El caso que voy a contar muestra, bien a las claras, qué boba era yo y lo apocada que era mi inteligencia; y cómo era del todo incapaz de hacer una buena acción siquiera por mí misma, por mínima que fuese, sin la ayuda de mi “Nuevo Amigo”.
Estábamos en el año escolar de 1916. Una mañana, en el recreo, A. me dice: “¿Vamos hoy, a la tarde, a las 4, a ver el desfile de los exploradores desde el balcón del club?”. Le respondí con pena de no poder ir: “¡Lástima que sea a esa hora, porque eso, con seguridad, dura hasta el oscurecer, y después no tengo tiempo de estudiar! ¡Tenemos tres enormes lecciones de literatura, catecismo y geografía, y me lleva casi dos horas aprenderlas!”
A. me contesta: “¿Vas a dejar de asistir al bonito desfile de los exploradores, sólo por las lecciones? Realmente eres una tonta. Yo tengo tanto tiempo para estudiar como tú. Sólo hago los temas escritos, pero las lecciones, nunca las estudio. A la noche, cuando me acuesto, pongo debajo de la almohada el libro donde está la lección que tengo que dar al día siguiente y, al otro día, a la hora de la lección, la doy ‘de corrido’”.
Mi sorpresa llegó al colmo. En mi enorme admiración, le pregunto: “¿Y cómo es que muchas veces no sabes la lección?”. A. me respondió con rapidez: “Es que no había puesto el libro debajo de la almohada”. Y continuó: “Prueba hoy; pones por la noche, cuando te vayas a la cama, el catecismo, la literatura y la geografía debajo de la almohada, y mañana te sabrás la lección tan bien como nunca te la has sabido en tu vida. Yo te lo garantizo”.
No sabía qué responder, tan grande era mi admiración. ¡Yo, que me pasaba la tarde entera estudiando, cuando bastaba un medio tan simple! Le di las gracias a A., de todo corazón, y le prometí darle la colección más bonita de estampas que tenía. Estaba radiante. Iría al desfile de los exploradores. Quedó todo planeado: A. vendría a buscarme a las 4, yo la esperaría preparada.
Todo sucedió a las mil maravillas. Presenciamos el desfile de los exploradores desde el balcón del club. El resto de la tarde estuvimos paseando en coche con Isabel y Laura, que también estaban en el club. Cuando el generador, con su sonido estridente, anunciaba la hora de la iluminación pública, ellas me llevaron a casa en su coche.
Me sentía inmensamente feliz. Me había divertido toda la tarde y, al día siguiente, ¡sabría mis lecciones como nunca! Enseguida fui a ver mi cajita de estampas para juntar la colección que había prometido llevarle a A. al día siguiente. Con el corazón lleno de alegría y gratitud, preparé el paquetito lo mejor que pude, lo envolví en un papel satinado y lo até con una cintita.
Llegó la hora de ir a la cama. Con la más completa convicción, en la mejor buena fe de este mundo, con todo el cuidado y la alegría, sin haber leído siquiera una vez el trozo de cada lección, coloqué, debajo de la almohada, el catecismo, el cuaderno de literatura y la geografía. Poco después me dormí con la más segura y dulce de las expectativas.
Llegó el día siguiente. Lo hice todo como de costumbre. Saqué los libros de debajo de la almohada, y sin haber leído nada, sin ni siquiera haber comprobado si sabía las lecciones -tan firme era mi creencia-, me fui al colegio, llevando muy orgullosa, mi regalito para A., como prueba de mi agradecimiento. Al entrar en la clase, algo pronto, A. todavía no estaba. En seguida llegó y me buscó con los ojos. Le mostré, de reojo, el paquetito que le había traído. La Hermana Clementina dio la señal para la oración, y comenzó la clase.
A primera hora había Religión. A la primera pregunta, se levantaron los dedos. Sólo entonces me di cuenta de que no sabía responder a lo que la Hermana había preguntado. Segunda pregunta, ídem. Tercera pregunta, lo mismo. No es necesario que describa mi decepción. Busqué a A. con los ojos. Ella me miraba riéndose con sorna. Y he aquí que, tras una pregunta, oigo mi nombre. Me levanté con una confusión indescriptible. No sabía responder nada. Bajé la cabeza y, con una violencia suprema, conseguí contener las lágrimas que querían irrumpir a borbotones.
