Era en 1915. Vivía en Jaguarao una mendiga, de unos 50 años tal vez, y que se hizo popular por su extrema fealdad física. Los niños la tomaban por una bruja o hechicera de los libros de cuentos y le tenían mucho miedo. Tenía por apodo “Bate-bico” (cotorra), por ser extremadamente charlatana.
Yo estaba acostumbrada, en las largas tardes de verano, cuando estudiaba en el huerto, a escuchar a los muchachos en la calle gritando: “¡Bate-bico! ¡Mira, la Bate-bico!”. Y la pobrecilla se enfurecía, les tiraba piedras y les prometía venganza. Yo interrumpía la lección que estaba estudiando y un algo de tristeza y de pena se apoderaba de mí, por la triste vida de la pobre “Bate-bico”. Y me quedaba pensando: “¡Quién sabe si, cuando niña, no tuvo casa y buenos padres y, después, sus padres murieron y ella se quedó así!” Entonces sentía un gran temor de perder a mis padres o de separarme de ellos.
La Madre Rafaela, sin embargo, decía que un exterior feo puede ocultar un alma hermosísima. ¡Quién sabe si la pobre “Bate-bico” tiene un alma blanca como la mía el día de mi Primera Comunión, y si su “Nuevo Amigo” está siempre contento con ella y Nuestro Señor va a llevarla al Cielo! Los muchachos piensan, porque es fea y está sucia, que el alma la tiene igual. Y tales pensamientos me volvían siempre que oía a los chavales gritar: “¡Bate-bico!”
Semanalmente iba la pobre a la ebanistería y volvía con un gran saco a la espalda, lleno de virutas, para preparar sus comidas. Una tarde paseaba yo con A., y fuimos a la “pista”. Como no tenía patines, sólo mirába a los patinadores. De repente, oigo silbidos y risotadas que venían de la calle. Me acerco al portalón de hierro, abierto de par en par y ¿a quién había de ver? A la pobre “Bate-bico”, con su gran saco a cuestas, pero que llevaba atada al saco una larga, muy larga tira de tela, en cuya extremidad había sujeta una lata vieja, de modo que cuando la pobre caminaba, arrastraba la lata y hacía mucho ruido. En pocos segundos se juntaron en el portalón y en la calle grupos de chicos y chicas que se reían, a carcajadas, del ridículo estado de la pobre.
Respecto a mí, me daban más ganas de llorar que de reír, pero me esforzaba en no llorar, porque tenía miedo de que se mofasen de mí por llorar cuando todos reían. La pobre continuaba andando, tambaleándose por el peso del saco. Se hacía realmente difícil arrastrar aquella larga cola con la lata rodando por las piedras de la calle. En esto, asaltó mi mente este pensamiento: “¿Y si voy a desprender la tira del saco de la pobre?” Tal pensamiento lo ahuyenté con desagrado. “No, no haré eso. Todos me mirarían y la pandilla de chicos es muy capaz de abuchearme. ¡Qué horror! ¡Qué vergüenza! ¡Qué voy a parecer yo corriendo por la calle, detrás de la pobre, mezclada con los chicos! ¡No, no, no quiero ni pensarlo!”. Todo esto fue en un momento. Inmediatamente sentí sobre la cabeza la santa mano de mi “Nuevo Amigo”, como si me acariciara. Y, junto con esa caricia, como si me susurrase: “¿Y si tú estuvieses en el lugar de la pobrecilla? ¡Cómo te gustaría que una mano caritativa te librase de esa situación ridícula y humillante! ¡Anda, Jesús te lo pide!”
Miré a la pobre para calcular la distancia que la separaba de mí: ¡Como una manzana! ¡La pandilla de mozalbetes me pareció que había crecido! ¡Por las puertas y ventanas de las casas no veía más que gente, gente! Miro a mi amigo. Su santo rostro, con aquella “seriedad”, un tanto triste. ¡Estaba esperando algo de mí!...
