En las vacaciones de 1911 a 1912, papá, aconsejado por el médico, determinó mandarme en el mes de febrero a Santa Victoria del Palmar, para que tomara las aguas yodadas de los baños de mar. Partí nada más terminar el curso, en la segunda quincena de diciembre. Debía hospedarme en casa de la familia N., amiga de mis padres, y cuyas hijas estaban internas en nuestro colegio de Jaguarao. Me costó mucho separarme de mi familia. Más de una vez, cuando mamá estaba haciendo mi maleta, ayudada por Acacia, las sorprendí llorando. Este hecho me hacía sentir más la separación. Papá me llevó al puerto, donde, con las dos niñas N., fui entregada al Coronel M. En casa, la cena de despedida fue muy dolorosa. El vapor saldría a las dos de la tarde, y, por la mañana, bien tempranito, Acacia me despertó para ir a la Santa Misa, en la que comulgué. Ahora ya no iría sola: Jesús y mi “Nuevo Amigo” me acompañarían. Ya mucho tiempo antes del viaje estaba recelosa, temiendo en mi infantilidad que mi “Nuevo Amigo”, “por cualquier motivo”, no pudiera acompañarme... Sin embargo, nada de eso sucedió. El Padre Godofredo me había dado una estampa del Santo Ángel de la Guarda en la que había escrito la linda oracioncita que yo sabía muy bien de memoria y que rezaba mañana y noche:
“Santo Ángel del Señor,
Mi celoso guardián,
Ya que a ti me confió la piedad divina,
Dirígeme, guárdame,
Gobiérname e ilumíname siempre. Amén”.
El viaje transcurrió bien y amanecimos en Santa Victoria, donde, en el puerto, ya nos esperaba el matrimonio N. Extrañé muchísimo la falta de mis padres, de mis hermanos y de la buena Acacia, aunque aquella familia N. me rodeó de todo cariño, cuidado y dedicación. Antes de dos semanas caí enferma con fiebre alta y, si no hubiese tenido la presencia continua de mi Jesús y de mi “Nuevo Amigo”, creo que no hubiera resistido la dura separación. Por fin me restablecí, pero cuando la familia N. estaba en los preparativos para ir al mar, llegó la noticia de que la casa había sido incendiada. Entonces resolvieron ir a la gran Hacienda N.
La vida agradable y movida de la hacienda fue diluyendo, poco a poco, la especie de nostalgia que tenía en el alma, y por fin me sentí bien. En la hacienda había carreras, paseos a caballo o en break, y una tarde se formó gran algarabía por el baño en la “cascada” para el que vinieron a casa las familias vecinas.
Fuimos. Grupos a caballo, en tílburi y en coche break. Doña N. me llevó con ella en el tílburi. Yo iba radiante. Llegamos a la cascada, que para mí fue una “maravillosa novedad”. Era un salto de agua, espumosa y cantarina que se deslizaba sobre unas piedras enormes, yendo a remansarse después en un lecho suave de arena. Habían preparado, en las orillas, tres o cuatro casetas, y de ellas, en poco tiempo salieron los grupos preparados para el baño.
Doña N. me llamó para que me pusiera el traje de baño. Corrí radiante. Sin embargo, antes de llegar a donde ella estaba, mi “Nuevo Amigo”, agarrándome del brazo, y la presencia más viva de Nuestro Señor Jesucristo dentro de mi pequeño ser me detuvieron. Me hicieron comprender que no debía acompañar a aquel grupo. Parada en medio del camino, le dije entonces: “No, Doña N., no quiero vestirme así, ni bañarme. Me quedo esperando aquí”. Doña N. mostró su desagrado. Recelosa y tímida, estaba indecisa entre obedecerle o no. Sin embargo, me sentía presa de la santa mano de mi “Nuevo Amigo”. Entonces, resueltamente, respondí a sus insistentes llamadas: “Doña N., no quiero vestirme así, ni bañarme”.
Los grupos, ya en bañador, se preparaban para entrar en el agua. Mi “Nuevo Amigo” se puso en frente de mí y, durante todo el tiempo que los bañistas permanecieron en el agua y después en la orilla, donde formaron un baile, tuve yo, por primera vez frente a mí una Sombra Santa y Benéfica, que supuse eran las Alas extendidas de mi “Nuevo Amigo”. Y siempre, desde entonces, las “Santas Alas Protectoras” se extendían delante de mí, impidiéndome ver lo que ni Nuestro Señor ni Él querían que yo viese.
No hay comentarios:
Publicar un comentario