Después del carnaval, papá dijo una tarde que iríamos al mar. Al día siguiente vi a Acacia, a Concepción y también a mamá, muy atareadas preparando ropas y paquetes.
¡Íbamos al mar! Esto me encantó. Mi “Nuevo Amigo” vendría con nosotros, estaba segura. Irían todos los de la casa, toditos; hasta el buen Abelino, el soldado que bañaba a Congo, iría conduciendo el break; papá se hospedaría en el cuartel y la casa quedaría cerrada. Estaba pensando todo esto mientras en una cestita iba colocando el osito de fieltro que me había regalado doña Mimosa y la muñeca grande, que únicamente quería entrar en la cestita sentada.
De repente, mi gran alegría se tornó en amarga tristeza: iba a ir hasta el osito. ¡Sólo el querido Papá del Cielo, el que me había dado a mi “Nuevo Amigo” que riñó con el enmascarado, se iba a quedar solito en casa, allá en el cuarto bien cerrado y oscuro! De buen grado me quedaría con Él, pero mamá no me lo permitiría, lo sabía con certeza. ¿Y si, en vez de la muñeca y el osito llevara al Papá del Cielo? Acacia me dio la cestita para la muñeca y el osito, pero yo llevaría el Papá del Cielo, sin que mamá o Acacia tuvieran que saberlo.
Fui al cuarto, arrastré la sillita alta hasta la cómoda y cogí en brazos a mi Gran Amigo; fui al guardarropa, saqué la capita de capucha y en ella envolví la cruz que tanto quería. Y así fue como el Papá del Cielo fue también a los baños de mar. Durante todo el viaje no me separé de la cestita. Cuando llegamos, la coloqué al pie de mi camita.
Nos quedamos muchos días en el mar y el Papá del Cielo estuvo siempre en la cestita. Después volvió a la ciudad y sobre la cómoda, sin que mamá ni Acacia se enteraran.
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