Una oración que, por consejo de su esclarecido director de entonces, acostumbraba a rezar diariamente, revela el estado del alma de la Hermana Antonia, en este periodo: “Mi Jesús, no permitáis que un día sea ingrata a tantas finezas de amor con que me tenéis ligada y obligada a amaros. Yo me ofrezco a ser privada de todos los consuelos espirituales y a sufrir todas las cruces que Vos queráis mandarme. Disponed de mí según vuestra voluntad. Quiero y espero ser toda Vuestra. Jesús mío, yo Os amo sólo a Vos y a nada más”.
Esta oración tiene su correspondencia en las palabras que pronto iba a oír de su Divino Esposo: “Debes ser víctima de confusiones y contradicciones de toda especie, en reparación de los ataques hechos a Mi Iglesia. La generosidad de un alma pequeña e ignorante de las cosas divinas y cuya vida será un tejido de contradicciones, aplacará Mi Justicia”.
El 14 de febrero de 1930, día en que la Hermana Antonia emitió los votos temporales, Nuestro Señor aludió nuevamente a sufrimientos futuros. Aquellos sufrimientos comenzaron aquel mismo año. Las personas que convivían cerca de ella supieron de una extraña dolencia, a la que dio fin una cura repentina. Pero a nadie se le ocurrió buscar su causa en unas probaciones místicas. Por lo demás, la propia víctima tampoco lo comprendió. Citamos sólo algunas líneas sobre este hecho que, por obediencia, la Hermana Antonia escribió más tarde;
Nuestro Señor ya no venía en la Sagrada Comunión. De ahí las crueles dudas que llenaban mi alma: pensaba que Nuestro Señor estaba descontento conmigo. Sentía a mi “Nuevo Amigo”, sí, pero hasta Él parecía impasible, indiferente a las luchas internas que surgían en mí... Después, vi la desoladora tristeza que tanto me hacía sufrir. Es que sentía en el alma un vacío inmenso: la falta, la ausencia de mi Dios.
El 24 de febrero de 1933, sor Antonia vio realizado el deseo más acariciado por su amante corazón: se consagró irrevocablemente al Divino Esposo por los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. Con entera dedicación y espíritu de sacrificio, retomó su actividad como profesora en el Colegio San José, en San Leopoldo. Comprendía admirablemente a sus pequeñitas, y éstas, a su vez, rodeaban de cariñosa veneración a la bondadosa educadora.
En breve, se presentó de nuevo el Esposo Divino, pidiendo nuevas inmolaciones. Y, después de haber obtenido el permiso de la Reverenda Madre Provincial, se declaró dispuesta a todo lo que Jesús se dignase exigir de ella pidiendo, además, que en nada se viesen afectadas las obligaciones del cargo que desempeñaba, en virtud de la santa obediencia.
La oblación fue aceptada: “Esposa mía, te reservo duras pruebas. El combate será grande. Dame almas, y tu flaqueza me glorificará”.
¿Quiso la bienaventurada Virgen María, por ventura, asegurarle su auxilio y protección antes de irrumpir la tempestad de aquel desamparo interior? El caso sucedió el 29 de septiembre de 1935. Sor Antonia dirigía a la Madre del Cielo insistentes súplicas a favor de las almas inmortales. María Santísima no le privó de su consuelo maternal y, llena de solicitud, la animó al sacrificio. Entre otras cosas, le dijo: “Yo soy la Medianera de todas las gracias... Los deseos santos son aceptados por Dios como realidades”.
Y no tardó mucho la prueba. Sufrimientos místicos en el cuerpo y en el alma, indeciblemente dolorosos, la asediaban sin piedad. Sufrimientos, de los que dice San Juan de la Cruz que son la víspera de una gran fiesta.
Durante algún tiempo consiguió ocultarlos. Pero pronto comenzaron a trascender. La veían, unas veces como hundida por la angustia o aterrorizada por el dolor, otras afligida y desasosegada, otras sensible, agitada, hasta irascible. Todo un enigma para las religiosas que se le acercaban.
Uno de los más dolorosos padecimientos era el peso de todos los pecados del mundo, que ella lo sentía en su alma como si los hubiese cometido ella misma, lo que la hundió en un abismo de tristeza. Es verdad que, de vez en cuando, grandes consuelos abrían un claro durante algunas horas, incluso días, en la negrura pavorosa de esas amarguras y tormentos.
