domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 32 - La manada de gansos

Estábamos aún en 1911. Papá estaba de permiso en Jaguarao y me había traído un lindo juguete: una campesina, que llevaba delante una manada de gansos. Cuando se tiraba del carro, la campesina movía los brazos y los gansos, las alas. Me gustó mucho aquel juguete. Acacia me dio un ovillo de cordel fino. Lo até al carrito, y dejándolo en un extremo de la manzana de nuestra casa, desenrollaba el ovillo entero, hasta la otra esquina. Allí enrollaba el ovillo y el carrito venía solo, sin que yo me moviera. Esto me entretenía mucho y todas las tardes se me podía encontrar en la calle con aquella diversión.

Una tarde observé que cada vez que pasaba de una esquina a la otra me seguía un negrito medio desarrapado, de unos 7 u 8 años que, con mucho interés, seguía mi juguete y que, cada vez que el carrito se volcaba en el camino, él corría a levantarlo. Comencé a sentir una especie de satisfacción al ver que “mi bonito carrito” le causaba tanta admiración al negrito. Dos o tres tardes después, el pequeño, como de costumbre, estaba allá para observarme y para acompañarme. Sin embargo, esta vez me ofreció una naranja diciendo: “¿La señora quiere cambiar el carrito por esta naranja?”

Semejante propuesta me sorprendió de veras y le respondí, “un tanto orgullosa”: “Mi carrito vale más que un saco de esas naranjas, y yo tengo todas las que quiero”. El negrito no replicó. Sin embargo, justo acababa yo de pronunciar tales palabras y ya tenía la santa mano de mi “Nuevo Amigo” sobre mi cabeza. Me quería advertir de algo. Escuché su voz hablándome al alma. Lo oí perpleja: debía darle mi carrito al negrito desarrapado, el lindo carrito que papá me había regalado y que tanto me gustaba. Como un relámpago me pasó por el pensamiento: “No se lo puedo dar, me lo dio papá”, pero también, como un relámpago, le sucedió otro pensamiento: “El buen Jesús quiere que yo se lo dé”. Miré hacia mi “Nuevo Amigo”. Su santo rostro no estaba triste, más bien serio, como esperando mi decisión.

Resueltamente me dirigí al negrito que estaba, con la naranja en la mano, como extasiado con el carrito, y le digo: “Te doy el carrito para ti”. Y enrollando con prisa el cordel, tiré del carrito y se lo entregué al negrito. Éste permaneció un instante indeciso, como dudando si realmente se lo quería dar. Por fin le convencí y él lo tomó. Miré a mi “Nuevo Amigo”. Su santo rostro ya no estaba “serio”, sino con aquella “dulzura” que me hacía tan feliz, pues esa “dulzura” me decía que Jesús estaba satisfecho con su amiguita.

No hubiera sabido decir cuál de los dos, el negrito o yo, era más feliz en aquel momento. Pero cuando escribo esto reconozco que yo era más feliz, incomparablemente más feliz.

En aquel momento, mi “Nuevo Amigo” me había hecho reconocer que había sido dura con el pobrecito. Lloré mi pecado, me confesé el sábado y, por consejo del Padre Godofredo, el domingo le llevé al Padre Domingo el juguete que más me gustaba para los niños pobres del “Catecismo”. El Padre Godofredo me había dicho: los juguetes viejos. Y cuando los estaba colocando en una caja vacía de cartón, escogiendo las muñequitas sin brazo o sin pierna, las tacitas rajadas o sin asa, el gallito que ya no pitaba, la pelota que no botaba, más de una vez mi “Nuevo Amigo” me puso su santa mano sobre la cabeza. Me detuve. Escuché su voz suavísima: “¡El lindo servicio de té, de 12 piezas, que el Coronel Ferreira me había traído de Río!” Y entonces, dejé en mi casa la caja con los juguetes viejos y, sin haber jugado con ella ni una sola vez, le llevé al Padre Domingo la bonita caja roja, con la tapa llena de figuras. Y es que la “dulzura” del santo rostro de mi “Nuevo Amigo” era para mi alma de niña más preciosa que los mejores juguetes del mundo.

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