No vi más. Sin pensarlo, le digo a A.: “Voy a desatar la tira del saco de la pobre”. A. me agarró del vestido diciendo”: “¿Estás loca? Te van a abuchear a la vez que a la ‘Bate-bico’”. Ya no vi ni oí nada más. Corro en dirección a la pobre, que continuaba andando con la tira detrás. Y, sin atinar cómo debía actuar, como llegué primero a la lata, la tomé, intentando romper la tira.
La pobre sintió el tirón y, pensando, tal vez, que los muchachos querían quitarle el saco, se paró y a su vez dio un fuerte tirón del saco, de modo que la lata me hizo una profunda herida en el brazo, cuya cicatriz conservo hasta hoy.
Corrí, entonces, hacia la pobre; quise explicarle el caso, pero ella no me comprendía y se enfadó. La vergüenza me petrificó. Oía las burlas de los chicos y sentía como si centenares de ojos estuvieran posados en mí, una de las “protagonistas de la escena”. Me parece que en este momento la pobre lo entendió todo. Yo quise volver a la “pista”, sin embargo la mano de mi “Nuevo Amigo” me lo impidió. Tenía que desatar la tira del saco, Él lo quería. La pobre, que ya no estaba enfadada, me lo permitió y, conmovida, dijo: “Muchas gracias, mocita. Todavía hay en este mundo quien siente pena de mí”. Entonces, me olvidé de la vergüenza, ayudé a la pobre a cargarse el saco a la espalda y volví a la “pista”.
Sólo entonces me di cuenta de que la sangre me corría desde el brazo y que tenía el vestido todo manchado. A. me ató un pañuelo y, por miedo de que contase a mamá el caso, quise volver sola a casa. Al llegar no me vio nadie, porque entré por la puerta del huerto. Me puse árnica con agua y, cuando me estaba limpiando el brazo, cuya herida me escocía muchísimo, la santa mano de mi “Nuevo Amigo” me acarició de nuevo la cabeza. Busqué su santo rostro y, junto con su santa “dulzura”, me llegó como el susurro de una frase: “Jesús está satisfecho con su amiguita”. Me puse tan contenta que ya se me olvidó el brazo.
En la primera confesión le conté todo al Padre Godofredo. Él me dijo: “Vamos a hacer un contrato que será firmado por Jesús. Mañana, domingo, Cecy irá a cuidar del cuerpo de la pobre para que esté bien aseado, y yo iré a cuidar de su alma”.
¡Qué suerte!, pensé. Tenía 10.000 reales que papá me había dado. Podría comprar para la pobre zapatillas, medias, ligas y jaboncillo. La ropa blanca y el vestido se los llevaría de los de mamá.
Al día siguiente, después de la Santa Misa, todo estaba preparado. No me olvidé de las tijeritas y de un poco de brillantina, pues parecía que la pobre nunca se peinaba. Llevé, además, pan y una latita de mermelada. Fui al asilo y encontré a “Bate-bico” encorvada a la puerta de su cuarto. ¡Ah! ¡La pobre estaba horriblemente sucia! Al entrar con ella en su cuartito para enseñarle lo que le había traído, tuve que reprimir, a cada momento, las arcadas de vómitos secos.
“Seña María, le dije yo, quiero dejar a la señora bien limpia, y le he traído jaboncillo y brillantina”. La pobre se extasió ante todo aquello. Encontré la tarea de limpiar a la pobre dificilísima; no sabía cómo hacerlo. Le pedí una palangana y me trajo una pequeñísima. Le di el jaboncillo y le pedí que primero se lavase la cara. La pobrecilla no se opuso y le gustó el jaboncillo. Sin embargo, no lo hizo como yo quería.
Entonces, se me ocurrió una buena idea. Mi pañuelo estaba aún doblado. Busqué agua nueva y enjaboné el pañuelo, pasándolo yo misma por el cuello y las orejas de la pobre. Después le mandé que se enjuagase la cara para quitarse el jabón. Lo mismo quise hacer con los pies. La mandé sentarse y le di el pañuelo enjabonado, para que ella misma se lavara los pies, pues las náuseas que sentía eran casi insuperables. Las arcadas de vómitos se sucedían y yo me sentía muy indispuesta.
