Fui al catecismo con la Hermana Irene. Cada día deseaba más al buen Jesús en mi corazón. Sentí un gran terror del pecado, que tanto disgustaba y entristecía al buen Dios. Todos los días, al levantarme, le decía a mi “Nuevo Amigo”: “Mi ‘Nuevo Amigo’, santo Ángel de la Guarda, ten mucho cuidado hoy conmigo y no me dejes disgustar al buen Dios. Amén”.
Esta oracioncilla la compuse yo misma y la he repetido durante toda mi vida, a partir de aquel tiempo del catecismo, desde el día en que sor Irene nos habló de que el buen Jesús murió por los pecados de todos los hombres. Y lo que más se grabó en mi alma de niña fue: “Cada pecado que la gente comete es una espina grande que la gente clava en la Santa Cabeza del buen Jesús”.
“Cuando recibimos a Jesús en nuestro corazón, si después cometemos un pecado, echamos al buen Jesús de nuestro corazón a empujones, y dejamos que el demonio entre”.
Estas palabras, que se grabaron claramente en mi alma, despertaron en mí un verdadero horror al pecado. ¡Ah! Incontables veces estuve a punto de clavar una “espina grande” en la Santa Cabeza de Nuestro Señor, pero mi “Nuevo Amigo” llagaba siempre a tiempo de impedirlo; de ahí la dulce y segura confianza que en Él tenía.
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