Fue en el año 1908 cuando comprendí mejor lo que significaba la “Semana Santa”. La Hermana Irene nos contó los acontecimientos de la Pasión del Salvador, mostrándonos sucesivamente unos cuadros grandes con los dolorosos pasajes de los sufrimientos del inocente Jesús. Y cada hecho contado por la Hermana Irene penetraba en mi alma compungida, haciéndome amar mucho más a aquel buen Jesús y detestar con mayor horror el horrible pecado, causa de los sufrimientos y de la muerte de mi Dios.
El cuadro de la coronación de espinas me impresionó de tal manera que su recuerdo quedó grabado en mi alma durante toda mi infancia y mi juventud. Me acuerdo, como si fuera hoy, de la pregunta de la Hermana Irene al mostrarnos el doloroso cuadro: “Todavía hoy, cada una de vosotras puede clavar una corona de espinas en la cabeza de Jesús, como estos soldados malos. ¿Y cómo podéis hacer esto?”
Fue mi hermana Dilza la que respondió: “Cometiendo pecados queriendo”.
Un gran peso se quitó de mi alma: y es que muchas y muchas veces yo había sido mala y cometido pecados, pero siempre sin querer. Y cuando sí que quería, mi “Nuevo Amigo” me lo había impedido.
Ciertamente, sor Irene nos habló de la Cuaresma, aunque no entendí nada de este santo tiempo y nada retuve; sólo me centré en la “Semana Santa”. La esperaba con ansia “para poder ayudar a Jesús y no dejarle sufrir tanto”. Así pensaba en mi sencillez de niña.
Llegó la “Semana Santa”. Fui a la Santa Misa con el colegio y nos dieron las palmas bendecidas. Durante toda la Santa Misa, estuve pensando cuál sería la mejor manera para impedir que Jesús sufriese tanto.
Yo quería de forma muy particular a mi hermana Dilza. Cuando llegamos a casa, la llevé junto a la gran cómoda, sobre la que continuaban el Crucifijo y la benditera, y con la confianza especial que tenía con ella, le dije: “¿Hermanita, tú quieres también ayudar a Jesús en Semana Santa?” Y ella respondió: “Yo ya sé lo que voy a hacer y lo que le voy a decir a Jesús el Viernes Santo”.
El lunes, mi hermanita salió y volvió con una pieza de crespón, explicándome que, en aquella Semana, todos los Santos y Nuestra Señora estaban tristes, de luto, y por eso se daba vuelta a los cuadros y se cubrían con crespón. Y así lo hizo ella. Todos los cuadros fueron envueltos en crespón, también el Crucifijo y la benditera.
Y mi alma de niña sufría, en aquella semana, una gran pena por el buen Jesús y su Santa Madre. El jueves hicimos en el colegio la Santa Comunión Pascual. Después de esta Comunión fue cuando hallé lo que debía hacer para que Jesús no sufriese tanto. Ya sabía lo que le iba a decir a Jesús el viernes, a las 3 de la tarde, junto con mi hermana Dilza.
Volvimos a casa. Por la noche no pude dormir, tanta era la pena que sentía por el Salvador. El cuadro que nos había enseñado sor Irene, representando a Jesús en la agonía del huerto de los olivos, lo tenía ahora en mi alma. Tenía a Jesús en mi corazón, sentía sufrir sus angustias de muerte. Lo apretaba contra mi pecho y, en el ansia que sentía de ayudarlo, en mi impotencia, no quise esperar al día siguiente, el Viernes Santo a las 3. Me levanté a oscuras. A tientas me dirigí a la cómoda grande, pues sabía que allá descansaba Jesús, o mejor, se estaba preparando para sufrir. Cada vez que me paraba ponía las manos en el corazón. Le dije a Jesús secretamente, con mis expresiones de niña:
“Pobre Jesús, qué pena tengo del Señor. Yo no quiero dejar que los pecados le produzcan tanto dolor. Quédate muy escondido en mi corazón. Los hombres malos no saben que el Señor está conmigo y yo no se lo voy a decir a nadie. Pero además es preciso que los hombres malos no cometan pecados y yo pido a Jesús que me deje tomar todos los pecados de los hombres y esconderlos también dentro de mí”.
Es que sor Irene había explicado que Jesús sufría los pecados del mundo y también los de cada uno de nosotros. En mi inteligencia de 8 años concebí que podía aliviar a Jesús, quitándole los pecados y escondiéndolos en mí. Seguro que consolé un poquitín a mi Divino Salvador en aquella noche de angustia con mi buena intención. Recuerdo que me convencí de que Jesús iba a hacer eso y, en paz y con mucho consuelo, volví a la cama y me dormí con la convicción de que Jesús sufriría menos.
Al día siguiente, Viernes Santo, fuimos a la iglesia. Mi gran preocupación era esconder a Jesús y a los pecados.
En casa, poco antes de las 3 de la tarde, mi hermana Dilza me llamó y me dijo: “¿Ya sabes lo que vas a pedirle a Jesús a las 3?”
No le dije a mi hermana lo que había hecho el jueves por la noche, porque quería repetir lo mismo a las 3. Esperamos mi hermana y yo, junto a la cómoda grande, a que el reloj anunciara la gran Hora Santa.
No sé explicar lo que experimentó mi alma en aquel momento. Tenía y sentía de forma viva la Presencia Divina en mi corazón y con dolor temía que si Jesús moría en mí, lo perdería hasta el Domingo de Resurrección. Y como en un arranque de dolor exclamé: “Buen Jesús, dentro de mí no debéis morir, ni por tres días”. Es que ya no podía estar sin la presencia de Jesús y de mi “Nuevo Amigo”. A las 3 repetí lo que había hecho la víspera por la noche. Y, ¡qué alegría!, Jesús no murió en mi corazón y quería esconderse en él y esconder también los pecados.
Momentos después, mi hermanita Dilza me dijo sollozando: “Le he dicho a Jesús que prefería morir antes de la próxima Semana Santa que cometer un pecado queriendo”. Y sólo ahora reconozco, entre lágrimas de emoción, que el buen “Jesús Moribundo” le concedió a mi hermanita la gracia que le había pedido. Dilza no llegó a la Semana Santa siguiente. Falleció antes de un año, el 14 de Enero de 1909, un jueves, cuando el mismo reloj estaba para dar las 3 de la tarde, y en aquel mismo lugar donde le pidió a Jesús esta gran gracia junto a la cómoda que tenía el santo Crucifijo y la benditera, pues, tres días antes de su muerte, el médico ordenó un cambio de cuarto y de cama.
Buen Jesús, perdonadme si nunca Os he agradecido esta gracia que concedisteis a mi hermanita. Sólo ahora, recordando este hecho, me doy cuenta de todo. ¡Dios mío, cuánto Os debo! Jesús mío, perdona mi ingratitud.
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