Una tarde, al salir del colegio, todas las externas de la clase de sor Eugenia habían venido provistas de algunos “níqueles”. Los habíamos traído para la Reunión Mariana y aquel día no hubo. Y surgió la idea: ¿Vamos a la plaza a montarnos en el carrusel y después al quiosco a comer ensalada de frutas?
La idea fue aprobada por un “vamos” general que salió de todas las bocas. La plaza quedaba muy distante del colegio y más todavía de mi casa. En el camino me asaltó la idea: “Voy a llegar tarde a casa, a mamá no le va gustar, y tampoco sé volver sola”. (Mis hermanas aquel día no tenían clase por la tarde). L. intervino: “Todas vamos a llegar tarde; podemos decir que hemos estado en el colegio”. Todas quedaron de acuerdo y yo también. Me encantaba ir a la plaza, andar en el carrusel y más todavía comer ensalada de frutas en el quiosco. Fuimos.
Nos montamos en el carrusel, después de esperar un rato, porque aquello siempre estaba lleno de niños. Después fuimos al quiosco y nos regalamos con la ensalada de frutas. Entonces salíamos del colegio a las tres y media; debía de ser muy tarde. L. y C. me acompañaron hasta la esquina del Señor Deleis; desde allí ya sabía ir.
Hasta aquí todo iba muy bien, y yo alegre y tranquilamente caminaba con la bolsa de los libros en una de las manos. De repente me avergüenzo: “Voy a decirle a mamá que he estado en el colegio, y a ella no le va a importar”. Era la primera vez, en mi corta vida de 8 años, que iba a mentir. Por eso, no me di cuenta inmediatamente de que iba a decir una mentira y, por tanto, a cometer un pecado. Y en mi corta inteligencia se entrecruzaban pensamientos contradictorios. “Todas las niñas van a decir lo mismo, yo también lo voy a decir”.
Además, así pensando, me vino a la mente la triste historia que nos contó, dos años atrás, sor Irene en las catequesis de la Primera Comunión: el niño que fue al purgatorio y que tenía la lengua acribillada de alfileres con culebritas, porque mentía. Y mi “Nuevo Amigo” que me había acompañado a la plaza, sin oponerse, me hizo levantar la cabeza para que viera su santo rostro. Lo sentía perfecta y sensiblemente, aún así, sin verlo. Su rostro santo estaba muy triste porque yo quería clavar una espina en la Cabeza Santa del Buen Jesús. Y la intención que yo tenía de mentirle a mamá se cambió inmediatamente por la resolución de decirle dónde había estado.
Corrí y con el corazón latiendo con fuerza, llegué a casa. Acacia ya había salido a buscarme. Le cuento a mamá donde había estado. A mamá no le gustó lo que había hecho y me regañó. Pero mi “Nuevo Amigo” estaba otra vez contento y yo era de nuevo feliz. Innumerables veces estuve a punto de faltar a la verdad, sin embargo, durante toda mi infancia, mi salvación fue siempre el castigo del pobre chico que fue al purgatorio porque mentía. Con todo, me causaba mucha mayor impresión la santa advertencia de mi “Nuevo Amigo” de que una mentira hería la Cabeza Santa del buen Jesús, que tanto me quería y a quien yo, por Gracia suya, ya tanto amaba.
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