Estamos todavía en el año 1905. Era una tarde de carnaval. Mamá, en esa época, acostumbraba a disfrazarnos y, con otros niños, íbamos a pasear a la plaza, acompañados de Acacia y de Concepción.
Yo tenía verdadero terror de los enmascarados, con aquellas horribles máscaras que yo creía que eran sus verdaderos rostros; me parecía que eran seres sobrenaturales que vivían en lo profundo de la tierra, lleno de fuego, en aquel lugar del que me había hablado doña Mimosa.
Creo que ése fue el primer año en que acompañé a mis hermanas. Aquel gran alboroto de la plaza me asustó. La multitud de enmascarados, grandes y pequeños, saltando y dando golpes en el suelo con aquellas enormes vejigas llenas de aire, atadas con una cuerda en la punta de una vara, podría, a no haber sido por el auxilio del buen Dios, haberme resultado fatal; tanto fue el terror que sentí. Me agarraba a las otras niñas, que parecía que se divertían contentas. Acacia y Concepción, distraídas con sus compañeras (las criadas que acompañaban a las otras niñas), no me prestaban atención.
Entonces me vino a la cabeza, desorientada ya por el terror, la idea de huir de allí y volver a casa. No sabía el camino, me iría por la puerta grande, era todo lo que sabía; no pensé en lo demás. De hecho, me aparté del grupo y me encontré perdida en aquella plaza pequeñita, sí, aunque para mí era un mundo sin fin. No lloré, creo que por el miedo que me tenía aprisionada.
Aterrada, me acordé del buen Papá del Cielo al que yo había dejado en casa solito, y sentí un gran pesar por no haberlo traído conmigo. Pero sabía que el Papá del Cielo lo ve y lo sabe todo y que, con certeza, me estaba viendo allí sólita. Fue cuando un enmascarado grandullón, con una máscara horrible, cuyos ojos chispeantes veo, aún hoy, en mi imaginación, se me aproximó y me tomó de la mano. En ese momento casi muero del susto.
Di algunos pasos aferrada por su gran mano, cuando sentí realmente, sin ver nada, al Ángel que había visto en el cuadro de la casa del Capitán Becerra. Lo sentí tan real como sentía a mi lado al enmascarado grandullón. El Papá del Cielo lo mandaba para quedarse conmigo y llevarme a casa. Lo sentía realmente, sin verlo, pero como si Lo viese; tenía la certeza real de que Él estaba en el lado opuesto al del enmascarado. El enmascarado me soltó, dándome un tirón, y no lo vi más; se perdió en medio de la multitud.
Al terror que me había poseído hasta hacía un instante, le sucedió una tranquilidad dulce y calmada, por la confianza en mi “Nuevo Amigo”. Ya tenía ante mis ojos la puerta de la plaza, cuando veo a Acacia correr hacia mí. Si la hubiera visto antes de la llegada de mi “Nuevo Amigo”, ciertamente hubiera corrido hacia ella con la misma ansiedad con que ella se dirigía hacia mí. Mi calma probablemente le tranquilizó y nunca, ni Acacia, ni papá, ni mamá se enteraron de este episodio, y ésta es la primera vez que lo cuento.
Desde ese día de febrero o de marzo de 1905, el “Nuevo Amigo” me acompañaba siempre, siempre, por todas las partes, y hacía guardia conmigo al Papá del Cielo, al pie de la cómoda grande. Ya no tenía miedo de la semioscuridad del cuarto, pues sentía la dulce y alentadora presencia de mi “Nuevo Amigo”, como lo llamaba siempre, hasta que, a los 6 años, supe que Él era el Santo Ángel de la Guarda. Comprendí esto perfectamente; Él me hablaba, pero nunca oía su santa voz.
¡Fiel guardián de mi infancia y de mi juventud, cuánta añoranza siento ahora de Ti, mi santo “Nuevo Amigo”! Déjame llorar, no hago nada malo. Estas lágrimas te las ofrezco a ti, mi Fiel Guardián, en prueba de mi gran amor y de la gran nostalgia que tengo de Ti. Después de 30 años, ¿cómo Te has separado de tu hermanita y amiga? Pero Tú estás todavía conmigo, yo lo creo, a pesar de no sentir ya tu presencia y compañía santas desde el pasado año 1935. ¡Que al recordar todo lo que hiciste por mí, Te ame todavía más! Si no hubieras estado Tú, mi Santo Guía, ¡quién sabe si no hubiese ofendido voluntaria y gravemente, millares de veces, al buen Dios! Tantas cuantas veces cedí a mis caprichos y mis inclinaciones, estaba dispuesta a obrar el mal, ¡pero tu santa advertencia llegaba siempre a tiempo, impidiendo mi caída!
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