domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 23 - La muñeca con los ojos hundidos

Me había tocado, en una rifa, una muñeca grande, tan grande que casi no la podía sostener, y por eso mamá no me dejaba jugar con ella, por miedo a que la rompiese. La muñeca siempre estaba en el sofá de la sala de visitas. Aquella muñeca era para mí un tesoro. Abría y cerraba sus ojos azules y, si se le tiraba de una cuerdecita que tenía en la espalda, decía: “¡Papá! ¡Mamá!”.

Acacia me llevaba siempre a la sala para que yo pudiese jugar con mi muñeca, bajo su vigilancia. Mi hermanita Adayl era muy pequeñita, apenas andaba.
Una vez que encontró la puerta de la sala abierta, entró, se fue al sofá y tiró de la muñeca hacia ella. No sé cómo no la rompió, lo que sé es que la encontraron allí con la muñeca. Al volver del colegio, Concepción me dijo: “Mimosa, ¿vas a la sala a ver tu muñeca? (De mayor, ya no me llamaban Dedé, sino Mimosa). Lilina la ha tocado”. Corro a la sala y encuentro la muñeca no sentada, sino tirada en el sofá, y en vez de los lindos ojos azules con largas pestañas, dos feos agujeros. Adayl le había hundido los ojos con sus deditos.

Al encontrarme con aquel triste cuadro, me quedé, en un primer momento como petrificada; sin embargo, luego vino la reacción y, con una violenta indignación, me saltaron las lágrimas a borbotones, al tiempo que pensaba: “Voy a traer a esa malvada hasta aquí para enseñarle mi muñeca y darle una ración de bofetadas”. Y eché a correr.

Allá, al final del pasillo, vi a Adayl gateando. Yo lloraba de rabia, pero no llegué a cruzar la puerta, pues sentí la santa mano de mi “Nuevo Amigo” (no sé si puedo expresarlo así) que me impedía caminar. Elevé la cabeza, como acostumbraba, y vi su santo rostro mirándome con tristeza, y luego, como si escuchara claramente su Voz, admití: “Lilina ha cometido un fechoría sin saber y yo quiero pegarle porque estoy furiosa”. Quedé conmovida y lloré mucho, pero ahora no de rabia, y sin entristecer otra vez a mi “Nuevo Amigo”; yo sabía, que si Él estaba triste, el buen Jesús también.

¡Ah! ¡Su santo rostro ya no estaba triste! Y mi alegría fue mayor, mucho mayor que la tristeza que sentí al contemplar la muñeca. Mi muy querido “Nuevo Amigo”, una vez más, ¡gracias! Reconozco que en ese momento me impediste llevar a cabo mi mezquina venganza. Y a Vos, mi misericordiosísimo Jesús, os agradezco la gran gracia que me concedisteis de atender siempre la Voz del Único y Fidelísimo Amigo que he tenido en este mundo, después de Vos y de Vuestra Madre Santísima.

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