Un día de gran paz fue el domingo de Pascua de 1936. A petición suya, recibió el permiso de su director espiritual de obligarse a cumplir la Santísima Voluntad de Dios en todas las acciones de su vida, hasta en las más mínimas, bajo pena de una penitencia en el caso de infracción voluntaria. La fórmula de esta promesa se encontró entre sus escritos, después de su muerte. Es la siguiente:
Dios mío, hoy, día de vuestra gloriosa Resurrección, en este santo momento eucarístico en el que Vos, el Gran Dios, con toda Vuestra Gloria, bajáis hasta mí, uniéndoos tan íntimamente conmigo, yo, criaturita vuestra, quiero presentaros mi gran deseo: de igual forma que yo he recibido en este momento la Santa Hostia blanca, recibid Vos también mi santo voto. Dios mío, hacedlo en presencia de Vuestra Madre Santísima que también es mi Madre, de mi Santo Ángel de la Guarda, de mi Santo Padre San Francisco, de mis Santos Patronos San Antonio, Santa Crescencia y del Padre Eberschweiler y de toda la Corte celestial. Dios mío yo os prometo vivir cumpliendo Vuestra Santísima Voluntad, incluso en las mínimas acciones, hasta el último instante de mi vida. Aceptad, Dios mío, por mediación de las purísimas Manos de Vuestra Madre Santísima, la oblación que os ofrezco como prueba de mi gran amor y del gran deseo que tengo de agradaros. Dadme, Señor, la gracia de que, desde este momento en adelante yo pueda decir como el Santo Apóstol “ya no soy yo quien vivo, es Jesús el que vive en mí”, pues la Santísima Voluntad de Dios es la que está obrando en su miserable criatura. Amén.
Después de la Sagrada Comunión tuvo un éxtasis. Escribió:
Nuestro Señor me tomó la mano derecha y me puso, en el dedo anular, un anillo; después colocó en el centro un diamante refulgente como los rayos del sol: era el Amor al Santísimo Sacramento. A la izquierda de él, puso otro diamante igual: era el Amor a la Santa Cruz. A la derecha del diamante del centro, colocó otro: era el Amor a la Santísima Voluntad de Dios. Nuestro Señor dijo entonces: “Esposa mía, te confío esta Alianza. Debes guardarla bien”. Sólo fue eso. Yo me alborocé, no puedo explicar cuánto amor sentí por aquellos Tres Diamantes: La prenda de los esponsales de mi Dios...
Es interesante el hecho siguiente, que demuestra la total ignorancia de sor Antonia en cuestiones místicas. Cuando Nuestro Señor le encomendó que guardase bien el anillo, pensó para sí: “Tengo que entregárselo a la Reverenda Madre Laeta para que me lo guarde”.
Vuelta en sí, se asustó mucho porque no lo encontraba, ni en el dedo, ni en la cartera, ni en el bolso, ni en el suelo, por donde lo buscaba ansiosamente. Como tenía que cumplir sus obligaciones con las niñas del colegio, sólo pudo obtener una aclaración unas horas más tarde. Lo hizo, llorando abundantemente, pensando que había perdido lo que Jesús había encomendado a sus cuidados. Al saber que no se trataba de un anillo material y que ese día era para ella de gran fiesta, prorrumpió en estas palabras: “¿Gran fiesta? ¡Gran susto! Esto es lo que ha sido para mí”.
Sus lágrimas cesaron. Y todo aquel día y todo el lunes de Pascua, Nuestro Señor se dignó distinguirla con su presencia sensible.
Esos sosiegos, sin embargo, eran pocos y venían como preparación para aflicciones más mortificantes. El Divino Salvador se había dignado escoger a su sierva para tomar parte en los dolores de su Pasión y de su Muerte en la Cruz. Los sufrimientos de sor Antonia servían ora como reparación por las persecuciones contra la Santa Iglesia, ora como expiación por los ultrajes que sufre permanentemente Jesús Eucaristía. Contribuían a la salvación de los niños y de los soldados, a la santificación del clero y de los religiosos.
El infierno le presentó reñido combate para que tan solo dijese: “¡No quiero sufrir más!” Pero la jaculatoria: “¡Jesús mío, todavía Os amo!” fue siempre su repetida protesta de fidelidad. Aquélla fue su oración eficaz en favor de las almas en peligro, su grito de victoria contra los asaltos infernales.
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