Fue en el carnaval de 1915, en cuyas vacaciones sólo oía hablar a todas mis amigas de los bailes de disfraces, de los desfiles de coches, de las reinas de los clubes. Cuando paseaba con mis amigas sólo me hablaban de sus lindos disfraces. Me acuerdo como si fuera hoy: Leontina se iba a vestir de “princesa egipcia”; Cleia, de “champanes”; Prendinha, de “alsaciana”; y hasta en casa: Giselda, de “noruega” y tía E., de “tuna”. Prendinha me hablaba de la comparsa de las apaches, de las colombinas, de los dominós negros y de los pierrots.
Yo también me contagié del entusiasmo. Fue mi debut. Le dije a mamá que también quería disfrazarme y así fue. Tía E. se encargó de mi disfraz de joven apache. Me dio sus informaciones y nociones de etiqueta: “Usted, en su grupo, debe formar en la polonesa, porque ya es una mocita”. Me asusté. ¡Yo sólo sabía bailar como nos había enseñado Acacia cuando, en la galería grande tocaba con el peine y, junto con las niñas de la vecindad, haríamos un baile! Le expuse a tía E.: “Yo no sé formar en la polonesa y se van a reír de mí”. A lo que replicó tía E.: “Aprende equivocándote, ya es tiempo de que vayas a los bailes”.
Mi entusiasmo se enfrió un tanto y me parece qué, si el disfraz no se hubiese empezado a confeccionar, hubiera renunciado. Pero, en breve, volvió el entusiasmo, cuando vi los lindos disfraces de mis amigas y también el mío: era de satén encarnado brillante; delantal de organdí blanco; blusa igual; corpiño de terciopelo negro, sujeto delante con un cordón dorado entrecruzado. En la cabeza un pañolón de seda roja, medias blancas y zapatos cereza. Al verlo terminado, salté de alegría.
Llegó, por fin el célebre carnaval. Y estalló una gran rivalidad entre los clubes “Harmonía” y “Jaguarense”. Los dos querían sobresalir por encima del otro. Mamá, asustada, ya no quería dejarnos ir. Al final, vino el coche a buscarnos y los jóvenes de la comisión le aseguraron que no iba a suceder nada. Y allá nos fuimos.
El punto de reunión era la casa de la reina. Una fila interminable de coches adornados y aquella confusión de disfraces, mozos, mozas, chicos y niños. La comisión organizadora, en un ir y venir continuo, indicando los coches a los disfrazados. Dos señores se ocuparon, finalmente, de mí. Me llevaron a un coche con dos chicas que yo no conocía, disfrazadas de chinas. Tomé asiento entre las dos sobre la capota, y al lado opuesto se sentaron dos “guardias suizos”. En breve, los coches se pusieron en movimiento para rodear la plaza y dirigirse al club.
Me sentía mal. El gas o la humareda de los fuegos artificiales parecían querer asfixiarme. Me arrepentí de veras. Tuve añoranza de papá, de mamá, de casa, del colegio. No sabía dónde estaban tía E. y Giselda. Al menos quería estar con alguna de mis amigas y no con aquellos jóvenes que no conocía. Me preocupaba la tal polonesa, de la que me había hablado tía E., y en la que no sabía cómo desenvolverme.
Por fin, llegamos al club. Los disfrazados fueron entrando, colocándose alrededor del salón. Yo buscaba ansiosamente un rostro conocido. Allá estaba la que había sido proclamada reina. Ahora irían a desfilar las parejas en la polonesa. Sentí una gran angustia en el alma. Casi sin darme cuenta clamé con un grito del alma: ¡“Nuevo Amigo” mío! Como respuesta, oigo un “Señorita”, me vuelvo y, delante de mí estaba alguien con una capa de satén negro, con una máscara de terciopelo negro de media cara, que se aprestaba a ser mi pareja: “Señorita, formemos para la polonesa”. Le respondí, con una especie de súplica: “Nunca he formado en la polonesa, porque hasta ahora era una niña (y es que yo creía que sólo las mozas debían formar en la polonesa y bailar con los jóvenes), y no sé formar en la polonesa, ni bailar, sólo sé los bailes que me enseñó Acacia”. El “dominó negro” se rió bien fuerte, y me respondió: “Señorita, no hay peligro de equivocarse, yo la guiaré y será para mí un honor el ser su primer maestro de baile”.
