Sólo un año después del incendio en la Colonia Militar, el gobierno la disolvió y vendió toda aquella zona. Papá fue a Puerto Alegre. Nosotros nos quedamos en Jaguarao. Todas las noches después de la cena, mamá solía ir a visitar a Vovó. Mis hermanos iban siempre con mamá; yo, sin embargo, me quedaba con Acacia, Concepción y Abelino (el soldado que se trajo papá de Santa Victoria), pues siempre tenía mucho que estudiar. Es que era muy lenta en mis tareas escolares y no me bastaba con la tarde entera.
Era una noche de verano. Estaba estudiando en la galería delantera, que quedaba a continuación del corredor de entrada. Estaba todo abierto: la puerta de la calle y la puerta de en medio, que daba a la dicha galería. Yo me colocaba para estudiar al final de la mesa grande que había en el centro de la galería. Me causaba pena la ausencia de papá; a pesar de sus continuos viajes, no me podía acostumbrar. Miraba de vez en cuando el sofá que estaba en un ángulo, donde, a aquellas horas, papá solía hacerme compañía, leyendo los periódicos. Y me invadía la añoranza de papá.
Estudiaba sola. Mi “Nuevo Amigo”, en estas circunstancias, no se manifestaba. Sin embargo, lo sentía siempre a mi lado. Raramente cambiaba de lugar. Como papá no estaba en casa, cuando mamá iba a visitar a Vovó, mandaba a Abelino que no saliera de casa, y a Acacia y a Concepción que se quedaran conmigo. Abelino siempre estaba en la parte de atrás de la casa y a esa hora llenaba de agua el barril y las tinajas para Acacia. Acacia y Concepción se ocupaban de la limpieza de la cocina.
Tan concentrada estaba en mis estudios que alguien entró sin que yo me diera cuenta, colocándose en el extremo opuesto de la mesa. Al levantar los ojos, puede suponerse cuál fue mi espanto. La voz se me quedó cortada en la garganta y mis miembros se quedaron paralizados. Quise gritar y huir. ¡Imposible! El hombre parecía estar un poco borracho, pues se agarraba al borde de la mesa con las dos manos. Vestía a la “gaucha”, como generalmente visten tales hombres en Jaguarao. Era un hombre alto y fuerte, con mala cara y con una mirada cobarde. En la ancha faja que llevaba, vi una funda de cuchillo.
No puedo precisar el espacio de tiempo que el hombre se quedó mirándome y yo a él. Pero fue brevísimo. Intentó aproximarse a mí, rodeando la mesa y, apoyándose en ella, dijo en lengua uruguaya (muy común en Jaguarao, frontera con Uruguay): “Tú hablas, yo te estrangulo”. El terror se apoderó de mí. Esforzándome, pude decir a media voz: ¡Mi “Nuevo Amigo! Su santa mano se posó en mi hombro. El terror que se había apoderado de mí desapareció como por encanto. Pude levantarme para ir a llamar a Acacia y el hombre huyó, derribando una silla.
Me paré, entonces, y miré al santo rostro. ¡Estaba serio! ¡Ah! En ese momento comprendí y reconocí mi falta: después de que mamá saliera, le dije a Abelino que me fuera a comprar chocolate. Abelino rotundamente me respondió que no, diciéndome que debía quedarse en casa mientras mamá estuviese ausente. Pero yo, que no estaba acostumbrada a tales negativas, insistí tanto y le puse tantas objeciones “razonables” (“anda, Abelino, en una carrerita; está cerca; a mamá no le importa; además es temprano, etc. etc.”), que al final el buen Abelino, aunque claramente contrariado, accedió. Cuando él volvió, el hombre ya había huido.
No le conté el suceso; no con la intención de ocultarle mi falta, gracias a Dios, sino porque él, siempre tan recto y cumplidor de sus deberes, iba a afligirse demasiado y a culparse a sí mismo, cuando la verdadera culpable era yo. Y además, mamá, le hubiera reñido.
Cuando Abelino volvió, el arrepentimiento que ya tenía, aumentó mucho. Me entregó el paquete de chocolate diciendo: “He ido casi corriendo, porque no estaba conforme. No me vuelva a pedir esto otra vez. Así no merezco la confianza que doña Antonia tiene en mí”. Casi sin poder contener las lágrimas, que ya irrumpían, sólo pude decirle: “Gracias, Abelino”. Sin embargo, no toqué el paquete. Al día siguiente se lo di a Abelino, pero no me lo aceptó. Se lo di, entonces, a Acacia y Concepción.
La noche del suceso no tomé el té y me fui pronto a la cama. Pero antes, con sincero arrepentimiento, les pedí a Nuestro Señor y a mi “Nuevo Amigo” que siempre me perdonaran. Lloré de arrepentimiento y, después de que mis lágrimas cesaran, miré al santo rostro y lo hallé con aquella “dulzura” que me hacía olvidar todo y me llenaba de verdadera paz. Al día siguiente (no esperé al sábado), después de clase, fui con una compañera a la Parroquia para confesarme. Nuestro Señor volvió a perdonarme. Este suceso sólo lo llegaron a conocer Nuestro Señor, mi “Nuevo Amigo” y aquí en la tierra el Padre Confesor. Amén.
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