Sor Clementina me preguntó si estaba enferma. Le respondí negativamente con un movimiento de cabeza. A continuación llama a A., para que responda la pregunta que yo no había sabido, y la responde perfectamente. Todavía creció más mi decepción. No comprendía aun la situación. Y es que nunca se me había ocurrido, hasta aquel momento, ya con 16 años, que alguien pudiera engañar a otro, ni siquiera en broma. En cualquier momento en el que mis ojos buscaban a A., allí estaba ella, con la cabeza vuelta hacia mí, riéndose con ironía. Se acabó la lección de Religión. Después del recreo de las diez, tendríamos literatura y geografía. Sonó la señal para el recreo.
Esto es lo que había pensado: “Seguramente había que poner los libros abiertos debajo de la almohada y yo los puse cerrados”, (porque esta duda ya la tuve al acostarme). Sor Clementina dio la señal para bajar. Cuidadosamente metí en el bolsillo el paquetito de las estampas. En el patio, justo había sonado la señal de romper filas, A. corrió hacia mí riendo, riendo a carcajadas. Y yo, pasando de una decepción a otra, sin atinar con el sentido. Con el paquetito en la mano y con el corazón oprimido por las lágrimas que forcejeaban por salir, aguardo lo que me quería decir A., casi convencida de que sería lo mismo que yo había estado dudando: los libros tenían que estar abiertos. Finalmente A. logró exclamar: “Nunca pensé que fueras tan tonta. ¿Metiste los libros debajo de la almohada y no estudiaste? ¡Qué mentira te tragaste! Eres realmente una necia”.
En este momento se me cayó la venda y vi. Lo comprendí todo. ¡A. me había engañado! ¡Ay! Ahora llega la reacción. En un instante, me pasó por la mente un tropel de pensamientos: “¡A. me había dicho una mentira y aún se burlaba de mí!”. En una humillación extrema, contengo las lágrimas, ahora por amor propio. ¡No, no debía verme llorar! Y ella riendo y riendo todavía, mirando el paquetito que yo tenía en la mano, dijo: “Pero no te perdono las estampas que me prometiste”.
“Si no fuesen estampas, las rompería en mil pedazos y te los tiraría a la cara, para demostrarte mi desprecio”. Estas son las palabras que pensé, pero que no llegaron a salir de mi boca, porque en el momento decisivo, sin darme tiempo a pronunciarlas, la santa mano se posó suavemente en mi hombro y lo entendí todo: debía darle a A. el paquetito. Haciendo una violencia inaudita a mi amor propio, se lo di. A. lo aceptó, riendo aún y dándome las gracias con ironía. Ella, tal vez, lo tomó todo como un juego y no comprendió cómo me despedazaba el corazón.
Con la lección de geografía y de literatura sucedió lo mismo que con la de catecismo, aunque aquí la “dulzura” de mi “Nuevo Amigo” me consolaba el alma y no sufrí. Sor Clementina no dijo más que: “Hoy Cecy está enferma, vamos a dejarla quietecita”, y ya no me preguntó más. Esa misma tarde, como una excepción, les comenté el hecho a papá y a mamá, pero no con todos los detalles. Papá se rió, es verdad, pero después, bien serio, añadió: “Hija mía, con 16 años, algo así no se te puede disculpar”.
Y mamá dijo: “Es un boba, se cree todo lo que le dicen. Si le dijeran ‘tírate de cabeza a este pozo que llegarás al fondo, sin aplastarte ni un dedo’ ella es muy capaz de creérselo”.
En cuanto a mí, me quedé bastante avergonzada al reconocer que era tan boba. Me parece que el hecho no me sirvió de lección, porque continué siendo boba de la misma manera. He contado este caso sólo para que vean cuánto trabajo tuvo mi “Nuevo Amigo” con la boba de su amiguita. Amén.
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