domingo, 15 de marzo de 2020

Cap 45 - La guerra de Troya

1915, poco después del comienzo del año escolar. Papá estimulaba muchísimo nuestros estudios, mostrando siempre el máximo interés por mis buenas notas de comportamiento y aplicación. Las calificaciones trimestrales le interesaban sobremanera a Papá. Eran unas tarjetas azules, que traían la calificación de todas las materias que habían entrado en el examen y abajo estaba la “Gran Nota”: “Entre ‘tantas’ alumnas, mereció el lugar ‘tal’”.

Y papá gozaba cuando, en la tarjeta azul, podía leer “el primer lugar”. Entonces papá estaba radiante; mamá, orgullosa; y yo, feliz, inmensamente feliz. Yo, sin embargo, casi siempre tenía el segundo lugar, sólo dos veces alcancé el primero. Tenía una compañera, F., tan inteligente como aplicada y buena, y el primer lugar, con todo merecimiento, era siempre para ella. Y aún las dos veces que conseguí el lugar primero, fue por empate con la buena F.

Aquel año, al inicio del primer trimestre, papá me había dicho: “Si consigues el primer lugar, recibirás un bonito regalo y le darás a papá una gran alegría”. “Tengo que conseguirlo, le dije a papá, cueste lo que cueste; papá verá el primer lugar en la tarjeta azul”. Me esforcé mucho. Estudié, estudié con ahínco. Mis lecciones estaban siempre bien preparadas. No había un punto, en ninguna materia, al que tuviera miedo. Todos los días, antes del estudio, pedía con mucha devoción la ayuda de mi “Nuevo Amigo” y en el colegio visitaba a Nuestra Señora, ¡haciendo novenas para “sacar el primer lugar”! Con eso pretendía más alegrar a papá que el regalo que me había prometido. Yo quería mucho, mucho a mi papá, y darle una alegría tenía para mí más valor que todos los regalos del mundo, por bonitos que fueran.

Pues bien. Al final del trimestre estaba al día en todos los puntos de todas las materias, sin miedo alguno. Y ya tenía por “seguro” empatar en el primer lugar con F., que ignoraba, como también sor Clementina y el mismo papá, mi supremo esfuerzo de aplicación en los estudios.

Un día amanecí con fiebre, y tuve que quedarme en la cama. Estaba con paperas. Perdí las clases de dos semanas. Naturalmente, me atrasé en las lecciones, cuyos contenidos tendría que recuperar. Ahora tenía que estudiar el doble. Los exámenes, a las puertas. Estudié, estudié. ¡Todo recuperado!, estaba al día. Eran 16 capítulos de Historia Universal; los sabía todos, de corrido, excepto uno muy largo: La Guerra de Troya. ¡Me acuerdo tan bien! ¡Me fue imposible recuperarlo! No tuve más tiempo; estaba cansada y ¡el capítulo era tan largo! Pensé: “Ya sé los otros 15 puntos de memoria. ¡Qué casualidad sería que me cayera la Guerra de Troya! No, mi “Nuevo Amigo” y Nuestra Señora no lo permitirán”.

Llegaron los exámenes. Me sabía tan bien las materias que habíamos visto en Historia, que contaba como seguro el empate en el primer lugar. ¡Llegó el día de Historia! Había leído, sí, la Guerra de Troya, pero era tan larga, que no pude retenerla. Únicamente me acordaba, por ser interesante, del colosal caballo de madera, en cuyo interior se ocultaron multitud de guerreros.

Allí estábamos, rodeando la mesa de sor Clementina para sacar el punto del examen. Metí la mano en la cajita y abrí el papelito temblando: ¡¡¡La Guerra de Troya!!! No tuve tiempo de pasar de aquella tremenda decepción a otra mayor. Alguien me tira del vestido; era M., trémula, nerviosa, como yo. “Cambiemos el punto, me dijo ella, yo sé mejor la Guerra de Troya, que el punto que me ha tocado a mí, las Guerras médicas”. ¡Ay! Aquella pregunta me la sabía para sacar un diez. ¡Estaba salvada! En el mismo instante, con la rapidez de un relámpago, más rápido aún que el pensamiento, pues ni siquiera había tenido tiempo de considerar la propuesta de M., ¡siento sobre mi hombro la santa mano de mi “Nuevo Amigo!

Y entonces pensé: “¡Qué propuesta me ha hecho! ¡Qué acción tan baja cometería! Es preferible que saque un cero, a sacar un diez, con una mentira”. Entonces le respondí a mi compañera: “No, M., engañaríamos a sor Clementina. Sabes tu punto mejor de lo que yo sé el mío”.

La Hermana dio la señal y nos fuimos a nuestros sitios. F. sacó el primer lugar y yo, el cuarto, porque no escribí casi nada de la Guerra de Troya, salvo algunas líneas sin conexión, tal vez. La Guerra de Troya afeó mi tarjeta azul: saqué cero en Historia Universal. Y cuando, avergonzada, entregué mi tarjeta a papá, la santa mano de mi “Nuevo Amigo” se posó sobre mi hombro. No recibí el regalo de papá, pero la santa “dulzura” de su santo rostro valía más que los más ricos regalos de este mundo, y si papá no tuvo la alegría aquella vez, la tuvo después muchas veces, aunque sólo después de que F. se marchara a vivir a Cruz Alta.

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