1916: Anuncios del carnaval. En Jaguarao, al aproximarse la época del carnaval, acostumbraban a hacer los bailes de anuncio, como los llamaban. Eran comparsas de mozos y mozas, disfrazados generalmente con dominós, que “asaltaban” los clubes, y también las casas de familia, formándose entonces el baile.
Esta vez, el “asalto” iba a ser al club Jaguarense. Fui, arrastrada por la ola de entusiasmo de algunas amigas.
Hablando francamente, no me gustaban mucho los bailes y las otras reuniones sociales; me disgustaban algunas formas de comportarse. Papá, una vez, en la fiesta de aniversario del Capitán B., dijo que yo le había avergonzado porque, en el brindis, dije que no me gustaba el champán y el Mayor E. tuvo que servirme otra bebida. Es que me gustaba decir y hacer las cosas tal como las sentía. Otro ejemplo más: Al doctor C. le gustaba pasear alrededor del salón, hablando de modo tan rebuscado y ampuloso que no le entendía nada, ni sabía qué responderle. Entonces le dije: “¿El Señor podría hacer el favor de hablar de una forma más sencilla conmigo? Papá, en casa, no habla así, tampoco las Hermanas en el colegio”. El se rió a más no poder, diciendo que yo no era más que una ingenua colegiala. Por éstas u otras cosas, comencé a aborrecer aquellas reuniones y sólo acudía llevada por el entusiasmo de las otras.
¡Pero he interrumpido mi narración! Fui a aquel baile de anuncio, disfrazada con una capa amarilla. Estaba en el salón sentada con F. y vinieron dos jóvenes, uno invitó a bailar a F. y el otro, a mí. Yo entonces no sabía bailar bien y se lo dije al mozo. A él, sin embargo, le pareció que yo “bailaba muy bien” (ahora me doy cuenta que eso no era más que uno de los cumplidos que el mozo empleaba) y siguió todo el tiempo bailando conmigo. Por fin, le dije al joven que estaba cansada y que quería volver a mi sitio. Él me llevó al bar, tomó una de las mesitas desocupadas y mandó traer una bebida. En aquel momento hubiera preferido un sorbete; sin embargo, me acordé del caso del champán, y tomé la bebida. El joven, a quien yo no conocía, me sirvió otra copa. Pensando que si rechazaba la segunda copa faltaría a la cortesía, la llevé a los labios, que no llegaron a mojarse, pues mi brazo fue suavemente detenido por la santa mano de mi “Nuevo Amigo”. El mozo insistió y yo, segura por la oposición de mi “Nuevo Amigo” de que no faltaba de modo alguno, se lo agradecí diciendo: “Muchas gracias, pero no acostumbro tomar más de una copa de cualquier bebida”. El joven alegó que el contenido era muy pequeño. Sin embargo, la santa mano estaba sobre mi hombro.
Tengo plena certeza de que, si mi “Nuevo amigo” no lo hubiese impedido, hubiera tomado tantas copas cuantas el joven me hubiera ofrecido, pues además de no pensar en el mal que me haría el exceso de bebida, había concebido una idea errónea de lo que papá había dicho: tenía miedo de faltar a la cortesía.
Mi “Nuevo Amigo” permaneció con la mano posada sobre mi hombro durante todo el tiempo que estuve en la mesita con el joven. Su santo rostro tenía una “seriedad” plácida, pero triste. Comprendí que le desagradaba que me quedara allí con ese joven. Sin preámbulos, me levanté y le dije que me volvía al salón. Él quiso acompañarme, pero le dije que quería volver sola, y se conformó.
Mi “Nuevo Amigo”, en el momento en que escribo esto, reconozco que me libraste de más de un peligro. Salvaste de grandes peligros a tu pequeña amiga, sin que ella se enterara. Sólo ahora caigo en la cuenta y veo de cuántos peligros y males me libraste.
Mi “Nuevo Amigo”, Os quiero mucho aún, a pesar de que os escondisteis y dejasteis a vuestra débil amiga como abandonada. Pero yo bien sé que estáis obrando así porque Nuestro Señor lo quiere. Por tanto, yo también lo quiero y confío siempre en vuestra protección. Amén.
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