domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 29 - El camarón

Para realzar más la Misericordia Divina con su criaturita y exaltar la fidelidad y los cuidados de mi “Nuevo Amigo”, voy a contar algunos casos que mostrarán, bien a las claras, como fui y soy de inteligencia apocada, casi nada, o lo que es igual, nada inteligente. El buen Dios y mi “Nuevo Amigo” podrían haberme deparado también su ayuda en estos casos, pero no lo hicieron, permitiendo que yo misma actuase con mi limitadísimo raciocinio, para que yo, al menos hoy, reconozca que todo, todo se lo debo a mi Dios.

Cierta tarde, jugaba yo en la calle con I., que era dos o tres años mayor yo. Corría el año 1910. Tenía yo, por tanto, 10 años. Ya no vivíamos frente al asilo. Saltando a la cuerda, llegamos a la esquina de la casa de I. Y allí nos paramos.
Venía de la esquina opuesta un chico de unos 14 ó 15 años, de esos pobres chicos a los que el pueblo llama “golfillos”, que tenía que pasar por la esquina en que estábamos. Lo conocíamos de vista, porque todos los días pasaba por nuestra casa; era un repartidor de carnes. I. me dijo: “Mira a ese muchacho; si la gente le llama “camarón”, él se convierte en camarón; si la gente le llama “caimán”, él se convierte en caimán”. El muchacho pasó junto a nosotras, pero tenía que volver de la pensión con las carnes. Le pregunté entonces a I.: “¿Pero él se vuelve después otra vez muchacho?” “Así es”, dijo I., porque otros le llaman “muchacho” a cualquier hora. “Cuando ahora vuelva a pasar junto a nosotras, tú le llamas ‘camarón’, ‘caimán’, y verás”. Le respondí: “No, sólo le llamaré ‘cae-marón’, que es un bichito pequeño; ‘caimán’ no le digo, es un bicho peligroso, enorme, tendría miedo, y además le tiene que costar más cambiarse después”. “¿El pobrecito no sufre con ese cambio?”, le pregunté a I. “Nada, a él no le importa”, contestó.

Esperamos. Momentos después, volvía el chaval. Entonces I. dijo: “Yo me quedo aquí en la puerta de casa, y tú vas a esperarlo ahí, en la esquina; tiene que ser así, porque si no, no se cambia”.

Y yo, con gran expectación por ver a un niño transformarse en un bichito, me fui allá. Cuando el mozalbete pasó junto a mí, le dije: “Camarón”. Pero mi decepción fue enorme, al ver que el muchacho, en vez de transformarse en un camarón, me respondió enfadado: “Ésta tú me la pagas y bien pagada”. I. se había escondido detrás de la puerta del corredor de entrada y se reía a más no poder. No entendí por qué se reía. Y es que ella sabía que el muchacho se enfadaba cuando le llamaban así.

Pasaron algunos días. Una tarde iba sola al colegio, cuando, a mitad de la manzana, reconozco al muchacho y él a mí, porque me dijo: “Ahora vas a ver quién es camarón”, y me dio un puñetazo en el brazo y salió corriendo. Yo era muy melindrosa y, en vez de ir al colegio, me volví a casa llorando y le conté el caso a mamá y por qué me había pegado el muchacho. Mamá se enfadó, no conmigo, sino con el muchacho, diciendo: “Él podía haber venido a quejarse a mí, pero no te podía pegar. Esto no queda así”.

Pasaron algunos días, no sé cuántos. Entonces éramos vecinas del comandante del Regimiento y todos los jueves había retreta frente a su casa. Allá estaba el chaval sentado en el borde la acera, con otros chicos, oyendo la música. Mamá mandó a Abelino a buscarlo y, ya en casa, en el mismo corredor, recibió una zurra con la suela de la zapatilla. Él lloraba muy fuerte; yo estaba en la galería y Acacia me dijo: “Es el muchacho, que está recibiendo por haberte pegado”. Iba a decir: “¡Bien hecho!”, pero he aquí que mi “Nuevo Amigo” me lo impidió. Busqué luego su santo rostro y estaba triste. Una pena grande, muy grande, por el muchachito me invadió el alma. Corrí al corredor para impedir que le diera más, pero Abelino ya le había mandado marcharse.

Volví a la galería con el alma inundada de tanta pena que no pude contener las lágrimas. Acacia ya no estaba en la galería y pude llorar mucho tiempo, de pena y de arrepentimiento. Pedí perdón al buen Jesús y a mi “Nuevo Amigo”, reconociendo mi culpa: “El muchacho recibió porque le conté a mamá que él me había pegado. Pero él sólo me había dado un puñetazo que no me dolió, y Abelino tiene fuerza y, con seguridad, que le ha dolido mucho”.

Me entró el deseo de confesar aquel pecado, en aquel mismo instante, pero era jueves y hasta el sábado no podía. Nuevo dolor para mi alma. ¡Ah! ¡Y si fuese ahora mismo al Padre Godofredo, al Liceo!... Se me presentaron muchas dificultades: era tarde; no tardarían en encenderse las luces. Acacia estaba en la cocina y Concepción estaba poniendo la mesa. Pensé en irme sola, en escapar. Miré a mi “Nuevo Amigo” y ¡oh, qué gran e inesperada alegría! ¡Su santo rostro ya no estaba triste! ¡El buen Jesús ya me había perdonado y mi “Nuevo amigo” también! El sábado le confesaría todo al Padre Godofredo.

Aunque la paz volvió a mi alma, permanecieron en ella una gran pena y un gran arrepentimiento. Si apareciera por allí el muchacho, le había de dar mil pruebas de cariño. ¡Ah, en el “Arca de Noé” no había más que una sola “platita”! Compraría cigarrillos de chocolate y al día siguiente, esperaría al muchacho. Y en aquel mismo instante corrí a la confitería y volví con diez cigarrillos recubiertos con papel de aluminio dorado.

Al día siguiente, aguardé con mucha impaciencia el paso del chico; pero no pasó. Y un día más y otro, y pasó mucho tiempo, y el pobrecillo no volvió. Con seguridad que tenía miedo de pasar por nuestra casa. A mi pensamiento de niña se le ocurrían mil motivos, pero no ése. Y hasta pensaba que Abelino la había pegado demasiado y el pobrecito estaría enfermo y bien podría haber muerto. Este pensamiento me aterrorizaba y me entristecía. Pasado algo más de tiempo, estaba yo en la calle, cuando vi al chaval atravesar la calzada. Sin más preámbulos, corro hacia él y le digo: “Tengo una cosa para ti, espera que te la traigo. Me diste mucha pena cuando Abelino te pegó”. El muchacho me miraba como ido, pero no le importó esperarme. Ya no tenía los cigarrillos, pero tenía algunas “platitas” en el “Arca de Noé”. Las cogí y corrí a la calle, con el temor de que el muchacho se hubiese ido. Pero estaba allí, sí. Le di todo, las moneditas y el “Arca de Noé”. Él se quedó muy contento y se fue agitando el Arca. En cuanto a mí, sintiendo la más dulce paz en el corazón, me quedé en la esquina con mi “Nuevo Amigo”, mirando al muchacho hasta que desapareció.

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