Todavía en el año 1913. Teníamos en nuestro colegio, casi tradicionalmente, el “picnic”. Por la fiesta de la onomástica de nuestra Madre Rafaela el 24 de octubre; por lo general, se celebraba el día 25.
Ese paseo campestre era un encanto para todas las alumnas. Cada niña, tanto externa como interna, iba provista de la “indispensable cestita de fiambres”. Este año de 1913 no me acompañaron mis hermanas: Dilza había fallecido hacía mucho tiempo (1909) y Gizelda había dejado ese año el colegio. Acacia había preparado mi cestita bien surtida con las cosas que más me gustaban y que ella conocía muy bien. A la hora fijada (era siempre después del mediodía), me fui hacia el colegio, con una alegría grande, muy grande.
Iba sola; en una de las manos la cestita, en la otra una bolsa de tela gruesa de lino, con manzanas y plátanos. Dos manzanas antes de llegar al colegio, en una de las esquinas por donde debía pasar, una mendiga, sentada al borde de la calle, extendiendo la mano me dijo: “Señorita, una limosna para la negra vieja, que hoy todavía no ha tomado el café”. Casualmente tenía en el bolsillo del delantal la vuelta de las frutas que había ido a comprar al quiosco, con el dinero que mamá me había dado: eran 500 reales. Se los di a la viejita que los recibió con gran alegría, diciendo en su lenguaje sencillo: “Nuestro Señor le ayude”.
Y me fui alegremente a mi paseo. No habría dado, tal vez, ni diez pasos, cuando me paro sorprendida: mi “Nuevo Amigo” me había tocado suavemente en el hombro con su santa mano. Busqué su santo rostro y estaba triste, no serio. En el mismo instante me vino al pensamiento la viejita de la esquina. La busqué con la mirada y seguía allí. Me vino a la mente esta pregunta: “¿Cómo va a poder matar el hambre, hoy y mañana, sólo con 500 reales? Tengo que darle todo lo que tengo aquí para el paseo. Sólo así el santo rostro de mi ‘Nuevo Amigo’ dejará de estar triste”.
Vuelvo hacia la viejita y, con una precipitación que no era en mí habitual, le vacío en el halda todo el contenido de la cestita y de la bolsa de tela, diciéndole: “Todo esto lo tenía yo para el paseo, pero se lo quiero dar a usted, que todavía no ha tomado café”. No sé lo que me respondió la viejita; sólo noté, en una mirada, su gesto de estupefacción, porque eché a correr hacia el colegio, como si recelase no tener la fuerza necesaria para seguir fielmente lo que deseaba mi “Nuevo Amigo”. Después de correr una manzana, ya en la esquina del colegio, me paro y busco el santo rostro de mi “Nuevo Amigo”. Ya no estaba triste, sino con aquella “dulzura” que confirmaba que Nuestro Señor y él estaban contentos con su pequeña amiga. Abrí la cestita y puse en ella la bolsa de tela, también vacía. Y pensé: “¿Cómo puedo ir al colegio y al “picnic” con la cesta vacía?”
Hice mención de volver a casa para pedirle a la buena Acacia un nuevo surtido; con certeza, ella me lo daría. Quiero comenzar a correr, pero de nuevo la santa mano suavísima de mi “Nuevo Amigo” me lo impide. El no quiere que yo vuelva a casa, sino que vaya al colegio. Obedezco, aunque con gran indecisión: “¿Qué dirán las niñas al verme con la cestita vacía? ¡Se reirán de mí!” Este era el gran, el grandísimo miedo que afligía mi alma.
Pero la “dulzura” de su santo rostro todo lo disipó y entré al colegio tan alegre como si la cestita todavía estuviese llena de las cosas buenas que me gustaban.
El patio estaba ya lleno de niñas, todas llevando su respectiva cestita. Deseé entonces tener al menos un trozo de pan para que hiciera algún peso en la cestita, pues no tenía forma de llevarla; estaba tan leve que inmediatamente se veía que estaba vacía, cuando las cestas de las otras chicas casi no se podían cerrar. Pasé en el patio momentos penosos. Y pensaba: “¿Qué voy a hacer allá en el prado, cuando todas formen los grupos para la merienda?”.
Salimos. Yo iba con mi grupo: E., M., I., L. y otras más. Durante el camino ellas iban diciendo lo que llevaban y yo, confundida, permanecía callada. Llegamos al prado y en poco tiempo también llegó la hora del “rancho”. Los grupos se dispersaron por la gran extensión de la pradera. De pie, sin decidirme a juntarme con mi grupo, busqué el santo rostro de mi “Nuevo Amigo”, como pidiéndole auxilio. Y la santa “dulzura” que tanto me deleitaba disipó nuevamente mi gran indecisión. (Comprendo ahora lo que entonces no veía: era el miedo de verme humillada por mis compañeras).
Me dirijo a mi grupo que ya me estaba llamando a gritos. Mi “Nuevo Amigo” lo quería así. Y ellas, con todas las cestitas abiertas, ya se estaban sirviendo. L. abre mi cestita y, ¡oh decepción, o mejor, sorpresa para ellas y vergüenza para mí!, la cestita estaba vacía, ¡sólo con la bolsa de tela dentro! Una carcajada unísona resonó por la planicie. En cuanto a mí, no podía retener los sollozos y las lágrimas. Quería pedirles que no se riesen de mí. Mil preguntas me llovían de todos los lados, acompañadas de chistes picantes. “¿Has escondido en un agujero tus cosas, por miedo a que te pidiésemos?”, Dijo L. “Ya se lo ha comido todo -dijo otra-, y ahora quiere servirse de lo que nosotras tenemos”. “Bien divertido me ha parecido su gesto con la cesta vacía, en el colegio”. “¿Entonces, no tenías nada en casa para traer?”
No aguanté más. Iba a ir a contárselo todo a la Madre Rafaela. Se acercaban a mí más niñas. Pero, he aquí, que la santa mano de mi “Nuevo Amigo” me impedía andar y hablar. ¡Ah! ¡Cómo deseaba, al menos, apartarme de allí e ir a otro grupo! Con todo, mi “Nuevo Amigo” no lo quería. Debía quedarme allí.
Me senté otra vez con ellas, violentándome de veras. L. me ofreció una rebanada grande de dulce de guayaba y encima una loncha de queso del reino. Como un relámpago me pasó por la mente este pensamiento: “No, no aceptaré nada, no necesito tus cosas”. Con todo, el pensamiento fue tan rápido que no articulé ni una palabra, pues una vez más se posó sobre mí la santa mano, que tanto conocía. Comprendí: “Debo aceptar. Mi ‘Nuevo Amigo’ lo quiere”. Y entrando en lucha la voluntad y el amor propio, venció la primera. Acepté lo que L. me ofrecía. Acepté lo que las otras me ofrecieron. Y en cada bocado que me llevaba a la boca no sentía la dulzura de aquellas cosas, que me repugnaban al paladar a causa de la violencia que me estaba haciendo a mí misma; pero la “dulzura” de su santo rostro todo lo venció.
El paseo terminó. Nadie supo lo sucedido, ni papá, ni mamá, ni la Madre Rafaela, ni Acacia. Nadie.
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