Cierto sábado, al comienzo del año lectivo de 1912, el Padre Godofredo, que era el Director de la Congregación Mariana, me dijo en la confesión que él deseaba mucho que aquel año yo recibiese la primera Medalla de la Congregación, pero que había un impedimento: la edad insuficiente o, al menos, la falta de la necesaria madurez intelectual. “Pero vamos a comenzar a rezar, desde hoy”, dijo él, “y Cecy hará pequeños sacrificios por Nuestra Señora para que el 8 de diciembre alcance esta gran gracia”.
Salí del confesonario radiante, como si ya en realidad hubiese recibido la linda medalla con la cintita azul. Pasaron algunos días y yo, “en aquella ilusión de realidad”, no había comenzado a realizar los pequeños sacrificios para Nuestra Señora, tal como me lo había mandado el Señor Padre.
Por fin, caí en la cuenta. Respecto a lo que debía rezar, ya lo sabía; no había para mí mejor ni más poderosa oración, de todas las que sabía, que el santo Rosario, que jamás lo había dejado de rezar, ni un día siquiera, gracias a Nuestra Señora; hasta hoy todavía puedo decirlo. La dificultad estaba en los “pequeños sacrificios”. No sabía qué sacrificio debía hacer que le agradase mucho a la Madre del Cielo. Ya había hecho algunos, pero tenía la impresión de que no eran éstos los que quería Nuestra Señora.
Ahora es preciso que cuente algo: me gustaban mucho los dulces, los caramelos y, sobre todo, el chocolate. Con toda sinceridad: yo era una golosa. Acacia conocía mi “punto flaco” y, la pobre, en el momento que yo quería, me daba el gusto con una gran rebanada de pan con mermelada, con ponche y canela, con puñados de pasas, en fin, con lo que encontraba a mano. Y, a falta de dulces o de Acacia para dármelos, iba yo a la despensa, me hacía un buen cucurucho de papel y lo llenaba de terrones de azúcar, que sustituían perfectamente a los caramelos.
Una tarde había preparado un cucurucho de terrones, tomé el primero e intenté llevármelo a la boca. Allí estaba la santa mano de mi “Nuevo Amigo” que me lo impedía. Miré su santo rostro y lo encontré con aquella seriedad que yo tan bien conocía. Sin comprender, sin embargo, el fin por el que me lo impedía, vacié todo el contenido del cucurucho en la lata del azúcar. El santo rostro de mi “Nuevo Amigo” perdió inmediatamente la seriedad y le sucedió aquella incomparable “dulzura” que constituía toda mi felicidad, mis delicias. Sin embargo, no comprendí aún por qué me lo había impedido mi “Nuevo Amigo”.
Pasó algún tiempo. Estaba yo en la galería, ocupada con mis deberes de clase, cuando aparece Acacia, trayendo un gran membrillo asado, para hacer mermelada. Me alegré muchísimo y, como de costumbre, le demostré a Acacia mi alegría abrazándome a su cuello. Acacia se fue de allí, dejando el platito con el membrillo sobre la mesa. Tomé la parte ya cortada y pinchada en un palillo, e intenté llevármela a la boca. Y allí estaba de nuevo mi “Nuevo Amigo” impidiéndolo. Miré su santo rostro: ¡serio! Entonces lo comprendí todo: “Me gustan mucho, muchísimo los dulces y todo lo que es de azúcar. Tengo que privarme de ellos. Éste es el ‘pequeño sacrificio’ para Nuestra Señora, y ‘sólo’ esto es lo que la Madre del Cielo quiere, a cambio de la linda medallita con cinta azul”.
Y, para no resultar pesada, sólo diré que, desde aquel día en adelante (mediados de marzo de 1912), hasta el 8 de diciembre del mismo año no probé el más mínimo terroncillo de azúcar, ni ninguna cosa dulce de cualquier clase. El Padre Godofredo me dijo: sólo debes tomar azúcar en el café. Y así fue. Además, sé que la Santísima Virgen aceptó el “pequeño sacrificio” de su hijita, pues le recompensó, el 8 de diciembre, con la medallita y la cinta azul.
Aquel día, el Padre Godofredo, dándome una estampa de Nuestra Señora, me dijo: “Hoy, sí, Cecy puede comer los dulces que quiera y ¡Nuestra Señora se alegrará mucho!”. Después volví a casa. Y los días de fiesta, la fiel y buena Acacia no se olvidaba de sorprenderme con alguna “lambisquería”, como decía ella. Así, en la galería, en el lugar donde estudiaba, hallaba un platito de ciruelas con coco. Con gran sorpresa mía, vi cómo la “golosa” Cecy había perdido por completo su feo defecto.
Y es a Vos, Santísima Virgen, y a vos, mi fidelísimo “Nuevo Amigo”, a quienes todo lo debo. Amén.
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