El 8 de diciembre de 1914 me convertí en Hija de María. Recibí la linda medalla milagrosa pendiente de una larga cinta azul. Me la impuso el Reverendísimo Canónigo Godofredo Evers, entonces Director de la Congregación Mariana.
La víspera de aquel día me confesé con el Padre Godofredo, que después me dijo: “Mañana el buen Dios y su Santísima Madre le van a conceder a Cecy una gran y muy particular gracia. Pero todavía le está reservada una mayor; la gracia extraordinaria de hacerla Esposa de Jesús. ¿Y Cecy quiere aceptar esta amorosa invitación de Dios?” Le respondí: “Padre, ya hace tiempo que quiero ser Esposa de Jesús y también ya sé que no seré una esposa de aquí, de la tierra”.
El Padre Godofredo me explicó cómo podría ser esposa de Jesús. Lo comprendí hasta donde alcanzó mi apocada inteligencia. Y entonces, el Padre Godofredo añadió: “Al final, vuelve al confesonario”. Así lo hice. El Padre Godofredo me dio, entonces, un papelito escrito, diciendo: “Mañana, después de la Sagrada Comunión, le dirás a Nuestra Señora las palabras que he escrito”.
Aprendí de memoria la oracioncita y al día siguiente hice lo que el Señor Padre me había mandado. Después de la Sagrada Comunión, le dije lo que estaba en el papel:
“Madre mía Santísima, hoy vais a recibirme en el número de vuestras hijas predilectas. Pues bien, Madre querida, hagamos un trato. Hoy, cuando esté al pie de vuestro altar, cuando el siervo y ministro de Vuestro Hijo me dé, en vuestro Nombre, el distintivo de Hija de María, en vuestras Manos purísimas dejaré el lirio de mi inocencia y virginidad. Guardadlo, oh María, es vuestro. Jamás os lo tomaré. Y cuando el Esposo Divino me lo venga a reclamar, entonces, Virgen de las Vírgenes, le responderé feliz: “Se lo entregué a vuestra Madre Virginal. Ella os lo dará”.
En el santo día, cuando, al pie del altar, el mismo Padre Godofredo me daba a besar la linda medalla, yo repetía con el corazón aquella oracioncita. Durante todo el tiempo de la ceremonia, mi “Nuevo Amigo” tuvo posada sobre mi hombro su santa mano. Nuestro Señor vino a mí, como en la Sagrada Comunión, y también vino Nuestra Señora. Aunque no los vi. El mismo día, después de la fiesta, cuando el Padre Godofredo me preguntó si había hecho la entrega a Nuestra Señora, le dije sólo a él: “El Santo Ángel puso su santa mano sobre mi hombro y, con la otra, le entregó el lirio a Nuestra Señora”. Vi lágrimas en los ojos del Padre Godofredo, pero él se las enjugó rápidamente. Aunque no sé por qué lloró.
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