En 1910, papá fue trasladado a la Colonia Militar del Alto Uruguay, sin embargo, nosotros nos quedamos en Jaguarao con mamá. Tal separación fue para mí muy dolorosa. El año anterior, la muerte me había separado de mi pobre Dilza, y ahora, aunque no tan fatalmente, debía separarme de papá, a quien quería por encima de todo, después de Jesús, de su Madre Santísima y de mi “Nuevo amigo”.
Fuimos al embarque de papá. Entramos en el vapor. Cuando dio la primera señal de partida, el dolor que sentí por la separación de mi padre fue tan vivo que me pareció que no podría sobrevivir. Me abracé al cuello de papá, llorando convulsamente. Y cuando en ese angustioso momento sonó el segundo pitido del vapor, hubiera fallecido ciertamente de dolor si no hubiese sentido la santa mano de mi “Nuevo Amigo” separándome suavemente de papá. Lo hice sin resistencia; mis lágrimas cesaron como por encanto, miré a papá y a mi “Nuevo Amigo", y Éste con su dulcísima voz me susurró, no al oído sino al corazón, al alma: “El buen Jesús lo quiere así”.
Si en aquel momento hubiera dependido de mí el que papá se quedase conmigo, por nada de este mundo le hubiera hecho quedarse. Quería más, mucho más al buen Jesús y a mi “Nuevo Amigo” que lo que quería a papá. Y sin ninguna lágrima más, ya en el muelle, después de que el vapor diera el último pitido y soltaran las amarras, agitaba mi pañuelo hacia mi querido papá, cuya separación, minutos antes, me había parecido imposible.
Después de un tiempo, papá obtuvo un permiso para disfrutarlo en Jaguarao. En aquella ocasión me trajo un lindo autovelocípedo, lo que fue para mí una cosa más que extraordinaria.
Todos los días, después de regresar del colegio y de haber hecho la tarea, allí estaba yo con mis paseos “en auto”, del principio al fin de la manzana, aunque la calle era de losas y no se prestaba a que el “auto” se deslizara suavemente: las losas, en muchas partes estaban partidas y le dificultaban la marcha.
Un domingo vino a verme, Z. con su ‘silla velocípedo’, diciéndome: “Vamos a pasear a la plaza; allá está mejor, las calles están más igualadas, son más largas y de mosaico”.
Los domingos y los jueves por la tarde se reunía mucha gente en la plaza; a esa reunión la llamaban “footing”. La banda de música tocaba en un tablado levantado en el centro de la plaza, y era aquello un ir y venir de mozas, mozos, señoras y niños que paseaban alrededor de la plaza, mientras en el centro de la misma estaban agrupadas las mesitas del “bar” y del “quiosco”. En el carrusel revoloteaban bandadas de niños.
Mamá nos dio permiso y Acacia fue con nosotras. Era la primera vez que yo iba al “footing”. Mi auto se deslizaba ligero, suave y sin acelerones ni frenazos. Volví de allá encantada, después de haber quedado con Z. que volveríamos a la plaza todos los domingos. Dicho y hecho. Dos o tres domingos después, había un verdadero “desfile”, una “carrera” de velocípedos alrededor de la gran plaza ajardinada.
Ya desde 1909 el Canónigo Godofredo Evers se había convertido en el confesor de las niñas de nuestro colegio. Era uno de los catedráticos del Liceo del Espíritu Santo. El Liceo quedaba frente a la plaza.
Un sábado, en la confesión, el Padre Godofredo me había dicho: “No me gusta que los domingos Cecy vaya a pasear a la plaza, ¿lo entiendes?”
Lo había entendido perfectamente, pero durante la semana olvidaba que al Señor Padre le disgustaba que fuera a la plaza y, llegado el domingo, allá estaba yo en el sitio que más me gustaba, pues ahora no tenía mayor placer que el de pasear allá en el “auto”. Ese domingo, sin embargo, vi que, apartado un tanto del balcón y semioculto por un repostero granate, pendiente de la ventana, estaba sentado el padre Godofredo, quien también me reconoció, pues me hizo una señal con el dedo.
