Estábamos en 1911. Por primera vez iba a ser madrina. Mi ahijadita era hija de nuestra lavandera; se llamaba Isabel y era una mulatita de 5 años, más o menos. Iba a recibir la Confirmación en la próxima visita del Señor Obispo, el mismo que me había confirmado a mí. Aquel hecho me llenó de tanta alegría que estaba esperando ansiosa el día del santo acto. Me sentía en una completa felicidad y ya me había concienciado seriamente de la misión que iba asumir.
A la hora señalada me fui con la ahijadita a la Parroquia. Sabía muy bien ir sola, Acacia no podía acompañarme. Padre Domingo, el vicario, iba a darme las instrucciones. Llevaba en una bolsita la limosna indicada, que eran 3.000 reales. En el camino hacia la Parroquia todo fue sin novedad: madrina y ahijada, radiantes.
Cuando avistamos la Parroquia, ya se observaba una gran aglomeración de gente. Me alegré; el Señor Obispo estaba ya allá. Pero no le sucedió lo mismo a Isabelita. Al comunicarle la noticia, pensando que le alegraría mucho, la pequeña montó una verdadera tormenta de lloros, acompañados de fuertes gritos. Tenía miedo del Señor Obispo. Yo le hacía mil promesas, la aupaba alzándola en brazos, y ella lloraba y gritaba cada vez más. Le decía que el Señor Obispo era un santo, que era bueno, que le gustaban los niños... No pude conseguir nada. Y cuanto más nos acercábamos a la Parroquia, más lloraba.
Allí se terminó toda mi alegría. “Pues bien -le dije- ya no vamos al Señor Obispo, yo misma te puedo confirmar, ‘en caso de necesidad’, de la misma forma que bauticé al ‘señor’ Cipriano”. Ésta era una idea falsa que había concebido en mi cabecita de 11 años. Creía que el Sacramento de la Confirmación tenía las mismas normas que el Santo Bautismo. Seguro que Nuestro Señor no llevó a mal la ignorancia de su pequeña amiga, que pretendió hacer las veces del Señor Obispo.
Me senté con Isabel en uno de los bancos públicos que rodeaban la plaza de la Parroquia y comencé a enseñarle algunas “nociones” del santo acto. Seguro que mi “Nuevo Amigo” no permitió que le dijese alguna herejía a aquella almita. Él estaba allí y no tenía triste su santo rostro, ya lo había mirado más de una vez. Tres o cuatro veces invité a Isabelita a ir al Señor Obispo, pero en cuanto hacía mención de levantarme, ella recomenzaba su escandalosa llorera. Esperé mucho, mucho rato, hasta que se fueron el Señor Obispo y todos. Entonces Isabelita ya no se opuso.
Fuimos a la iglesia que ya estaba vacía. Me dirigí al altar de Nuestra Señora, cuya imagen tanto hablaba a mi corazón. Era una hermosa imagen de tamaño natural, que representaba la Inmaculada Concepción. Allí, con Isabelita, recé el Acto de Contrición, después de que le prometió a Nuestro Señor y a Nuestra Señora que nunca más cometería ningún pecado y después de pedirle perdón por los que ya había cometido. La pequeñita repetía dócilmente todo lo que yo le decía, con las manitas juntas.
Después nos fuimos del altar y nos dirigimos al Baptisterio, que quedaba a la derecha, pero en la gran piscina de mármol no había agua bendita. Fui entonces a la pila de la puerta de entrada, con el corazón latiendo por la gran emoción que me embargaba en aquel momento. Me arrodillé con la pequeñita y más de una vez recé con ella el Acto de Contrición y todas las oraciones que sabía de memoria. Me levanto. Meto la mano en la pila, para sacar bastante agua bendita y, arrodillándome nuevamente, trazo una cruz en la cabeza de la pequeña, diciendo al mismo tiempo: “Yo te confirmo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”.
Exulté. En mi fe de niña, contemplaba a la pequeña y la hallaba más bonita. Me imaginaba, o mejor, veía con los ojos de la fe su alma sin ninguna mancha. Y le dije, con la más íntima alegría, comparándola conmigo: “Tu alma ahora está blanca, muy blanca, como estaba la mía el día de mi Primera Comunión”.
No sé por qué, pero la convicción real que tuve de la blancura de mi alma el día de mi Primera Comunión, permaneció viva en mí durante toda mi vida. Solo ahora, desde 1935, ha desaparecido de mí lo que constituía mis delicias. Es que tenía dentro de mí la Blancura Incomparable: mi Dios. Y desde ese momento, se escondió Jesús; ahora tengo “la real y dolorosísima convicción de un alma horrible, oscura, en las densas tinieblas del pecado”.
Pero tengo que seguir. Confirmada Isabel, según creía yo, la llevé al primer banco para enseñarle la “Santa Casita” donde estaba Jesús. El Santo Tabernáculo. Salimos de la iglesia. Recordé que tenía en la bolsita 3.000 reales que no habían sido necesarios. Podía comprar bombones para mi ahijada. Fuimos a la confitería y los 3.000 reales se transformaron en una bonita caja de bombones. Y se la entregué, feliz, a mi ahijadita.
Nos dirigimos a casa. No había caminado una manzana cuando de repente me viene un pensamiento: “¡Pero yo he comprado los bombones con el ‘dinero santo’!” (así llamaba a todo el dinero destinado para la iglesia y para los pobres); tenía que haber dejado el dinero allá, en el cepillo que está a la puerta de la iglesia”. Me invadió el alma una gran inquietud. Y ahora, ¿qué hacer? ¿Llevar otra vez la caja de bombones al “señor” Carvallo y pedirle que me la descambiara? Le daría otros 3.000 reales a Isabelita. Pero recordé que no tenía ni una “platita”.
¡Y ahí estaba yo con una gran perplejidad! Con mi apocada inteligencia, entendía que debía al cepillo de la iglesia el mismo dinero que papá me había dado para el Señor Obispo. Finalmente decidí resueltamente ir a la confitería. Le expuse el caso al “señor” Carvallo, con toda sinceridad, y rodándome las lágrimas. Pero qué grande fue mi sorpresa, cuando veo al “señor” Carvallo reírse a todo reír y, tomando la caja que le entregaba, me la devolvió diciendo: “El ‘señor’ Carvallo te regala los bombones”.
Y, dirigiéndose a la caja, me trajo el mismo dinero que le había entregado. Le di las gracias, radiante, al buen confitero y corrí feliz con Isabelita a la iglesia, a dejar el dinero en el cepillo. Experimenté una gran felicidad y consuelo. Creo que este hecho me aprovechó para el resto de la vida en este mundo. Jamás, desde aquel día en adelante, dispuse de un importe, por mínimo que fuese, sin preguntar primero sobre su procedencia y su destino. Más tarde, Isabel fue confirmada “de nuevo” por el Señor Obispo, y seguí siendo su verdadera madrina.
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