domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 57 - En la Tercera Orden de San Francisco

En junio de 1926, Cecy entró como postulante en la Congregación de las Hermanas Franciscanas en San Leopoldo, donde se esforzó por adaptarse al espíritu de San Francisco, cosa que no le costó mucho.

Lo que encontraba más difícil era vivir una vida tan diferente, en la forma y en la actividad, de la que había llevado hasta entonces en el seno de su familia. Le fue muy doloroso combatir su natural viveza y dominar su genio fuerte. La tarea de tener paciencia con sus propios defectos no se le antojó fácil. Sin embargo, no se desanimó. A todo se declaró y mostró dispuesta, por amor al santo hábito franciscano, meta de sus ardientes deseos. Sólo las superioras inmediatas tuvieron conocimiento de las maravillas que en aquella alma obraba el Amor Divino. Los otros miembros de la familia religiosa quizá notasen su actitud profundamente recogida durante la oración y la simplicidad y el candor de sus palabras. En los recreos, generalmente era una interlocutora agradable y sabía entretener a las postulantes con oportunos gracejos e inocentes anécdotas.

Se aproximaba el día de la toma de hábito. Con ocasión de probarse el vestido de novia, Nuestro Señor le dio a entender que todavía no sería del número de las privilegiadas que iban a recibir el hábito de san Francisco. El dolor, en un primer momento, casi la subyugó. Pero se reanimó, pronunciando en lo íntimo del alma, un humilde “Fiat”. Refiriéndose a este acontecimiento, escribió en 1937: “En la Sagrada Comunión, con el corazón sangrando, le dije a Nuestro Señor que hiciera de mí lo que Él quisiese, con tal de que no cometiera un pecado voluntario y de que Le amase cada vez más”.

Pero, ¿cómo se iba a cumplir aquella dolorosa predicción? Poco tiempo después, Cecy quedó abatida con la inesperada noticia de la muerte del padre idolatrado. Fue el 18 de enero de 1927. La dureza de la noticia derribó sus fuerzas físicas. Como consecuencia, enfermó, pero se restableció después de algunos días. 

Aunque, por la singular naturaleza del caso, surgieron serios obstáculos para su admisión. Cecy tuvo que dejar su querido convento. Nuestro Señor la consoló en la Sagrada Comunión, prometiéndole que un día había de vestir el hábito franciscano.

Y así sucedió. Pudo reiniciar los ejercicios del postulantado, en el mismo año, la víspera de la fiesta de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. Cuando recibió la esclavina de postulante, su alma fue sorprendida con la presencia sensible de Jesús, como le sucedía en la Sagrada Comunión, gracia que gozó ininterrumpidamente durante algunos meses.

El 17 de febrero de 1928 estaba allí, al pie del altar, con el suspirado velo blanco de novicia. Al igual que en el postulantado, la vimos feliz, empeñando todo su celo en la observancia de las santas reglas y en la corrección de sus defectos. Y allá en lo íntimo del alma, Nuestro Señor no dejaba de atraerla poderosamente hacia la senda de la abnegación y del sacrificio.

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