tiempo ese cruel tormento. Sin embargo, tenía mucho amor a Nuestro Señor Jesucristo, a Nuestra Señora y a mi “Nuevo Amigo”, a cuyas inspiraciones mi conciencia nunca me ha acusado de haber sido infiel (digo “voluntariamente”). ¡Extraordinaria gracia de mi Dios! El horror al pecado había aumentado en mí mucho y creo que por eso pude atravesar incólume esa difícil fase de mi juventud. En las horas y en los días de ocio, de vacaciones y fiestas de guardar, a fin de aliviar el combate trabado en mi alma, comencé a entregarme a la lectura.
Teníamos biblioteca en el Colegio y todos los sábados podíamos sacar un libro para entregarlo el lunes. Hasta entonces, había sido siempre el Padre Godofredo el que me indicaba el libro a leer. En las reuniones de la Congregación Mariana, el Padre Godofredo hablaba a menudo sobre el peligro de los malos libros y me infundió con esto tanto temor a las malas lecturas, que si me caía en las manos un libro desconocido, era incapaz de hojearlo, si no me obligaban las circunstancias. Ahora, sin embargo, me faltaba mi fiel guía.
Con los propios libros de la biblioteca del colegio tenía un cierto respeto. Una vez, una compañera me había recomendado un libro de nuestra biblioteca del colegio que se titulaba “Gran pecadora”. El Padre Godofredo me había dicho: “Ese libro no es malo, no, pero no quiero que Cecy lo lea, ni ahora, ni más tarde”. Ese libro cayó en mis manos por dos veces, pero gracias a Dios, ni siquiera lo hojeé. Los sábados iba a la biblioteca. Me daban el catálogo. Pero antes le decía a mi “Nuevo Amigo” que escogiese un libro para mí. Sin ver ninguno, cerraba los ojos y, con el dedo sobre la columna de números del catálogo, señalaba un número “a suertes”.
Cierto sábado, la biblioteca no nos pudo atender, y nos quedamos sin libro, con gran disgusto mío. Llegué a casa y eché en falta la lectura. Me acordé de que a P. le gustaba leer, y tenía siempre muchos libros. Le mandé una nota, pidiéndole uno bonito, a su elección. Con las ganas de leer, me olvidé del temor. Esa vez no pensé en ello. Me mandó luego un bonito volumen nuevo, cuyo título era “Las vestales”.
Acostumbraba a leer en mi cuarto. Radiante, me fui para allá. Me siento y tomo el libro. Apenas hice mención de abrirlo, en la primera página, cuando la santa mano de mi “Nuevo Amigo” se posó sobre mi cabeza, de modo que el libro se cerró solo y se cayó al suelo. Miro su santo rostro: triste y serio. Comprendo. No debía leer aquel libro.
Me invadió el alma un gran arrepentimiento por haber tomado un libro, por primera vez, sin consultar antes a mi “Nuevo Amigo”, como acostumbraba a hacer después de la ausencia del Padre Godofredo. Me arrodillé inmediatamente y les pedí perdón a Nuestra Señora y a mi “Nuevo Amigo”. Lloré lágrimas de verdadero arrepentimiento. Después de unos instantes, llorando con la cabeza apoyada en la cama, siento la santa mano como acariciándome. Comprendí bien a mi “Nuevo Amigo”; ¡ya estaba tan acostumbrada a Él! Allí estaba otra vez satisfecho con su pobre amiga arrepentida. Su santo rostro ya no estaba triste. Era mi cielo aquí.
Junté el libro con los ojos cerrados, lo envolví y se lo mandé de vuelta a mi compañera, diciéndole francamente que me había acordado de que no podía leer sin permiso del Padre Confesor. Amén.
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