En 1913 vino de Río el Teniente Coronel N., de unos cuarenta y tantos o cincuenta años de edad, soltero y poseedor de una gran fortuna. Este señor era amigo íntimo de papá, ya desde el tiempo de estudiantes. Por tanto, el Teniente Coronel se convirtió en frecuentador asiduo de nuestra casa, viniendo casi diariamente a conversar con papá, a su regreso del cuartel, pues nuestra casa quedaba a pocas manzanas del cuartel.
Uno o dos meses después de su llegada, (creo que no tanto) comenzó el teniente Coronel N. a mostrar particular preferencia por mi pequeña persona, colmándome frecuentemente de valiosos regalos.
Cierta vez, fui llamada a la sala por mamá. Estaba allá el Teniente Coronel y quería entregarme entonces el regalo que me había traído: una gran caja con un ajuar de novia completo, estilo imperio, que había mandado traer de Montevideo. Le alargué la mano en agradecimiento; él la besó y le dijo a papá: “Me gusta esta niña y quiero hacer de ella una señora”. No comprendí en aquel momento lo que quería decir con aquello y me fui, muy complacida con el gran regalo, a enseñárselo a mi querida Acacia.
Algunos días después de nuevo fui llamada a la sala. El Teniente Coronel estaba allí con su uniforme de gala encarnado y azul. Mamá había ordenado a Acacia que me pusiese el traje imperio para que el Teniente Coronel viese lo bien que me quedaba. Francamente, debo decir que no me gustaba aquel traje que me daba aspecto de chica mayor: el vestido era más ceñido de lo que yo acostumbraba a usar y los finos botines de charol eran de “tacón militar”, cosa que jamás había usado en mi vida. Yo andaba siempre con los cabellos sueltos, Acacia me los desenredaba con mucho cuidado todas las noches. Y ahora mamá había ordenado que Acacia me los recogiera atrás con una cinta.
Así transformada comparecí en la sala. Parece que al Teniente Coronel le agradó verme así. Entonces, abriendo una cajita de terciopelo azul, sacó una alianza con dos diamantes y me la colocó en el dedo, diciendo: “Todavía eres demasiado niña para una alianza de verdad”. En aquel momento no entendí nada. Apenas sé que me alegré con el lindo anillito. Después, el Teniente Coronel continuó: “En breve irás a viajar por Europa. Por eso es preciso que estudies el italiano y el alemán (el francés ya lo estaba aprendiendo en el colegio) y también debes aprender piano”. Algunos días después me trajeron una profesora de piano y un piano de alquiler, para estudiar; también me pusieron un profesor de italiano y, en el colegio, inicié el estudio del alemán con mi querida Madre Rafaela.
Algunos días más tarde, una noche, papá me llamó a solas, muy serio, muy preocupado. Hallé a papá diferente de otros días. Papá se sentó y, acariciándome la cabeza, dijo: “Hija mía, papá tiene una noticia importante que comunicarte. Mi amigo N. quiere hacerte su esposa, cuando cumplas 15 años. Papá quiere que su hijita acepte esta propuesta, que le hará muy feliz. Conozco a mi amigo y tengo la certeza de que te hará muy feliz”.
Entendí poco o casi nada de lo que papá me había dicho. Tenía 13 años y, hasta entonces, jamás se me había pasado por la cabeza que alguien quisiera tomarme por esposa. Ni siquiera sabía lo que era una esposa; justo sabía que mamá era esposa de papá. Y como no había entendido nada, le respondí a papá, como si fuera la más trivial de las cuestiones:
“Sí, papá”. Y me fui sin volver a pensar en el asunto. Sin embargo el primer viernes de mes que siguió a la “audiencia” con papá fui como acostumbraba a la Santa Misa y a la Sagrada Comunión. Después de la Sagrada Comunión, en la que estaba embebida, siento, oigo, como acostumbraba, la voz de mi “Nuevo Amigo” (esta vez no era la suya, sino la de Nuestro Señor): “No serás una esposa de la tierra, sino la esposa de Jesús”.
