domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 21 - Bilac, el perro malvado

Fue en el año 1907 cuando recibí el sacramento de la Confirmación. Ese día, como en los de mi Primera Confesión y Primera Comunión, no quise ir a jugar a la calle para no echarle ninguna manchita a mi alma. La casa en que vivíamos, frente al asilo, tenía un gran huerto. Me gustaba mucho, diría muchísimo, llevar allí la sillita y sentarme, debajo de un gran peral, para leer el librito que había      ganado como premio, “Historias para niñas”. El día que recibí la Santa Confirmación, para no ir a la calle me fui allá, debajo del gran peral. Pensé que allí estaría bien segura de no manchar mi alma y mi corazón. La víspera, había ido a confesar y, por la mañana, a recibir la Sagrada Comunión. En esos días era cuando sobre todo se avivaba en mí el temor al pecado. Sentada en la sillita, con muy buenos modales, ojeaba ya el librito, cuando mi atención se fijó en una hilera de hormigas, que iban y venían sin cesar. Me senté en el suelo para observarlas mejor.

Y allí, en ese momento, debido a mi gran ignorancia, deseé realmente, de verdad, ser una de aquellas hormiguitas. Y si mi “Nuevo Amigo” me hubiese preguntado el motivo de tan singular deseo, le hubiera respondido sin dudar: “Las hormiguitas son mejores que yo, nunca pecan y no clavan ninguna espina en la Santa Cabeza del buen Jesús. Y yo, si no tuviera a mi “Nuevo Amigo” y a Nuestro Señor en mi corazón, no haría más que cometer muchos pecados”.

Desde aquel día en adelante, sentí un gran amor por todos los bichos y bichitos, y deseaba ser uno cualquiera de ellos. Tal idea me duró, más o menos, hasta los 10 u 11 años. Con certeza que Nuestro Señor no llevó a mal mi tonto deseo, pues Él bien sabía lo tonta y hasta estúpida que era su pequeña amiga. Y cuando me sucedía, sin querer, que aplastaba a uno de esos bichitos, sentía verdaderamente una gran pena.

Sin embargo, después, en varias ocasiones tuve la oportunidad de reconocer con gran tristeza que no todos los animales eran buenos. “¡Ah!, me dije, es que ellos, los bichos y bichillos no tienen, como yo, un ‘Nuevo Amigo’ que les avise siempre para que no cometan ningún pecado”.

Bilac, el gran perro guardián del Mayor Reveilleau, nuestro vecino, saltó a nuestro huerto y mató dos conejitos. Teníamos en casa una pareja de perros bulldogs, que le habían regalado a papá: Veneza y Ñero. Ñero era bueno, pero Veneza algunas veces no. Cuando Acacia les llenaba el cuenco, Veneza comía a más no poder, pero si Ñero se acercaba para comerse las sobras, ella le enseñaba los dientes, gruñendo furiosa, y el pobre Ñero se iba a sentar un poco más allá, pero Veneza, egoísta, se quedaba junto al cuenco, haciendo de centinela. “¡Qué mal, pensaba yo: ella ya no puede más y no le quiere dejar nada a Ñero!” 

También el gallo grande del gallinero era malo con las pobres gallinas. Éstos y otros actos que presencié fueron los que me hicieron pensar, en mi necedad, que eran los pecados de los animales, y me quitaron por completo mi singular deseo de ser uno de ellos.

Y ahora, mi “Nuevo Amigo”, para glorificar a nuestro buen Dios y también a Vos, mi Santo, fiel Protector y Ángel, contaré cómo innumerables veces quise cometer pecados, y si no los llegué a cometer fue porque cuidasteis fielmente de vuestra pequeña amiga, impidiendo mi caída con vuestra mano protectora.

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