Pasaron algunos días. Sabía, porque la Hermana Irene nos lo había enseñado, que debíamos preparar muy bien nuestro corazón y dejarlo muy hermoso para la visita del buen y tan querido Jesús. Ansiaba la primera confesión, para que mi corazón y mi alma quedaran más blancos que el lindo vestido blanco que mamá había mandado hacerme ya.
Al fin, llegó el día de nuestra primera confesión. Me confesé con el Rector del Liceo, el Padre Dr. Luis Lembrecht.
Ya la víspera, sor Irene, muy celosa, nos llevó a una sala vacía, nos dio un papel y nos dijo que, con el catecismo, podíamos buscar los pecados. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí, pero no me decía nada. Yo pensé: “me gustaría más estar sola con mi “Nuevo Amigo”. Lady, una de mis compañeras, estaba a mi lado, y no se quedaba quieta. Constantemente me preguntaba, apuntando con el dedo hacia uno de los pecados del catecismo: “¿Cecy, tú vas a escribir este pecado?” Yo le respondía siempre: “Sor Irene dice que la gente solamente dice los pecados al Padre, pero yo los voy a escribir, sí, así se recuerdan mejor”.
Me parece que sor Irene vio que Lady no paraba quieta y la llevó a otro banco. ¡Qué bien, me quedé sola en el banco con mi “Nuevo Amigo”! Pensaba y pensaba. Le pedí a mi “Nuevo Amigo” que me ayudara para hacer, bien hecha, mi confesión. Y, después de leer los pecados contra cada mandamiento, pensé: “Aquí hay muchos pecados, unos que yo he cometido, otros no sé si los he cometido, y otros no entiendo lo que quieren decir. ¡Qué cantidad de espinas clavadas en la cabeza del buen Jesús!” Sentí una pena muy grande del “buen Papá del Cielo” y, como quería consolarlo, Le prometí, esforzándome mucho para no llorar: “Nunca, nunca más seré mala, no quiero cometer ni un solo pecado más; yo siempre quiero cometer pecados, y es mi “Nuevo Amigo” el que no me deja y cuida de mí”.
La Hermana Irene, que lo observaba todo, se me aproximó y me dijo: “¡Pero Cecy, las otras están ya casi terminando y tú todavía no has comenzado!” Comencé, entonces, pero con la intención de escribir todos los pecados del catecismo. “Nuestro Señor sabe los pecados que he cometido y los que no he cometido. Así no queda nada en mi corazón, ni una manchita, y mi alma queda blanca como la Santa Hostia blanca que yo voy a recibir”.
Cuando terminamos, la Hermana Irene nos dio un sobre, dobló el papel de cada una, lo metió en el sobre y lo cerró. Después escribimos nuestro nombre en él y la Hermana Irene los guardó todos para el día de la confesión. Me marché a casa, y apenas podía esperar hasta el día siguiente. La Hermana Irene había dicho: “Mañana, a las dos, vosotras haréis la primera confesión”. Y así fue.
Llegó finalmente el gran momento. No sé cuántos sentimientos distintos experimenté. No fui la primera, la Hermana Irene era quien lo decidía. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí conmigo, e iría junto a mí. Repetidas veces recé el Acto de Contrición con mucha, con muchísima pena de haber sido tan mala con el Papá del Cielo.
Llegó mi turno; tenía un gran papel lleno de pecados, de las grandes espinas con que había herido la Santa Cabeza de Jesús. Y allí estaba yo en el confesonario, con el corazón latiendo frenéticamente. Ansiaba confesarme. Comencé a leer, a leer mis pecados. Pero, de repente, el Señor Padre me interrumpió y me pidió el papel. Se lo di. No me lo devolvió. Hice el resto de la confesión sin papel. El Padre iba repasando los pecados, y yo decía si los había cometido. Aún sin papel, que antes me parecía a mí que era indispensable, sé que hice una excelente confesión, pues sentí una felicidad tan grande como nunca hasta entonces había sentido.
Escuché, al salir del confesonario, que el Señor Padre se reía, y esto me alegró aún más porque pensé: también él está contento con mi felicidad. Sólo más tarde comprendí que, una vez más, había sido una bobita.
Al llegar a casa, a la tarde, no fui a jugar a la calle como de costumbre y tampoco quise ir al tambo, a donde tanto me gustaba ir. Y es que tenía miedo de echarme alguna manchita en el alma, ahora tan blanca y bonita como el velo, la guirnalda o el vestido blanco que ya estaban guardados en el armario. Me pasé todo el resto de la tarde sentada en la sillita mecedora, al pie de la gran cómoda, rezando el acto de contrición. Nadie estuvo conmigo, sólo mi “Nuevo Amigo”, que tampoco quiso ir al tambo.
Acacia, al volver del tambo, dejó claro que no se había olvidado de mí: me trajo leche en mi tacita azul con una ovejita pintada, que mamá me había comprado después de que me rompieran el vaso.
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