La gran fecha, el 17 de octubre, se aproximaba lentamente. Hicimos todavía una segunda confesión. Esta vez sor Irene me había dicho: “Mira, Cecy, la gente no se confiesa de todos los pecados que vienen en el catecismo, sino sólo de los que recuerda que realmente ha cometido”. Yo ya sabía esto, pero pensaba que sería mejor confesarse de todo; sin embargo, no le dije nada a la Hermana Irene. Ya estábamos, finalmente, en la víspera del Santo Día. Sor Irene cuidó muy bien de nosotras. Y, cuando volví a casa, me quedé mucho tiempo al pie de la cómoda, sentada en la sillita mecedora, para preparar, como había dicho sor Irene, las oraciones que debíamos rezar en común antes y después de la visita de Nuestro Señor. Todavía no sabía leer con desenvoltura y sin señalar con el dedo la palabra que leía. Sor Irene quería que no lo hiciera. Y yo quería rezar muy bien para recibir a Nuestro Señor, sin equivocarme en una sola palabra.
¡Ah! y en el lindo librito “La Llave del Cielo”, todo de hojitas doradas, que me regaló mi querida Madre Rafaela, tenía escrito en la primera hoja con una letra muy bonita: “Recuerdo de tu amiga la Madre Rafaela”. Este librito lo conservé muchos años, hasta ya moza. Más tarde se lo regalé a mi hermana Adayl, después de haber copiado cuidadosamente la hoja de aquella dedicatoria que tanto me gustaba: ¡Madre Rafaela era mi amiga! ¡Cómo me agradaba este pensamiento! Y, como si la Madre hubiese adivinado la alegría que sentí, de pequeña, por tener una amiga santa, doce años más tarde, cuando ella dejó Jaguarao, le dio a su Cecy, ya con 18 años, una estampa con la misma dedicatoria. Esta estampa todavía la conservo, hasta hoy.
¡Mi buena y santa Madre, nunca he olvidado todo lo que le debo! El buen Dios le recompensará todo el inmenso bien que Usted hizo a mi alma.
Al fin llegó el 17 de octubre, la fecha santa, una fecha para mí infinitamente feliz, la fecha en que conocí de cerca, más que de cerca, en mí misma, a mi buen Jesús, el bondadoso Papá del Cielo, a quien, algunos meses antes, sólo conocía por el cuadro grande del cuarto de mamá y por el querido Crucifijo de la cómoda grande.
Mi buen Jesús, ¡cuánta añoranza siento de la pequeña “Dedé”, infinitamente feliz en aquel Santo Día! ¡Fue la primera vez, Dios mío, en la que sentí real y vivamente en mí misma Vuestra Santísima Presencia! Así era como yo Os esperaba, Jesús mío, y no me engañé. Sabía que Os sentiría en mí misma, no como sentía a mi “Nuevo Amigo”, sino como si Vos, Dios mío, fueseis yo misma y como si yo misma fuese Vos. Vos en mí y yo en Vos. ¡Vuestra alma en mi alma, Vuestro Corazón en mi corazón! ¡Dos almas en una sola! ¡Dos corazones, un solo corazón! ¡El Omnipotente Dios y su pequeña y miserable criatura! ¡Cómo Os amé en aquel santo momento, y cómo me amasteis Vos, Gran Dios, no lo acierto a describir! ¡Solamente nosotros, Jesús y su “Dedé”, lo podremos saber!
Bondadoso y fidelísimo Jesús, han pasado ya 30 largos años y todavía nos amamos mucho, hoy infinitamente más, ¿no es así, Dios mío? Desde aquel día he sentido siempre, siempre, vuestra Santísima Presencia en mí, hasta el año pasado, cuando dejasteis a vuestra pequeña sierva inmersa en el más doloroso abandono, en la más dolorosa soledad. Sin embargo, cúmplase en todo Vuestra Santísima Voluntad en vuestra criatura. Es verdad que ya en el noviciado Os escondíais algunas veces de mí, pero breve, mucho más brevemente, y yo os encontraba.
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