Finales de 1918. Último año que frecuenté mi querido Colegio de la Inmaculada Concepción. Las Hijas de María de la ciudad (pues la Congregación del Colegio era sólo de alumnas) habían decidido organizar una fiesta en beneficio de la Sociedad Obrera Santa Isabel, y buscaron el apoyo de las Hijas de María del Colegio. Iban a representar el drama “Mina”. La Madre Susana había cedido el teatro del Colegio. Dirigía los ensayos doña Isaura Vargas (hoy sor Nuncia), profesora del Colegio Elemental, y que se hospedaba en nuestro Colegio.
Me escogieron para tomar parte en el drama. Y me asignaron el papel de “Cornelia”, dama romana de “deslumbrante belleza”. Acepté el papel, con toda naturalidad, sin acordarme de que “era fea”, y ni me pasó por la mente cómo podría transformarme en “deslumbrante belleza”.
Había otro personaje en el drama: “Faustina”, también dama romana, hermana de “Cornelia”, pero de belleza vulgar. Este papel le tocó a mi compañera M., que era realmente bonita y tenía todas las cualidades exigidas para representar el papel que me había tocado a mí. No comprendo semejante desacierto en la elección. Me dieron a mí, que era realmente fea y torpe, el papel de “Cornelia”. Las chicas encargadas del festival lo habían decidido así, comenzando por doña Isaura, que hizo el papel de “Gedeón”, un joven israelita. Pero el caso es que no pensé en lo “desacertado de la elección” y, muy coqueta, acepté el papel, que era bien largo y comencé a estudiarlo para el primer ensayo.
En casa mostré mi papel a papá y a mamá, contándoles el argumento del drama. Papá siempre interesadísimo por todo lo que tenía que ver con nosotras, escuchó sin interrumpirme toda la lectura de mi papel y después añadió: “La obra parece muy bonita, pero creo que las chicas encargadas del festival no han distribuido bien los papeles, por lo menos el tuyo. La dama romana era de gran belleza y, como tal, muy orgullosa, dominaba a todos. Mi hija no podrá interpretar ese papel, y por ello, no va a agradar al público”.
Sólo entonces, por las palabras de mi padre, caí en la cuenta; y como sabía muy bien que no era bonita, y hasta me encontraba feúcha, me pareció que, como siempre, mi padre tenía razón, e inmediatamente lo decidí: “Tienes razón, papá, la obra va a quedar muy rara, cuando el joven israelita proclame la “belleza deslumbrante” de la hija del senador romano, y después, ¡qué decepción para los espectadores! ¡Aparece una “damisela” muy feúcha! Papá se rió muy a gusto y, atrayéndome hacia sí, mientras me abrazaba y me acariciaba, me dijo: “Mañana entrega tu papel a la muchacha que te lo dio, agradéceselo con franqueza y le expones el motivo de la devolución, a la vez que te ofreces a representar otro papel, por ejemplo el de “Eufrosina”, aya de ‘Gedeón’ ”.
Al día siguiente hice lo que papá me había dicho. Fui a estar con doña Honorina (prefecta de la Congregación), la principal encargada de la fiesta, y se lo expuse todo. Doña Honorina también se rió bastante y, abrazándome, me dijo: “No hay nadie más responsable que yo del éxito de la fiesta. Vas a quedar tan bonita como “Cornelia”, Vicy se cuidará de transformarte”. Y me pidió que me quedara con el papel. Se lo prometí, con la condición de no asumir este compromiso si Vicy “no pudiera volverme bonita”. Le conté todo a papá que, finalmente, no se opuso. Mamá lo criticaba, diciendo que no iba a ir a la fiesta para ver “damas feas”.
Los ensayos se sucedieron sin novedad, y llegó el tiempo de preparar el vestuario. Vicy me prestó el lindo vestido con el que había sido la reina del último carnaval en el club Jaguarense. Era realmente lindo. Las chicas adaptaron el gran manto de terciopelo y armiño al estilo romano. No faltaban anillos, brazaletes, pulseras, la bonita diadema de perlas y los grandes aros en las orejas a la moda romana. Las sandalias de satén blanco iban atadas a la pierna con un cordón dorado.
Vicy, muy experta y entendida en el “asunto”, se ocupó de mí. La víspera me rizó el cabello para conseguir el “peinado romano”, de acuerdo a un grabado que había comprado. Y allí estaba yo preparada. ¡Las compañeras y las mozas me hallaban “bonita”! Me trajeron un espejo y quedé “satisfechísima” con mi “falsa belleza”. ¡Casi no me reconocía! ¡Lo había conseguido! Aquello era un verdadero estudio de pintura: leche de lirio, rojo, barra de labios, lápiz, y no sé cuántos mejunjes más me había puesto Vicy.
Y tanto escuché que estaba bonita que, mirándome con detenimiento al espejo, pensé: “Voy a comprar leche de lirio y todas esas cosas que usa Vicy, así podré estar siempre bonita como hoy”. Apenas concebí tal pensamiento, una santa mano conocida se posaba sobre mi hombro. Y allí estaba el santo rostro, dolorosamente triste. Lo entendí todo. Y, en medio de aquel barullo de voces, risas, vestidos, flores, adornos de las compañeras y de las mozas que nos ayudaban a vestirnos, y allá en el salón el murmullo de las voces del pueblo y la música que ya tocaba, sufrí el dolor de un arrepentimiento grande, muy grande. Comprendí la voz amiga: “¡Si yo fuese bonita, como estaba entonces, mi alma sería horriblemente deforme!”
¡Qué loca había sido! ¿Para qué desear una belleza física, exterior, cuando mi alma era más bella que las más deslumbrantes bellezas físicas? Deseé ardientemente quitarme todo aquello que, en ese momento, me repugnaba tanto. ¡Lavar aquella cara que no era más que una máscara! ¡Sin embargo, era imposible! Comenzó la representación, y mi pobre alma estaba oprimida por el dolor, pero gracias a Dios, por el bendito y salvador dolor del arrepentimiento. Además, gracias a mi Dios y a mi “Nuevo Amigo”, la “santa lección” fue saludable. Nunca más he tenido ocasión de “hallarme bonita” y nunca más pretendí serlo. Y muchas veces he agradecido a Nuestro Señor ser fea, porque sabía que si hubiese sido bonita, mi alma, entonces, hubiese sido fea.
Una o dos semanas después de la mencionada fiesta, Jaguarao recibió la visita del Señor Obispo de Pelotas y repetimos la obra para su Excelencia Reverendísima. Sin embargo, rehusé valientemente “los mejunjes” de pintura. Justo me puse un poquito de polvo de arroz y eso porque me lo mandó sor Clementina. Me parece que nadie me halló fea, y al Señor Obispo le gustó bastante nuestra obra. Cuando, después de estar peinada y preparada, doña Honorina me trajo el espejo, la santa mano se posó nuevamente sobre mi hombro, pero su santo rostro me deleitó el alma con su santa “dulzura”. Amén.
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