La música comenzó y las parejas ya iban desfilando. Mis pasos eran inseguros y torpes, me sentía muy descompasada, sin embargo mi desconocido maestro me animaba con su maestría y desenvoltura. En cierto momento, al entrar en el segundo salón, las parejas se separaban y yo, aturdida, con los ojos ávidos por encontrar a tía E. o a Giselda, me salí de la fila, pero al instante veo venir hacia mí al “dominó negro”, que acabó por ganarse mi confianza.
Ahora me alegré, porque aquel desconocido era mi único “conocido”. Me ofreció su brazo, diciendo: “Yo la acompañaré; soy su pareja”. Respondí: “No he visto hasta ahora a tía E. ni a Giselda, y quería ir con ellas”. El “dominó negro” preguntó: “¿Cómo están disfrazadas?”. De “noruega” y de “tuna”, le dije yo. “¡Ah! Yo las he visto, añadió el “dominó negro, cuando se estaban montado en su coche; han ido al Club ‘Jaguarense’”. Tuve la intención de llorar. Me sentía abandonada y sola. Sin embargo el “dominó negro” intervino: “Yo la llevaré al ‘Jaguarense’, nada tema”. Me alegré sobremanera y no sabía cómo agradecer al bondadoso “dominó negro”. “Sí, sí, lléveme al ‘Jaguarense’, no me quiero quedar aquí”. “Espéreme aquí -dijo el “dominó negro”- que voy a ir a buscar mi coche”. Me quedé en el balcón del Club.
En breve, volvió el “dominó negro” diciendo: “¡Vamos, señorita!”. Atravesamos el primer salón. La orquesta tocaba y las parejas danzaban. Cuando llegamos a la gran puerta central, que afrontaba con la escalinata de mármol que descendía a la calle, el “dominó negro” me ofreció la mano. En ese mismo instante otra “mano amiga” me tomó la otra mano, la izquierda. Me vino a la memoria la escena aterradora de 1905, en la plaza de Santa Victoria, con el gran enmascarado de ojos chispeantes, que también me tomó por la mano. Aterrorizada miro al rostro del “dominó negro”, cubierto por la semi máscara de terciopelo, y sus ojos brillaban del mismo modo; su mano enguantada apretaba la mía, tirando de mí ahora con fuerza, obligándome a bajar los peldaños de la escalera. Pero la santa mano de mi “Nuevo Amigo” me impulsaba hacia arriba. La escena de 1905, se estaba reproduciendo, casi idéntica, en 1915. El “dominó negro” me llenó de pavor. Sus ojos centelleaban a través de la máscara. Su mano, cubierta por un guante de piel negra, casi me arrastraba, pero sin conseguirlo, pues, por su parte, la santa mano de mi “Nuevo Amigo” lo impedía suave, pero enérgicamente. El “dominó negro” no me dijo ya ni una palabra galante: “Vamos ahora, y deprisa”. Me dio un tirón, intentando arrastrarme. No lo consiguió y con una frase entrecortada, me soltó y descendió precipitadamente los peldaños de la escalera, desapareciendo en la calle.
La santa mano se posó sobre mi hombro, ahora ya no con fuerza, sino suave y compasiva. Miré su santo rostro, allí estaba con aquella “dulzura” que constituía mis delicias.
Vuelvo, tranquila, al salón y allá veo a tía E., que me estaba buscando. Vovó también estaba y me fui con ella. Vino un “turista” a convidarme a la “Cuadrilla”. Vovó me mandó ir. Pero el “turista” no tenía máscara. Entré en la “Cuadrilla” y -sea exaltada aquí la gran misericordia y fidelidad de mi “Nuevo Amigo”-, él, el Príncipe del Cielo, el Santo Mensajero del Dios Altísimo, entró también en la Cuadrilla, con su pequeña amiga, la miserable criatura a quien debía proteger y guiar.
Terminada la “Cuadrilla”, el “turista” me llevó junto a Vovó. Los días siguientes ya no quise ir, de noche, al baile. Sólo fui, a la tarde, al “desfile de coches”, pero no se me aproximó ningún hombre de capa negra.
Mi “Nuevo Amigo”, Vuestra fidelidad y amor, más de una vez, me apartaron de un gran mal. Esto es cierto, aunque yo lo siga ignorando aún hoy. Amén.
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