Al sábado siguiente, el Señor Padre volvió a hablarme de mi paseo en la plaza. Pero, al llegar el domingo, cuando Z. y otras niñas vinieron a buscarme con sus velocípedos, ya no me acordaba del disgusto del Padre. Es que hasta entonces mi “Nuevo Amigo” no se había opuesto, y yo me iba allá, lo que era para mí la alegría completa.
Allá estaba yo dando vueltas. Y allá estaba el Padre Godofredo, en el mismo lugar leyendo o rezando con un libro, pero observándome, pues cada vez que pasaba por allá, me estaba mirando. En mi felicidad, le sonreía y no me venía a la mente su disgusto.
En un momento dado, se produjo una algazara al pie de la estatua de la Libertad, que está levantada en el centro de la plaza. Todos corrían hacia allá. No vi a Acacia, que estaba en el lado opuesto, pues siempre nos separábamos de ella. El grupo de velocípedos se detuvo y decíamos: “Vamos a ver qué es”. Algunas ya corrían por el centro de la plaza, en dirección a la estatua.
También yo hice amago de bajar del “auto” y correr hacia allá. Sin embargo, no conseguí dar un solo paso. Una vez más, la santa mano de mi “Nuevo Amigo” estaba sobre mi hombro, deteniéndome, suave, pero inamoviblemente. Mis ojos buscaron su santo rostro y volví la cabeza hacia la derecha. Todo en un movimiento rápido. Estaba frente a frente de la puerta del Liceo. Al mismo tiempo que percibí su santo rostro, triste, vi al P. Godofredo que, descendiendo la gran escalera del corredor de la entrada a grandes pasos, como corriendo, y atravesando la calle a grandes zancadas, se dirigía hacia mí.
No comprendí nada de todo aquello. Me había quedado sola, inmóvil en mi estupefacción. El Padre Godofredo, con un tono benevolente y al mismo tiempo severo, me dijo: “Vete para casa ya, ya, y no vuelvas más por aquí; el buen Jesús va a estar triste”. Y fue en este momento cuando me vino al pensamiento que no había sido un simple deseo del Señor Padre, sino una orden dada por el buen Jesús, a la que no había obedecido.
Un dolor de arrepentimiento grande y sincero inundó mi alma de niña y sollozando le dije al santo sacerdote: “Padre, no sé dónde está Acacia y no sé ir sola. Me llevará Usted, ¿verdad?” Y aquella gran alma de Apóstol, venciendo tal vez todos los respetos humanos, me tomó con una mano, con la otra tomó el “auto” y me llevó a casa; al llegar a la esquina, me dijo: “Vete ahora desde aquí, con la bendición del buen Jesús y los cuidados de tu Ángel de la Guarda”. “Muchas gracias -le respondí-, nunca más voy a ser desobediente”.
Había andado sólo unos pasos, cuando oí la voz de Acacia que me llamaba. La esperé y le dije inmediatamente, con toda naturalidad: “Me quise venir a casa y, como no te veía, le pedí al Padre Godofredo que me trajese”. Me quedé admirada ante la estupefacción de Acacia, que abriendo mucho los ojos, exclamó con viveza: “¡Pero qué chiquilla más poco respetuosa! ¿Te crees tú que el ‘señor’ Padre es tu criado?” Esta observación provocó en mí aún mayor arrepentimiento por mi desobediencia. Acacia le contó el caso a mamá y mamá se lo contó a papá.
Al día siguiente, papá le escribió una carta al Padre Godofredo y yo misma fui a llevársela con Acacia. Me acuerdo que en las noches anteriores al domingo siguiente lloré de arrepentimiento en la cama, por haber entristecido al buen Jesús y a mi “Nuevo Amigo”, aunque éste ya no tenía su santo rostro triste; y tal bondad me conmovía todavía más. El sábado confesé al Señor Padre mi desobediencia, prometiéndole que nunca más iría al “footing” a la plaza. Gracias a Dios cumplí fielmente mi promesa. Al domingo siguiente, a la misma hora del “footing”, en vez de ir a la plaza, el “auto” se quedó en casa y yo, por indicación del Señor Padre, me fui a la Parroquia a rezar en el altar de Nuestra Señora mi Rosario por todos los niños de Jaguarao.
No hay comentarios:
Publicar un comentario