Creo que debo contar algo del buen viejecito paralítico del asilo.
Desde que llegamos de Santa Victoria, fuimos a vivir a una casa que quedaba frente al Asilo de Mendigos. Este asilo era una casa grande con un gran número de cuartos pequeños, y cada uno de ellos (por lo menos los de una fachada) tenía una ventana a la calle. La casa era de planta baja.
En uno de estos cuartos, cuya ventana estaba muy frente a nuestra casa, vivía un pobre viejecito paralítico, que sólo podía mover la cabeza y el brazo izquierdo. Nosotros, desde nuestra casa, y todos los que pasaban, podíamos ver, desde la mañana hasta el anochecer, al pobre viejecito, pues su cama estaba muy cerca de la ventana, que permanecía siempre abierta y el pobre enfermo semisentado y recostado en unas almohadas. Mamá, compadecida, se encargó de darle las comidas diariamente al viejecito.
Una vez acompañé a Acacia al asilo. Sólo conocía al viejecito de lejos; apenas veía desde la ventana de nuestra casa su cabeza blanca como el algodón y sus largas barbas también blancas. Sin embargo, aquel día, lo vi de cerca. Acacia no me dejó entrar en el cuarto; la esperé en la puerta que quedaba a unos pocos pasos de la cama del viejecito. Lo observé atentamente. Las grandes barbas blancas como el algodón me trajeron a la mente el cuadro grande de la Santísima Trinidad, donde se veía a mi querido Papá del Cielo, también de largas barbas blancas como el algodón, y que nunca me miró enfadado, incluso cuando, después de haber cometido alguna travesura, corría a refugiarme en el cuarto de mamá.
¡Ah! ¡Y lo que me quedaba por descubrir en el pobre viejecito! Tenía sobre el pecho, colgado del cuello mediante un cordón, un Crucifijo de metal blanco, más grande que un palmo de mi mano. Pensé: "este viejecito me gusta ya mucho y voy a cuidarlo para que su alma y su corazón queden blancos para el buen Jesús". Y Acacia, después de haber puesto la comida sobre la mesita, habló algunas palabras con él, me tomó de la mano y volvimos a casa.
El resto de la tarde, mi pensamiento se ocupó varias veces del pobre enfermo; de noche, al acostarme, cuando rezaba le dije a mi “Nuevo Amigo”: “Mi ‘Nuevo Amigo’, mañana quiero ir a visitar al viejecito enfermo y a hablarle del Papá del Cielo. Te pido que vengas conmigo, no quiero ir con Acacia, porque siempre tiene mucha prisa para marcharse”.
Llevaba dos días de vacaciones. Por la mañana, después de que Acacia volvió del asilo, abrí la ventana de la sala y desde allí pude observar al viejecito. ¡Qué alegría! Estaba allá, como siempre, con la ventana abierta. Crucé la calle y me dirigí hacia allá. Me subí, con cierta dificultad, a la ventana y me senté. El viejecito me vio, parece que sorprendido de mi visita por la ventana. Pensé que se había asustado y le dije: “No se asuste usted, yo soy la niña que vio aquí ayer con Acacia, y vivo allí”.
El viejecito se quedó tan contento. Le pedí que me enseñara su bonita cruz, y se la quitó del cuello y me la dio.
Y en este momento repetí íntegramente, sin dejar un solo punto, la primera santa lección que recibí, dos años atrás, de mi querida doña Mimosa. El viejecito me escuchó, me escuchó sin interrumpirme una sola vez. Y cuando terminé la lección, el pobre viejecito también lloraba, como lloró la “pequeña Dedé” abrazada al cuello de doña Mimosa. Le mandé que besara a Nuestro Señor de su bonita cruz; él lo hizo y se la colgó de nuevo al cuello.
