domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 10 - Los melocotones

Una tarde fuimos, con otras niñas, a pasear al campo con Acacia y Concepción. Acacia llevaba dinero para comprar frutas y nosotras llevábamos las cestitas. Íbamos a una casa de campo que conocía Abelino, el buen soldado que se trajo papá de Santa Victoria. Abelino le enseñó el camino a Acacia.

Llegamos a la casa de campo. Un hombre con una azada al hombro, nos indicó que entráramos. Inmediatamente corrimos con Abelino, Acacia y Concepción. Y mientras el hombre tomaba las frutas, sin que nuestros tres guías se apercibiesen, las niñas tomaban grandes melocotones y ciruelas y los metían en sus cestitas. Yo las vi; sus cestitas estaban casi llenas, sólo la mía estaba vacía.

¡Yo estaba justamente junto al tronco de un melocotonero!... ¡aquí un melocotón grande!... ¡allá otro!... ¡y otro más! ¡y todos al alcance de mi mano! ¿Por qué no podía yo también juntarlos? Alargué el brazo para tomar la fruta y mis dedos tocaban ya un melocotón grande aterciopelado, cuando noté la advertencia suavísima y tranquila de mi “Nuevo Amigo”. Mi brazo levantado fue bajado por una “Mano invisible”, sí, pero la sentí de forma tan real como si alguna de las personas que podía ver me hubiese tocado. Era la voz de mi “Nuevo Amigo”, la comprendía mejor y más claramente que cuando me hablaban Madre Rafaela, sor Paulina o sor Irene, a quienes yo veía.

Me arrepentí inmediata y dolorosamente, sí, del feo y gran pecado que estuve dispuesta a cometer y una inmensa pena por el buen Jesús me hería el corazón, como una gran espina que estuviese a medio clavar en su Santa Cabeza. De noche, en la cama, lloré amargamente, después de haber pedido perdón al buen Jesús, a Nuestra Señora y a mi “Nuevo Amigo”. (Este tratamiento de “Nuevo Amigo” lo seguí empleando hasta los 14 años).

En otra lección de catecismo, sor Irene nos había hablado de un niño pequeño que, al morir, fue al purgatorio porque mentía y se le apareció entonces a una hermana suya mayor, enseñándole la lengua acribillada de alfileres y, en cada uno de ellos, una culebrilla enroscada que continuamente le picaba la lengua. Hasta este momento ignoraba lo que era una mentira y, por eso, no comprendí el motivo del gran castigo de aquel niño pequeño. Aún así, pensé que el pobrecito había debido de cometer un gran pecado para ser castigado tan horriblemente. Sin embargo, mi “Nuevo Amigo” me dio la explicación.

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