A finales de 1938, sor Antonia enfermó, y supo por Nuestro Señor Jesucristo que su tarea estaba cumplida. Terminaron las pruebas interiores. Con edificante paciencia soportó los acerbos dolores y las miserias de su enfermedad. Respecto a la “gran festividad” de la hora final, que ella había idealizado como de una alegría celestial por la presencia de de Jesús, de María, del Ángel de la Guarda y de los santos patronos, con un año de antelación había renunciado voluntariamente a ella, por una intención especial, depositándolo todo en el altar del holocausto.
Era el 22 de abril de 1939, víspera del día de las “vocaciones sacerdotales”. En toda la archidiócesis de Puerto Alegre los fieles rivalizaban entre sí para contribuir a la elevada y bendita causa, ofreciendo sus oraciones, sacrificios y limosnas.
Parecía que había llegado la última hora de nuestra enferma. En el colegio, las Hermanas encargadas de preparar la fiesta en beneficio de la obra de las vocaciones sacerdotales, se sentían oprimidas por la tristeza. ¡Oh! ¿Quién no ha de sentirse mal en un ambiente festivo sabiendo que uno de los suyos está en trance de muerte?
Se hacían los últimos preparativos. Los padres de las alumnas habían sido invitados. Una Hermana se acordó de que la enferma se había distinguido siempre por su espíritu de obediencia y encargó que le dijeran: “Sor Antonia, no puede ahora levantar el vuelo al cielo. ¿Cómo vamos a ultimar los preparativos para la fiesta en favor de las vocaciones sabiendo que está agonizando?”
La Hermanita comprendió la angustia de aquella súplica. Con dificultad, consiguió pronunciar esta frase bondadosa: “Puedo esperar hasta el lunes”. Y fue lo que sucedió. El estado de agonía se hizo menos intenso. Generosamente, ofreció los sufrimientos del día siguiente por las intenciones más importantes de la archidiócesis. Sólo después partió.
La muerte, en la noche del 24 de abril, fue serena, sí, pero envuelta en un gran sufrimiento. De forma que, a imagen fiel del Esposo Crucificado, bebió el cáliz de los dolores sensibles más intensos, hasta la última gota.
El temprano fallecimiento de sor Antonia fue muy lamentado por los otros miembros de la familia; llorado por las alumnas y educandas, por las que se desvelaba; por sus Hermanas de hábito, que sintieron mucho su pérdida. Las alumnas expresaron su sentimiento escribiendo cariñosas cartitas con peticiones y recomendaciones, para que fuesen colocadas junto a su cuerpo, al que se iba dar sepultura.
El día 25 de abril, en torno a la fosa, recientemente cavada en el cementerio conventual de las franciscanas de San Leopoldo, se veían serios y entristecidos los semblantes de las religiosas y de las alumnas. El ataúd, todo blanco, descendió lentamente a la sepultura. Las alumnas, llorando, echaban flores sobre la caja. Eran sus demostraciones infantiles de veneración y gratitud. “Semilla preciosa, confiada a la tierra para la resurrección gloriosa”. Así es como el capellán del Colegio San José, el Rev. P. Leonardo Müller, S.J., se refirió a los despojos mortales de sor Antonia, sobre los que ahora caían paladas de tierra.
Poco después, en la sepultura fresca, la mano sacerdotal plantó la cruz, símbolo de la victoria del Redentor. Por el amor a la Cruz de Nuestro Señor, Cecy triunfó sobre el pecado. El amor a Jesús Crucificado la llevó al generoso cumplimiento de su misión de alma víctima.
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