El hecho que voy a contar sucedió en el cumpleaños del Mayor Reveilleau. Dio, a la noche, un banquete y un baile. Papá me llevó. Sin embargo, el punto de reunión era en casa del Capitán Barcelos, y de allí todos se dirigirían a la casa del que cumplía los años. Tenía yo 8 años. Papá me dejó con las señoras y se fue al grupo de los hombres.
Salimos. Era como una comparsa. Me acuerdo bien de cómo iba vestida y de que llevaba, prendido en el pecho, un broche con mi nombre. Había mucha gente. De repente me di cuenta de que mi broche se había caído. Dejé la calle y quería buscarlo por la alcantarilla. El gran grupo, sin embargo, pasaba, pasaba, sin apercibirse de mi pequeño bulto, que encorvado hacia el suelo, buscaba el broche. El grupo se alejó sin darme yo cuenta y sin que nadie me viera.
Después de buscar el broche durante algún tiempo, sin hallarlo, me di cuenta de que estaba sola en la calle desierta y oscura, escuchando débilmente a lo lejos el murmullo de las voces que se alejaban. Asustada y desorientada, corrí en cualquier dirección, pues no sabía qué rumbo tomar. Quizá corrí unas dos manzanas cuando, cansada y con un fuerte dolor en el costado, me detuve, recostándome en la pared de una esquina.
Hasta este momento no había encontrado a ninguna persona. Poco después, me di cuenta de que allá, al final de la manzana, alguien se dirigía hacia mí. Pensando que sería papá que venía a buscarme, quise correr a su encuentro, pero, he aquí que mi “Nuevo Amigo”, hasta entonces reservado, me lo impide, de la misma forma que me impidió ir con el hombre del circo. Acostumbrada a obedecer sin resistencia a mi “Nuevo Amigo” volví a recostarme en la pared de la esquina. Muy tranquila y, ya sin miedo, esperé al bulto que, lentamente, se aproximaba cada vez más. Ya lo distinguía. No era papá, papá no caminaba así. Era un hombre vestido con un poncho, que caminaba tambaleándose para un lado y para el otro, y tropezando a cada paso.
No tuve miedo. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí conmigo, esta vez no a mi lado, como de costumbre, sino enfrente de mí. Lo sentía sin verlo. Con todo, me quedé quietecita, conteniendo la respiración. El hombre estaba a punto de pasar junto a mí y mi “Nuevo Amigo” quería que yo me quedara quieta. Así fue. El hombre pasó dando tumbos y mascullando palabras que no entendí. Pasó junto a mí, su poncho me rozó las piernas, y él no me vio.
Después de que el hombre pasara fui con mi “Nuevo Amigo” a casa del Mayor Reveilleau, que era nuestro vecino. Entré. La banda de música estaba tocando frente a la casa, y en la calle había un gran movimiento de curiosos que se aglomeraban. Nadie se ocupó de mí. Busqué a papá, lo encontré, y él no se había dado cuenta de mi ausencia. Sólo ahora me doy cuenta de que aquel hombre era, ciertamente, un borracho, y de que más de una vez, mi fidelísimo “Nuevo Amigo” me salvó de males que hasta hoy ignoro.
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