Acostumbrábamos a ir todas las tardes, con Acacia y las niñas del vecindario, a un tambo a tomar leche. Cada una de nosotras llevaba su vaso envuelto en una servilleta. Yo tenía un vaso verde muy bonito adornado de estrellitas y con el asa dorada, que me había regalado el Capitán Barcelos.
A C., una de mis compañeras, le gustó mucho mi vasito y me dijo: “Dame tu vaso y toma la leche en el mío”. Acacia, sin embargo, intervino diciendo: “No, señora, cada una bebe en el suyo”. C. no dijo nada y hasta parecía que estaba de acuerdo.
Anduvimos todavía una manzana, más o menos, cuando C. se vuelve hacia mí y, dándome un fuerte tirón de la servilleta, consiguió que el vaso cayese al suelo y se hiciera añicos. Con la misma rapidez que hizo esto, corrió hacia Acacia, que entonces iba un poco apartada de nosotras por lo que no vio lo que había pasado, y le dijo: “Acacia, Cecy, de rabia, porque no le has dejado cambiar el vaso conmigo, lo ha tirado al suelo a propósito, y lo ha roto”.
Acacia, naturalmente, se enfadó y dijo: “Muy bonito, niñita descarada, pues ahora te quedas sin vaso y no tomas leche, sólo las otras tomarán y tú te chuparás el dedo".
Yo no comprendía la mentira de mi amiga y, en el mismo momento, pues todo sucedió tan rápido, una especie de indignación y de rebelión me empujaba a hacerle lo mismo que ella me había hecho, rompiendo también su vaso. Entonces, mi “Nuevo Amigo” entró en acción y detuvo mis pasos de la misma manera que había impedido el hurto de las frutas. Y vi claramente la santa advertencia de mi “Nuevo Amigo”: la pobre C. había cometido dos grandes pecados: el primero, no podía entenderlo (el romperme el vaso), el segundo, ¡ah! fue la mentira, el mismo pecado por el que fue castigado aquel niñito con los alfileres y las culebrillas en la lengua. C. había mentido a Acacia, y ésta creyó que la cosa sucedió como ella se lo había dicho.
Ahora sabía perfectamente lo que era una mentira. “Ya lo sé: yo rompo un vaso y después le digo a mamá que no fui yo”.
Llegamos al tambo y no sé por qué me olvidé de decirle a Acacia que yo no había sido la que rompió el vaso. Y es que mi “Nuevo Amigo” estaba allí y yo respetaba su presencia más, inmensamente más, de lo que respetaba la presencia de Madre Rafaela, sor Irene, sor Paulina, en fin, de todas la buenas Hermanas que eran para mí la suprema autoridad. De todos modos, Acacia siempre me trataba bien y me dio leche en el vasito de mi hermana.
Y fue así cómo mi “Nuevo Amigo” impidió que yo llevara a cabo aquella fea y baja venganza.
Mi Santo y Fiel Guardián, si yo fuese a contar todo lo que has hecho por mí, ¡ah!, no me bastaría un cuaderno grande y gordo.
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