Salí afuera, diciéndome a mí misma: “No puedo soportar más las náuseas que siento. Le diré al Padre Godofredo que es muy difícil, mucho”. Y hago mención de marcharme. Pero allí estaba la santa mano de mi “Nuevo amigo” empujándome suavemente por hombro hacia el cuarto. Inmediatamente pensé: “¡El contrato que fue firmado por Jesús! ¡Tengo que cumplirlo del mejor modo que pueda!"
Volví al cuarto. La pobrecilla, con la mejor voluntad, estaba lavándose los pies, con el pañuelo enjabonado, ahora completamente negro. Cambié el agua, horriblemente negra y espesa. En los pies, hinchados, tenía muchas heridas; la uñas desmesuradamente largas y sucias. Se secó los pies con un trapo no muy limpio. ¡Ay! Tenía que cortarle la uñas, para eso había traído la tijerita. Quise comenzar primero por las manos. Comencé. La náusea, sin embargo, fue mayor que mi buena voluntad. El vómito me salió rápido, sin que tuviera tiempo de retenerlo. Mi vestido quedó mojado y sucio. Pero la santa mano de mi “Nuevo Amigo” se posó sobre mi cabeza. Con un esfuerzo que no era mío le corté las enormes uñas de las manos y de los pies. Ahora faltaba el pelo. Al mirar la pobre cabeza desgreñada, pareció faltarme el coraje. La santa mano, sin embargo, continuaba posada suavemente sobre mi cabeza, como acariciándome. Puse la brillantina en mis manos y, cuando intenté pasarlas por la cabeza de la pobre, ésta estaba tan sucia y el asco que sentí fue tanto, que vomité por segunda vez. Mis manos, pringadas por la brillantina, me provocaban una repugnancia extrema. No acierto a describir la sensación que experimenté cuando peinaba a la pobre. No puedo decir lo que veía en aquella miserable cabeza, se asemejaba más a la de un animal inmundo que a la de una persona.
Al fin terminé. Ahora la pobre se debía poner la ropa limpia. La hice mudarse mientras me fui a la pila a lavarme las manos, que me repugnaban sobremanera. Le mandé que se calzara las medias nuevas y las zapatillas. El vestido de mamá le quedó bien, sólo un poco grande. Le dije: “Ahora la señora está limpia y más bonita. No se va a ensuciar. Ahora puede comer mermelada con pan”. La pobre parecía un corderito, y todo lo hacía riendo, riendo, la infeliz.
Me fui a corriendo. Me daba vergüenza mi estado; estaba en un perfecto desaliño. Durante todo aquel día, mi “Nuevo Amigo” no quitó su santa mano de mi cabeza. Me parecía que ya estaba en el cielo. Nuestro Señor estuvo conmigo como en la Sagrada Comunión.
La misma tarde del domingo, el Padre Godofredo visitó a la pobre. En la confesión del sábado siguiente, me dijo: “El buen Jesús no se arrepintió de haber firmado nuestro contrato. Él está contentísimo con su amiga. La pobre está con el alma limpita. Recibió la Sagrada Comunión el lunes. Me parece que no vivirá mucho tiempo; yo la visitaré más veces. Cecy ya no tendrá que ir allá más”. Al domingo siguiente, después de la Santa Misa, cuando llegué a casa, me sorprendió la noticia: La pobre “Seña María” había tenido un síncope cuando volvía de la iglesia. La llevaron al asilo, pero llegó ya muerta.
Lloré a escondidas, de pena, y me parece que también de añoranza de mi pobrecilla. Cada vez que rezaba por ella, mi “Nuevo Amigo” posaba su santa mano sobre mi cabeza. Y esto pasó durante mucho tiempo. Por fin dejó de hacerlo. Entonces pensé: “‘Seña María’ ya se ha ido al cielo”.
Sea glorificado Nuestro Señor en la fidelidad de mi “Nuevo Amigo” y en la flaqueza de su criatura, que nada hizo por sí misma. Amén.
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