Le prometí volver al día siguiente por la mañana y traerle para que él la viera la benditera de loza con la santa Madre de Jesús. Mi “Nuevo Amigo” estuvo conmigo todo el tiempo, pero no sentado en la ventana como yo. Nunca vi a mi “Nuevo Amigo” sentado, creo que estaba siempre de pie a mi lado, porque muchísimas veces yo levantaba la cabeza, cuando todavía era muy pequeña, como para observar su santo rostro, pero sin haberlo visto nunca.
Al día siguiente cumplí mi promesa: bien de mañana, después del café (pues aún tenía un día de vacación), con la benditera de Nuestra Señora en la mano, me fui a sentar sobre la ventana del pobre viejecito. Le mostré a Nuestra Señora, diciendo que ella era la Madre de Jesús. Y en esta ocasión fue cuando le enseñé al viejecito a rezar el Ave María.
Le costó muchos días aprender la oración. Todos los días iba a sentarme a la ventana del asilo, siempre por la tarde, pues regresaba del colegio a las 4. Jamás falté a mis visitas que, yo lo sabía, alegraban tanto al viejecito. Y cuando en los días de lluvia o de mucho frío, en el invierno, no podía salir a la calle, ¡ah! entonces iba a observar a mi pobre amigo, desde la ventana de la sala de nuestra casa. Realmente yo quería, con mi corazón de niña, a aquel pobre viejecito, y tenía la certeza de que el pobrecito también me quería muchísimo.
Así se pasaron los meses. El “señor” Cipriano finalmente aprendió a rezar el Ave María, el Padre Nuestro, la oracioncita al Santo Ángel de la Guarda y el “Acordaos” a Nuestra Señora. Hice mi Primera Comunión. Y cuando, al final del curso escolar, recibí de premio el lindo rosario blanco, lo antes que pude, corrí a enseñárselo a mi querido protegido y a enseñarle a rezar el Rosario a Nuestra Señora.
Esta vez, mi “Nuevo Amigo” no se opuso, como se había opuesto las veces que quise enseñarle al viejecito a rezar con el collar azul. El “señor” Cipriano sabía ya perfectamente rezar con las cuentas, el Credo, el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria al Padre. Pero no aprendió los misterios, porque su pequeña “catequista” tampoco los sabía. Por eso los leía yo en el librito, no sé cómo, pues todavía yo no leía con suficiente desenvoltura; y él, el pobrecito, pasaba las cuentas.
Muchas veces, mamá desde la ventana descubría mis visitas al viejecito y me llamaba. ¡Oh, cómo me hacía sufrir entonces!
Le dejaba el rosario al viejecito y acordaba con él: “Señor” Cipriano, hoy, cuando se encienda la luz (me refiero a la iluminación pública), usted comience a rezar con las cuentas, y yo en casa leeré, en “La Llave del Cielo”, lo que usted debe pensar. Nuestra Señora también lo sabe todo, lo oye todo y lo ve todo como su Hijo Jesús”. Al día siguiente iba a buscar el rosario.
Esto sucedió muchas veces. Reconozco aquí, en el momento en que escribo esto, el paternal cuidado de Nuestro Señor, pues en el contacto con aquel infeliz mendigo, naturalmente poco aseado -de lo que como niña no me daba cuenta- enfermo con sus males, si no hubiera sido por el cuidado del buen Dios ¿no podría haberme contagiado de sus enfermedades? Me acuerdo de que muchas veces besé a Nuestro Señor en el crucifijo de metal que el viejecito llevaba al cuello, después de haber hecho él lo mismo.
Buen Dios, os doy gracias por los paternales cuidados que prodigasteis a mi cuerpo y a mi alma. Dios mío, que lo que estoy escribiendo sea únicamente para vuestra gloria.
Cierta vez en la que leía en casa los misterios del santo Rosario y que el “señor” Cipriano rezaba con las cuentas de mi rosario blanco, me asaltó a la mente un pensamiento que por algunos instantes me nubló el alma: “La Madre Rafaela había dicho, en clase, que el que no estaba bautizado no podía entrar en el cielo”. Y como las lágrimas me salían a borbotones y me corrían por la cara, pensé: “Entonces, el ‘señor’ Cipriano, mi amigo, el pobrecito, no puede ir al cielo a vivir con el Señor y ver a Nuestra Señora, porque no está bautizado”.
Estaba tan perpleja que (lo mismo que cuando hacía alguna travesura) levantaba la cabeza intentando descubrir la Santa Cara de mi “Nuevo Amigo”. Él estaba allí, junto a mí, y sin que pudiera verlo con los ojos, ¡lo veía! y sin oír con mis oídos su santa voz, lo oía y entendía más claramente que a papá, mamá, la Madre Rafaela o Acacia. Luego mis lágrimas se detuvieron con un nuevo pensamiento que despejó mi alma: “Yo puedo bautizar al “señor” Cipriano; sé cómo se hace. La Madre Rafaela nos lo enseñó; sé bautizar sin equivocarme”.
Y reproduje en mi imaginación el acto que debía realizar. ¡Qué pena que fuera de noche! Estaba deseosa de que llegara el día siguiente para poder llevar al querido viejecito la buena noticia de su próximo bautismo.
Al día siguiente fui al colegio y, a la tarde, cuando terminé todo, corro al asilo, me subo a la ventana y le cuento al “señor” Cipriano lo que intentaba hacerle. El buen viejecito era dócil, dócilísimo y obediente a su pequeña “catequista”, y se mostraba siempre dispuesto y contento para hacer todo lo que yo le pedía. Y luego, cuando le dije que para entrar en el cielo a ver a Jesús y a Su Madre, era necesario que le bautizase, que yo sabía, porque la Madre Rafaela nos lo había enseñado y que yo lo podía hacer, el buen viejecito se alegró tanto, tanto, que de sus ojos nublados ya por la edad y el sufrimiento corrían unos grandes lagrimones. Le consolé como pude y le prometí que, si no lloraba más, al día siguiente le traería una estampa con la imagen de Nuestra Señora, que sor Eugenia me había dado.
Y el buen viejecito, dócilmente, sacó de debajo de la almohada un pañuelo grande a rayas rojas y se enjugó las lágrimas. Comencé “mi instrucción” para el santo Bautismo: “‘Señor’ Cipriano, Madre Rafaela dice que el Bautismo perdona todos los pecados de las personas mayores. Usted es mayor. Su alma va quedar blanca, como quedó la mía el día de mi Primera Comunión”. Y el viejecito comenzó de nuevo a llorar y sus lágrimas me daban mucha pena. Provocaba en mí tanta compasión que empleaba todas mis fuerzas para consolarlo y no llorar junto con él. Le dije: “Si Usted llora, entonces no se gana la estampa”. Y volvía otra vez al gran pañuelo a rayas rojas.
Señalé el día del bautismo para un domingo. Le dije: “El domingo es el día de Nuestro Señor; yo voy a Misa y entonces ya me quedo con el vestido bonito para su bautismo. Cualquier otro día que no es domingo, Acacia no me pone el vestido y los zapatos de pasear”. No recuerdo el día y el mes, únicamente sé que fue un domingo.
Preparé la “santa fiesta” de mi amigo el pobrecito. Los convidados seríamos mi “Nuevo Amigo” y yo. La víspera, sábado, sólo había clase de mañana.
Fui a mirar el “Arca de Noé”. ¡Ay!, faltaban solamente dos “platitas” para conseguir el precio del lindo bebé negro de la “Tienda de las Chicas”, que costaba doce mil reales. En aquel momento, cómo que se revolvió mi egoísmo y sentí pena de vaciar el cofrecito. Sin embargo mi “Nuevo Amigo” estaba allí. Levanté inmediatamente la cabeza para ver su santo rostro y, sin verlo, lo vi, pues reconocí al instante que Él desaprobaba “mi pena”: su santo rostro me miraba apenado.
Decididamente vacío en la falda las 10 “platitas”, nuevecitas, que papá había ido escogiendo para mí. Me parece que, entonces, nada en el mundo me hubiera hecho retroceder y, si me hubieran dicho: “Guarda tus “platitas”, quédate con ellas y además recibirás el lindo bebé negro”, que era mi mayor deseo, no hubiera retrocedido, pues mi “Nuevo Amigo” tenía sobre mi voluntad mayor influencia que el mundo entero. Y sin decir nada a nadie, ni siquiera a Acacia, metí las “platitas” en el monedero que me habían regalado en mi cumpleaños y me fui a la confitería del “señor” Carvalho.
Mi “Nuevo Amigo” ya no estaba triste con su amiguita. Y a la vuelta, con la bonita caja de bombones, cigarrillos de chocolate, libras y barritas plateadas debajo del brazo, me sentí tan feliz como el día en que con Acacia atravesaba el río trayendo el lindo ramo de rosas blancas para Nuestra Señora. Y más de una vez levanté la cabeza para ver el santo rostro de mi “Nuevo Amigo”, que ahora ya no estaba triste, y le decía: “Será todo para el ‘señor’ Cipriano, no tomaré para mí ni un solo cigarrillo. Es para festejar, el domingo, el bautizo del ‘señor’ Cipriano”.
Llegué a casa; nadie me vio ni me habían echado en falta. Todo lo hacía naturalmente, no sabía actuar a escondidas. Gracias a Dios Nuestro Señor, nunca nadie se dio cuenta de esas cosas.
“¿Qué falta más todavía?”, me pregunté a mí misma. Yo tengo todo nuevo y bonito: vestidito, zapatos, calcetines, cinta para el pelo, todo, todo. Y el “señor” Cipriano no tiene nada nuevo y bonito para su bautizo. Por un instante me quedé triste. Pero todo esto duró poco, pues en seguida lo resolví: “El “señor” Cipriano siempre está en la cama, le llevaré, para mañana, una camisa nueva y bonita de papá con puños y cuello almidonados, una camiseta de punto y agua de colonia para que se dé en las manos y en la cara”.
Y tal como lo pensé, lo hice. Y todo lo hice con mi mejor voluntad de niña. Ahora que estoy en el convento, cuando les conté estos hechos me preguntaron si tomé, con permiso de papá, la camisa y la camiseta; entonces caí en la cuenta, reconociendo que no había procedido justamente. Tal vez fuera porque estaba acostumbrada a obtener de papá todo lo que yo quería y sabía muy bien que él me lo iba a dar todo, incluso lo que necesitara para el pobre viejecito. Yo también me consideraba propietaria de lo que pertenecía a papá.
Todo estaba preparado. Después del baño, corrí al asilo con los dos grandes paquetes. No me escondí de nadie, pero nadie me vio. Subí con mucha dificultad a la ventana, a causa de los paquetes, se lo di todo al viejecito, indicándole lo que debía hacer: “Mañana póngase Usted la bonita camisa nueva y, debajo, la camiseta blanca, nuevecita y elástica. En este frasco he puesto agua de colonia para que mañana se dé Usted por las manos y por la cara, para que huela bien”. El pobre viejecito comenzó a llorar. Y para que se consolase, en mi sencillez de niña, le di además la caja de los chocolates, también para “mañana”. Y mi admiración fue grande porque el viejecito todavía lloraba más. Y es que yo no entendía que el pobrecito lloraba de gratitud o de emoción.
“No llore ‘señor’ Cipriano, porque tenemos que rezar para mañana”. Y ya no lloró más. Recé con él todo lo que sabía de memoria: el Credo, el Padre Nuestro, el Ave María, la Salve Regina, el Santo Ángel del Señor, el Acordaos a Nuestra Señora y el Acto de Contrición. Y, antes de marcharme, le recomendé que fuese muy bueno y que no mirase a la calle. Es que estaba imitando a la Hermana Irene, cuando hicimos la primera confesión: “Sed muy buenas y, en la calle, no andéis mirando para todos los lados”. El viejecito me prometió ser bueno.
Al día siguiente, domingo, fui a la Santa Misa y recé por el viejecito “casi toda la Llave del Cielo”. Con seguridad que Nuestro señor se rió de mí. Cuando volví de Misa, le pedí a Acacia que me dejase con el vestidito nuevo. Acacia era muy amiga mía y no se opuso.
Estaba yo tan identificada con el gran acto que iba realizar, que mi corazón latía apresuradamente. Fui a buscar la tacita que me compró mamá para ir al tambo y, aunque estaba limpia, porque estaba en el armario, la lavé otra vez, la llené de agua del aljibe y me dirigí hacia el asilo. Hubiera querido correr, pero la tacita llena de agua me lo impedía. La puse sobre la ventana y después subí.
¡Ay! Esperaba encontrar al “señor” Cipriano todo guapo con la camisa y la camiseta nuevas, ¡y él estaba con la suya! Es que no había pensado que el pobre viejecito no podía vestirse solo y no tenía quien le ayudase. Me resigné. Miré a mi “Nuevo Amigo”. Él estaba contento, así que podía bautizar al “señor” Cipriano con la camisa vieja, más limpita.
Recé otra vez con él el Acto de Contrición. Los dos, el viejecito y yo, estábamos muy compenetrados. Mi “Nuevo Amigo” estaba allí. Le mandé al viejecito inclinar su cabeza blanca; y él lo hizo. Y yo, de rodillas sobre la ventana y con el corazón latiéndome con fuerza, derramé toda el agua de la tacita sobre la cabeza del viejecito, diciendo al mismo tiempo, como me había enseñado la Madre Rafaela, y cuidando que el cuero cabelludo quedase bien mojado: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Después le dije al viejecito: “Y ahora Usted se llama José, por san José”.
Es que yo encontraba, además, al viejecito muy parecido a San José, por las largas barbas blancas. El pobre viejecito lloraba otra vez y, poniendo su única mano libre sobre el crucifijo grande que le colgaba sobre el pecho, dijo: “¡Buen Dios! ¡Buen Dios! ¡Buen Dios!” Sucedió así, me acuerdo perfectamente.
Y yo sentía una felicidad muy parecida a la del día santo de mi Primera Comunión. Y mi “Nuevo Amigo” estaba contento conmigo, mucho, mucho. Me despedí del viejecito y le dije: “Su alma y su corazón están blancos como quedó mi alma el día de mi Primera Comunión". Ésta era la comparación que siempre utilizaba cuando quería expresar que una cosa era muy blanca.
¡Ay! No sabía yo lo que iba a suceder al día siguiente. Hoy reconozco que para el viejecito fue la suprema felicidad, pero entonces, siendo una niña, sólo me di cuenta del gran pesar que me causó la pérdida de mi pobrecito. Como siempre, a la mañana, Acacia fue a llevarle el café al viejecito. Momentos después, cuando todavía estábamos a la mesa, Acacia regresó con todo intacto y diciendo con la mayor tristeza: “¡Doña Antonina, el “señor” Cipriano amaneció muerto!” Mamá prorrumpió en exclamaciones de dolor.
Y yo... ¡Solamente el buen Dios puede saber el gran dolor que sentí! Lloré la pérdida de mi pobrecito y por mucho tiempo sentí su ausencia. Mamá no me dejó ir al asilo. No vi nada, ni sé cómo se lo llevaron. Y cuando, al mediodía, volví del colegio, ya no vi nada por la ventana de su pequeño cuarto. Durante muchos y muchos días la ventanita estuvo cerrada, hasta que vi allá un pobre nuevo. Durante mucho tiempo, con mucha añoranza, recé con mi nuevo rosarito blanco por el viejecito.
¡Buen “señor” Cipriano, tengo la certeza de que gozas de la posesión de tu Dios y mi Dios y de que ya conoces a su Santísima Madre! Tu pequeña “catequista” vive todavía en este mundo feo, pero tú eres ya, en este momento, uno de los convidados a su “Gran Fiesta”. Vivirás con mi Jesús.