Estábamos al comienzo del año escolar de 1908. Se había puesto muy de moda entre las niñas tener una cajita bonita para coleccionar estampas. Rivalizábamos en tener la caja más bonita y con el mayor número de estampas. Una estampa, para mí y para las otras, tenía un valor inestimable, y el día que nos daban una en clase era un día completo. De vez en cuando, las externas solían llevar sus cajitas al colegio y, en el recreo, se las enseñaban a sus compañeras. Entonces, hacíamos cambios para completar las colecciones.
Cierto día, L., mi compañera de clase, trajo su linda cajita llena de estampas y cuando estábamos en el aula nos la mostró. En el recreo contemplamos la preciosidad que L. tenía. Volvimos a clase. A última hora de la mañana, L. se ausentó de clase para la lección de piano. Entonces vi, en aquel momento, que otra compañera de L. se metía en su bolsillo la cajita de estampas. Vi esta acción de mi compañera, sin embargo, enfrascada en mi trabajo, no pensé nada, y luego se me olvidó lo que había visto. Terminada la clase, nos fuimos a casa.
En el recreo de la tarde hubo, sin embargo, mucho cuchicheo entre las niñas. L. se había dado cuenta de que le faltaba su caja y me acusaba a mí de haber sido la autora del hurto. Entonces me vino a la memoria lo que había visto por la mañana en clase, y sólo entonces comprendí la acción de mi compañera: ella había sido la que la había hurtado. En el patio del recreo un grupo grande rodeaba a L.; y yo, humillada y con una gran pena que me acongojaba, sola en la parte más alejada del grupo, no podía soportar las miradas que se dirigían contra mí.
En un momento dado, algo como instantáneo, se levantó en mí un sentimiento de indignación y de rebeldía. Allá en el grupo estaba la culpable, y ella también me miraba a mí. El hecho no había llegado al conocimiento de las Hermanas. Y, en un rápido movimiento de indignación, se me ocurre ejecutar la acusación: “Voy a contarle a la Madre Rafaela que ha sido X. la que se ha llevado las estampas de L.; yo la vi y les ha dicho a todas que he sido yo”.
Pero, entonces, no conseguí dar un paso, pues inmediatamente sentí a mi “Nuevo Amigo” que se oponía a que ejecutara lo que pretendía hacer. Busco su santo rostro; ¡estaba triste! No comprendí por qué se oponía a que me defendiese. Sólo lo comprendo ahora, creo que es así: me quería defender con una acusación, aunque verdadera. Una vez más, mi “Nuevo Amigo” venció. Fuimos a la clase, aunque solamente yo estaba ahora bajo el peso de la vergüenza: las niñas creían que yo había cometido aquel feo pecado. Sin embargo, el santo rostro de mi “Nuevo Amigo” estaba, otra vez, contento y únicamente esto me podía consolar, tan grande había sido mi pena y mi vergüenza.
No comenté el caso en casa, pues no era mi costumbre, no sé por qué, y ninguna de mis hermanas lo llegó a saber. Un tiempo después, apareció en el pupitre de L. la cajita de las estampas, y yo pensé: “Con seguridad que el “Nuevo Amigo” de X. le ha mandado que devolviera la cajita para poder confesarse y ser otra vez amiga del buen Jesús”.
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