Desde entonces pensaba continuamente cómo podría ser esposa de Jesús (porque tampoco comprendía lo que era una esposa de Jesús). Sin embargo, desde ese día, permaneció en mí un deseo grande, muy grande de ser esposa de Jesús. Y claramente me di cuenta de que para ser esposa de Jesús no podría ser la esposa del Teniente Coronel, cuya presencia comencé a aborrecer. Me disgustaba sobremanera ponerme el anillito, que era una especie de alianza de noviazgo (cosa que sólo comprendí más tarde), por lo que voy a contar: El domingo siguiente al primer viernes de mes al que ya me he referido, estaba preparándome para ir a pasear con unas amiguitas. Busco el anillo para ponérmelo, y cuando estaba intentando colocarlo en el dedo, mi “Nuevo Amigo” me lo impide, apartando suavemente la mano que tenía el anillo de la otra en la que lo iba a poner. Lo guardé inmediatamente, con la firme intención de no ponérmelo más.
Sin embargo, no tardó el Teniente Coronel en darse cuenta de que ya no me lo ponía, diciendo que deseaba que lo usara siempre. Mamá me mandó buscarlo y me dijo que no debía quitármelo del dedo. Fui a buscarlo, y en la sala me lo puse. Mi “Nuevo Amigo” no se opuso esta vez. Pero allí mismo, ante aquel señor que ya me desagradaba y ante papá y mamá, allí presentes, miré el santo rostro de mi “Nuevo Amigo” y reconocí su desagrado por el uso del anillo. Sentí una gran pena en el alma y por la noche, en la cama, entre sollozos, le pedí a mi “Nuevo Amigo” que me hiciera perder el anillo.
Pasó algún tiempo (muy poco) y llegó el invierno. Me salieron una gran cantidad de sabañones en las manos. Se me hincharon de tal modo que el dedo anular comenzó a quedarse rojo.
Debo añadir que ni antes, ni después de este acontecimiento, jamás he tenido sabañones en las manos. La hinchazón era tal que se volvió imposible girar el anillo en el dedo. Solamente donde se encontraban los dos diamantes se podía cortar con la lima, sin dañar el dedo. Así que fue menester romperlo del todo. Papá, entonces, limó el anillo, y como al limarlo junto a una de las piedritas se partió en dos partes, la compostura iba a ser muy imperfecta y papá no lo mandó arreglar.
Animada por el éxito del anillo, le pedí a mi “Nuevo Amigo” que me librara también del Teniente Coronel.
En una salita contigua a la sala de visitas, tenía yo una casa de muñecas completa, en una estantería con varios aparadores. Una tarde, ordenaba los juguetes cuando, estando abierta la puerta que daba a la sala, no me apercibí de que el Teniente Coronel estaba en la sala y, viéndome allí, vino a verme jugar, colocándose detrás de mí, sin que yo me diera cuenta. En esto, se hizo oír, diciendo: “Esto ya no sienta bien a una novia. Debes ahora esmerarte en el estudio de las lenguas y del piano, porque dentro de dos años viajaremos a Europa”. Me volví sorprendida. Mi “Nuevo Amigo” se aproximó más a mí, Lo sentí. Entonces le respondí al Teniente Coronel, ahora sin miedo de desagradar a papá y a mamá: “El señor debe saber que yo no quiero ser su esposa, ni tampoco me agrada estudiar italiano con el señor Padre, y todo esto se lo voy a pedir a papá”. El Teniente Coronel, un tanto despechado, eso me parece, dijo: “No sabes lo que estás diciendo, eres todavía muy niña y a Cony no se le tendrá en cuenta”. En este momento sentí que mi “Nuevo Amigo” me empujaba suavemente hacia la sala. Obedecí y dejé solo al Teniente Coronel.
Aquel mismo día fui a estar con papá, me abracé a su cuello sollozando y le dije que no quería ser la esposa del Teniente Coronel, ni estudiar italiano con el señor Padre. Papá, abrazándome, respondió: “Hija mía, no te obligo a eso, pero mira que, desistiendo de ser la esposa del Teniente Coronel, truncarás tu futuro y también el de tus hermanos. Pero si mi hija no quiere, mañana mismo hablaré con mi amigo”. Encontré todavía bastante resistencia por parte del Teniente Coronel, lo que me hizo sufrir mucho. Pero, poco tiempo después, fue trasladado a Río y... me dejó en paz. Me alegré y no me olvidé de agradecérselo a mi “Nuevo Amigo”. Sin embargo, continuaba todavía ignorando de qué manera podría ser esposa de Jesús. Pero, a su tiempo, lo supe.
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