Si no hubiera sido por el gran respeto que me infundía la santa presencia de mi “Nuevo Amigo”, creo que hubiera adquirido, ya en mi infancia, modos poco convenientes, poco o nada modestos. Sabía perfectamente que, cuando estaba en presencia de las Hermanas o de personas extrañas a quienes respetaba, debía estar en postura correcta. Y, aunque lo hacía bien, todavía me esmeraba más en eso cuando estaba sola, pues me sentía más directamente observada por mi “Nuevo Amigo”. Hasta los 8 años, fue siempre Acacia la que me vestía, me bañaba, me peinaba, me acostaba y me levantaba, pero, como yo era poco hábil y mañosa, todavía a los 10 u 11 años no prescindía del todo de sus servicios. Muchas veces, sobre todo al levantarme, cuando al ponerme por ejemplo las medias, adoptaba una posición inconveniente o no me preocupaba de que el vestidito estuviese bien estirado, allí estaba siempre a tiempo la advertencia de mi “Nuevo Amigo”; y, sin haberlo visto jamás, sentía tan vivamente su presencia y su reprobación que, avergonzada, cerraba los ojos como si temiera ver su santo rostro mirándome con severidad.
Esta escena se repitió innumerables veces, estando sola o en las más interesantes diversiones. Con la gracia del buen Dios, no recuerdo haber desoído las advertencias santas de mi “Nuevo Amigo” ni una sola vez, a pesar de que muchísimas veces tuve necesidad, sin saberlo, de violentar mi naturaleza rebelde y llena de malas inclinaciones.
En cierta ocasión, hubo una fiesta militar gaucha en la invernada, y papá nos llevó. Me quedé encantada cuando vi que allí se podía montar a caballo. Lo hacían las señoras y los niños. Nunca había montado a caballo, a no ser alguna que otra vez que papá me había sentado en Congo. Allá, en la fiesta, sin embargo, iba a pasear a caballo.
El Teniente P. se ocupó de mí y me trajo un bonito poni. Yo estaba en el colmo de la alegría. Él me montó en el poni como si fuera un niño y ya le había tirado de las riendas cuando escucho y percibo la advertencia de mi “Nuevo Amigo”, tan vivamente como oía y sentía al Teniente P.
Mi “Nuevo Amigo” reprobaba mi paseo. Sentí su brazo que me bajaba suavemente del caballo como había sentido, antes, al Teniente levantándome. Y ya en el suelo, le dije: “Ya no me apetece pasear”.
El Teniente se quedó admirado de mi “agilidad” y le contó la anécdota a papá quien me trató de miedosa y tontina. Me hubiera encantado pasear a caballo, sí, pero prefería más, mucho más, tener contento a mi “Nuevo Amigo”.
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