El lector que ha seguido con atención las sinceras narraciones de sor Antonia, con justificada curiosidad, se preguntará: “¿Las personas que convivían con ella, las que la educaron, llegaron a percibir algo de su extraordinaria vida interior y de los privilegios maravillosos con que Dios la colmó desde su infancia y juventud?” De ciertas palabras y actitudes de sus directores espirituales, ya fallecidos, se impone la deducción de que ellos conocían, de cerca, el trabajo de Dios en aquella alma de elección. Sin embargo, sólo ellos lo sabían. Parece que Dios se lo quiso ocultar a los demás.
El Mayor Juan Lugdero de Aguiar Cony y su esposa, doña Antonia Soares Cony veían, con gran satisfacción, la conducta ejemplar de su hija y su progreso en los estudios. Entre las amigas y compañeras, Cecy era apreciada y querida a causa de su afabilidad y de su constante buen humor. Para juegos y travesuras, siempre se podía contar con ella, pero, al invitarla a faltar a su deber, siempre mostraba una inmediata y enérgica negativa.
Tenía un gran amor innato a la verdad y a la justicia, junto con una susceptibilidad y un pundonor, llevados al extremo. Como legítima descendiente de la esforzada clase militar, toda su vida conservó una notable delicadeza en lo que tocaba a la honra. Las profesoras coincidían en afirmar que era una alumna modelo desde cualquier punto de vista: siempre cortés, modesta, obediente, aplicada. Nada, nada más había en Cecy que llamase la atención, a no ser, tal vez, su recogimiento en la oración, su encantadora ingenuidad y sus formas sencillas y nada pretenciosas.
Ya en el año 1913, mostró el Señor a su pequeña sierva que habría de ser su esposa. Es, pues, de extrañar que Cecy se demorase tanto en conducir sus pasos por el camino de la vida conventual. No comprendía el alcance de esa “revelación”. La idea de separarse de sus padres, a quienes amaba tiernamente, no se le ocurrió ni por un momento. Llegó, durante algún tiempo, hasta a pensar en casarse, viendo en ello el medio para vivir siempre con sus queridos padres. Además, acostumbraba desde niña, a abandonarse enteramente a la dirección de su Ángel de la Guarda. Era Él quien, ante cualquier peligro, salía al paso para salvaguardar y secundar los planes divinos sobre su tutelada.
Con 18 años Cecy dejó el Colegio, que poco después se cerró. Los años siguientes los pasó en el seno de su familia, dedicándose a dar clases particulares. Algunos años más tarde, las Hermanas Franciscanas volvieron a abrir una escuela y Cecy se ofreció a colaborar con ellas.
No fue hasta 1925 cuando Cecy conoció claramente la Santísima Voluntad de Dios respecto a su vocación. No lo dudó más. Con la energía de su inquebrantable voluntad, aunque sangrándole el corazón, se despidió de sus padres y siguió la llamada del Divino Esposo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario