Fue en 1919. Una señora, doña S., había comprado en nuestro barrio una casa en la que pasaba el invierno. Como era estanciera, veraneaba en la hacienda, en una linda casa de campo, apartada de la ciudad más o menos una hora de coche. Pues bien, entablamos relaciones con esta señora, que era muy alegre y comunicativa, y acostumbraba a celebrar en su casa de campo o en la hacienda frecuentes reuniones familiares.
Ese año de 1919, con ocasión del aniversario de su hijo, doña S. celebró una fiesta en su casa de campo. ¡Qué alegre estaba ese día! Por el camino de la ciudad a la casa de campo, había un continuo ir y venir de coches trasladando a los invitados. Nosotros fuimos por la tarde. Había también algunas mozas del campo ¡corazones de oro, almas de cristal! Siempre me han encantado estas mozas del campo, alegres y joviales, buenas y sinceras, de una franqueza de niñas y de una moral santa. Por cierto, ignorantes y tímidas. En fin, me encantaba su compañía.
Por la noche había baile, con la orquesta que había venido de la ciudad. Y allá estaban también las mocitas para el baile, con sus trajes “extraños”, como decían las de ciudad. Entre ellas había una de 17 ó 18 años, cuyo nombre no recuerdo, pero que era muy buenecita. La pobrecita era huérfana de madre y vivía en la hacienda con su padre y una vieja criada. Iba a la ciudad raramente y era muy tímida.
Comenzó el baile. La vio un mozo y la sacó a bailar. La pobrecilla no bailaba, sólo daba algunos pasos muy torpes, provocando la risa de los asistentes. De hecho, era divertido lo que hacía la pobrecilla, y quien no se riese, era únicamente por caridad. Me acordé luego de mí misma, de mi propia figura, en aquel baile con el “dominó negro”. Yo tampoco sabía dar más que unos pasos torpes.
Inmediatamente, quisieron divertirse a costa de la mocita y los mozos de ciudad la sacaban a bailar. La pobrecita, muy contenta, allá que salía para “dar vueltas”. Los asistentes se reían y reían a costa de la mocita, buena como un ángel. Me dio pena, mucha pena de ella y, por una coincidencia, en el té se puso a mi lado. Se mostró encantada con la reunión y además me dijo que le estaba gustando mucho el baile.
Después del té, se anunció la “Polca del Bastón”.
Esta danza popular consistía en formar muchas parejas (una chica y un chico), pero además de las parejas debía haber una moza o un mozo de más. La primera vez una moza se quedó sin pareja. Y ésta con un bastón en la mano se debía quedar en medio del salón, rodeada por las parejas. El director de la Polca daba la señal; la orquesta comenzaba a tocar y las parejas a bailar. A la segunda señal, la moza del bastón debía tirar el bastón al suelo, y todas las parejas tenían que separarse; todo esto ligerito y al compás de la polca. Los mozos debían ir a la derecha y las mozas a la izquierda y la moza que había tirado el bastón podía ir con el grupo de las mozas.
A la tercera señal del director, los dos grupos, en marcha, se cambiaban de lado, las mozas iban a donde estaban los mozos y viceversa. A una cuarta señal, se unían los dos grupos y cada uno intentaba formar pareja, sin escoger, porque se ponía en peligro de juntar el bastón. Y siempre aquella pobre mocita, avergonzada y enrojecida, era la que se quedaba con el bastón, mientras las otras parejas se reían, se reían de ella.
En la pausa cortísima en que los grupos cambiaban de lugar, la santa mano de mi “Nuevo Amigo” se posó en mi hombro, y su santo rostro entristecido me hizo comprender que se compadecía de la mocita y deseaba que yo tomase su lugar. Tal manifestación me sorprendió de forma indescriptible. En una mirada sentí el peso insoportable de la humillación, de la vergüenza, incluso de servir de hazmerreír a los otros, en medio de la sala empuñando el bastón. El santo rostro, sin embargo, permanecía inalterable. No acierto a describir la enormidad de aquel sacrificio.
Cuando el director dio la señal, el bastón estaba solo en el suelo, y los dos grupos mezclados. Haciéndome una violencia suprema, corrí hacia el bastón y lo empuñé. Nadie se dio cuenta de que lo había juntado, pues cada cual estaba empeñado en tomar una pareja.
Heme allí sola, en medio de la sala, rodeada de las parejas que reían, a más no poder. No sé cómo era mi triste figura. Sólo sé que se reían de mí y que yo estaba haciendo el papel del “bufón de la corte”. La vergüenza que sufrí por ello fue grande, muy grande. Pero ese momento también pasó. A la señal, solté el bastón, y... ya no volví al centro de la sala, pues entonces terminó la “polca del bastón”. Y allí mismo, en el baile, mi “Nuevo Amigo” encantaba mi alma con su santa “dulzura”. Amén.
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