Al final de 1905 o mediados de 1906, papá fue trasladado a la guarnición de Jaguarao. Creo que aquí comenzó la segunda etapa de mi vida. Después de la llegada nos matricularon en el Colegio Inmaculada Concepción.
Me acuerdo de mi primer día de clase. Nos llevó Concepción. Nos recibió la Hermana Eugenia, tan buena y cariñosa, que enseguida me gustó. Nos llevó a su clase y mis dos hermanas y yo nos sentamos en el primer banco.
La Hermana Eugenia nos preguntó muchas cosas. Yo estaba admirada, nunca había visto una Hermana y creo que no quedó nada en la Hermana Eugenia sin que yo no lo hubiese observado.
Y lo que más me llamó la atención fue la cruz de paño negro que llevaba en el pecho, pero sin el Papá del Cielo. ¡Ah! ¡Y en aquella sala, pendiente de una pared, había un gran Papá del Cielo, muy grande, clavado en una cruz de mi tamaño! ¡Sus manos y sus pies tenían sangre, y en su pecho una gran “pupa” abierta! ¡Pobre Papá del Cielo!
Sentí una gran pena en el alma y me eché a llorar. La Hermana Eugenia procuró consolarme, atribuyendo mis lágrimas a la ausencia de papá y mamá.
Las niñas comenzaban a llegar y todos aquellos bancos quedaron casi llenos de pequeñas completamente extrañas para mí. Momentos después, la Hermana Eugenia me llevó a otra clase. Mis hermanas se quedaron allí.
Allá estaba sentada en su silla otra “chica”, vestida como la que me había traído, y luego descubrí que ésta también tenía la cruz de paño en el pecho. ¡Y en la pared, también había otro Papá del Cielo, colgado de una gran cruz! Y, además, ¡qué alegría!, allí estaba mi “Nuevo Amigo”, en un cuadro grande, igual que el del Capitán Becerra.
La querida Madre Rafaela iba a ser mi profesora. Ella me sentó en el primer banco; aquél iba a ser mi sitio. Mi “Nuevo Amigo” estaba a mi lado; no necesitaba buscarlo. Tímida y retraída por naturaleza, me quedé quietecita todo el tiempo.
Me gustaron el colegio y las bondadosas “chicas”, a las que papá me dijo que no debía llamar “chicas”, sino “Hermanas”. En poco tiempo ya sabía hacer la señal de la cruz, rezar el Padre Nuestro, el Ave María, el Credo y la bonita oración a mi “Nuevo Amigo”. Fue la Hermana Paulina la que nos la enseñó. Y fue allí donde aprendí que mi “Nuevo Amigo” era el Santo Ángel de la Guarda. La Madre Rafaela nos habló mucho del buen Papá del Cielo, pero ella nunca Lo llamó así, lo que me sorprendió mucho, pues siempre decía el “buen Dios”. Comprendí: El Papá del Cielo se llamaba Dios. Aprendí también que la Mamá del Cielo se llamaba María Santísima.
La Madre Rafaela nos habló después del buen Jesús, cuyo santo Nombre ya conocía por doña Mimosa. Nos habló del alma, del pecado horrendo, del cielo, del infierno y del purgatorio.
Guardé todo lo que cabía en mi menguada inteligencia: del resto ya cuidaría mi “Nuevo Amigo”.
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