domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 39 - Los patines sacrificados

El caso que voy a contar a continuación sucedió todavía en 1914. Al comienzo del invierno se inauguró en el “Salón Punto Chic” una “pista” de patinaje. A. vino por la tarde a invitarme para irnos a la fiesta.

Fuimos. Me encantó ver aquella cantidad de chicas, chicos, y también niñas de mi edad (muchas compañeras) deslizándose con rapidez, en graciosas vueltas, sobre el gran espacio de mosaico liso. ¡Ah! ¡Cómo deseaba saber patinar así! ¡Qué bonito tiene que ser! Allí mismo, mientras admiraba la habilidad de los patinadores, me propuse no gastar ni un “níquel” y juntar los 25.000 reales para un par de patines. Me atraía la “pista”, como antes la plaza para los paseos en autovelocípedo. Todos los domingos, a las 5 de la tarde, allá estaba con A., que un domingo vino ya a buscarme provista de un lindo par de patines nuevecitos y brillantes que había comprado en Artigas.

Finalmente, conseguí la cantidad para los suspirados patines. Era tan grande el deseo de ponérmelos que ese día feliz me parecía que no había nadie en el mundo más feliz que yo. ¡Ay! Pero todavía había que esperar hasta el sábado, día en el que no había clase por la tarde, para poder ir a Artigas. Iría con A. a Casa Aspiroz, donde ella había comprado los suyos. El domingo sería mi estreno en la sesión de entrenamiento.

A las dos de la tarde de un lindo sábado de invierno, allí estábamos A. y yo, sentadas en la barca que nos llevaría a la ciudad uruguaya de Artigas. Ya estaba suspirando por la vuelta. Antes de que la barca saliera, vino a juntársenos un nuevo pasajero, un pasajero muy conocido que, por la mañana, me había perdonando todos los pecados que había cometido en aquella semana: El Padre Godofredo. Le saludé con el “Alabado”, pretendí levantarme, pero el balanceo incesante de la barca no me lo permitió. Él respondió a mi saludo y además añadió: “¡Cecy por aquí!”. Y yo, en mi inmensa alegría, le digo: “Sí, Padre, voy a comprar un par de patines”. Una o dos remadas después, el Padre Godofredo estaba ya leyendo o rezando con un libro. Y así atravesó todo el río Jaguarao. Cuando desembarcamos en Artigas, el Padre Godofredo me dice, al irse: “Nuestra Señora espera un pequeño sacrificio”. Fue como si una bomba cayese a mis pies, tan inesperada fue la advertencia. Entré en un verdadero combate, allí en pleno muelle, sin decidirme a dar un paso hacia el frente. Mi amiga A. ya mostraba su impaciencia. Yo sólo le podía decir: “Espera un poquito”. Me asaltó un torbellino de pensamientos, como en el caso del estuche. “¡Oh, no, Nuestra Señora no va querer mis patines! ¡Ya le di el estuche que tanto me gustaba! ¡Y a mí me gustan más, mucho más los patines! Ya haré después otro sacrificio”. Me decidí. “Vámonos rápido, A.”.

Sin embargo, una manzana antes de Casa Aspiroz, me acordé de mirar el santo rostro de mi “Nuevo Amigo”. Lo encontré con aquella “seriedad” compasiva que me hacía comprender inmediatamente lo que él esperaba de su amiga. Una pena grande, muy grande invadió mi mezquino corazón y me surgió un nuevo pensamiento: “Madre del Cielo, os pido perdón. ¿Acaso no merecéis Vos este pequeño sacrificio de los patines? ¿Pienso que es demasiado para Vos?” Sentí en el alma un arrepentimiento sincerísimo y mis lágrimas querían acudir a borbotones.

Pero A., dándome un empujón, me dice: “Cecy, ¡qué chica más aburrida!, ¿vienes o no vienes? ¡Parece que te estás durmiendo!” “A., vamos a volver a Jaguarao, ya no quiero comprar los patines; he decidido hacer otra cosa”. “¿Estás loca?”, dijo A. “Y una vez que hemos venido, ¿nos vamos a ir sin comprar nada?” “No, A., no quiero nada. Voy a comprar para ti un tarro de caramelos de Montevideo y nos vamos después a Jaguarao”. Tenía todavía 20.000 reales. Sabía lo que debía hacer para reparar mi falta. Después de separarme de A., en la esquina de su casa, fui a la Oficina Cerqueira y pedí que me cambiaran los 20.000 reales en “níqueles” de 400 reales. Fui al asilo y di 400 reales a cada pobre de la manzana de mi pobre viejito fallecido, el “señor” Cipriano José. Si la alegría de cada pobre fue grande, la mía fue incomparablemente mayor. Y estoy convencida de que la alegría que hubiera experimentado con mis patines hubiera sido incomparablemente menor. Recibí la “dulzura” de mi “Nuevo Amigo”.

Hechos como este se repitieron muchas veces, por eso, no me parece necesario contarlos.

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