En el año 1908 apareció por Jaguarao un circo ambulante. Levantaron la carpa en una campa grande que había para tal fin, distante apenas dos manzanas de nuestra casa. Para ir al colegio, pasábamos diariamente por allí. Una noche, papá nos llevó al circo. Aunque después dijo papá que la tal compañía no tenía ningún valor y que por la entrada no se podía pagar ni un “tostón”. Mi opinión, por el contrario, fue muy diferente de la de papá y mamá. Me pareció la cosa más linda de este mundo y sentía muchísimo no poder ir todas la noches.
Me encantó ver a los cachorrillos que subían por una escalera de cuerda hasta muy alto y desde allí se tiraban a una gran sábana que habían extendido abajo y que sostenían unos hombres, a la niña que andaba sobre una gran bola, a la moza que se quedaba en el trapecio sujetándose sólo con los pies y, sin embargo, lo que más me gustó fue el feo payaso, con la cara llena de polvos de arroz, pero que daba volteretas tan rápidas que acababa pareciendo una gran bola rodando.
Me parecía que toda aquella gente era diferente de los demás y, en mi admiración, los consideraba muchísimo, pues no podía comprender cómo sabían hacer todo aquello. ¡Y hasta los niños de mi tamaño! Cada vez que iba al colegio o que volvía, me sentía atraída por el gran circo y siempre quería mirar por el portón; y mis hermanas tenían que tirarme de la mano para hacerme salir de allá.
Pensé: “¡Qué bien si mamá me dejara ir a jugar con las niñas del circo! ¡Entonces, harían muchas cosas bonitas para que yo las viese y podría ver bien de cerca al payaso!” Sabía muy bien que mamá no me iba a dejar ir y que Acacia tampoco me llevaría. Resolví, entonces: “El día que mis hermanas no tienen clase por la tarde yo vuelvo sola y puedo ir allá y entrar en la campa del circo”. Todo sucedió según lo había planeado.
A las tres y media de la tarde, cuando regresaba del colegio, me dirigí a la puerta del circo. Había allí muchos hombres, mujeres y niños, pero pensé para mí que aquellos no eran los actores del circo, porque si lo fueran irían siempre vestidos con aquellas bonitas ropas. Me dirigí a uno de los hombres que estaba en el portalón, con una cachimba grande en la boca, y le dije: “¿El señor es el dueño del circo?”
Al recibir una respuesta afirmativa, continué: “A mí me gustó tanto el payaso y las niñas de mi tamaño, que vengo a jugar con ellas”. El hombre se rió, y tomándome de la mano, dijo: “Entonces ven que yo te voy a llevar allá”. No había traspasado aún el portal del gran portón, cuando fui retenida con fuerza por mi “Nuevo Amigo”, de tal manera que me sentí como arrastrada o estirada de la mano derecha, por el hombre a quien podía ver, y de la izquierda, en la que llevaba la bolsa de los libros, por mi “Nuevo Amigo”. No sé qué hizo mi “Nuevo Amigo”, únicamente sé que el hombre soltó violenta y precipitadamente mi mano, diciendo: “Márchate, muchachita”.
Fue entonces cuando me asusté y escapé de allá. Ya en la esquina de casa, miré a mi “Nuevo Amigo” y, como su santo rostro no estaba triste, todo lo olvidé. Pero desde aquel día tenía miedo del gran circo y nunca más fui allá. Hasta hoy no sé por qué mi “Nuevo Amigo” se opuso tan enérgicamente. Sólo ahora, recordando este hecho, que jamás he contado, reconozco que mi “Nuevo Amigo” me libró más de una vez de un gran mal, al que yo me había expuesto sin saber.
Mi santo y fidelísimo Amigo, una vez más os manifiesto mi gratitud y alabo a mi Dios y vuestra fidelidad.
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