domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 4 - Las cajas de dulce de la cómoda

En 1905 papá hizo un viaje a Río y a su regreso trajo unas cajas grandes de frutas confitadas. ¡Con qué gusto saboreaba, sentada en la mecedorita, grandes bananas azucaradas o un gajo grande de naranja que papá me daba! Y cuando un dulce me gustaba más que los otros o era desconocido para mí, pensaba, en mi ignorancia infantil, que había tenido que ser la Mamá del Cielo la que los había hecho y se los había mandado a sus hijos de la tierra, por medio de aquellos ángeles bonitos que pueden volar como las mariposas. (En casa del capitán Bezerra había visto un cuadro que representaba al santo Ángel de la Guarda atravesando un puente con dos niños pequeños).

Pues bien, mamá guardó las cajas encima de la cómoda grande. Muchas veces, antes de la llegada de las cajas, solía arrastrar hasta allí la sillita alta, en la que me sentaba para comer en la mesa y que siempre estaba en la sala contigua al cuarto. La arrastraba hasta la cómoda, me subía en ella y así podía ver más de cerca las manos y los pies del Papá del Cielo, con aquellos grandes clavos que Le causaban tanto dolor. Justamente al anochecer se me ocurrió la idea de ir allí y subir a la sillita, sin haber pensado en ningún momento en las cajas de frutas. Acacia me encontró allí e, indignada, me agarró con una mano y con la otra mano tomando la sillita, diciendo: “Muchachita golosa, vas a meter la mano en los dulces y después nos echarán la culpa a Concepción (la otra criada) o a mí. No te preocupes, que yo voy a contarlo todo”.

Y me llevó a papá, que dijo: “Ahora veo que mi hijita se porta como los ratoncillos feos que les gusta hurtar a escondidas”.

Me quedé desconcertada. Hasta entonces no sabía lo que era una mentira ni una injusticia; mi limitadísima y apocada inteligencia no podía comprender cómo Acacia había podido decir lo contrario de la realidad. Es que a la buena ama le había confundido la apariencia. Sin embargo, en poco tiempo se olvidó el caso de las frutas y continué en mi puesto haciendo fielmente la guardia al Papá del Cielo, a Quien no olvidaba ni siquiera durante mis descansos.

¡Cuántas y cuántas veces me escondía detrás de la puerta y lloraba con sentimiento, por el gran sufrimiento del Papá del Cielo clavado en la gran cruz en que murió!

En verano mis padres tenían la costumbre de hacer visitas por la noche y casi siempre les acompañábamos nosotros. Jamás me sentí feliz en esos paseos, a pesar de que solía haber niños con los que jugar. Es que me acordaba, entristecida, de que el Papá del Cielo se había quedado solo y que ciertamente    estaba con miedo de los malos soldados.

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